Ilse Aichinger: el placer de no existir
Ilse Aichinger nació en 1921 en Viena y murió en 2016 en la misma ciudad. Poeta y ensayista, fue una de las escritoras más importantes de Austria y obtuvo varios reconocimientos a su trabajo, entre ellos, en 1952 el Gran Premio de Austria de Literatura.
Cuando el nazismo llegó al poder fue clasificada entre las personas con mezcla de primer grado, ya que su padre era católico y su madre judía. Tenía una hermana gemela, Helga, que pudo emigrar a Inglaterra en 1939. En cambio a ella el estallido de la guerra le impidió viajar y se quedó con su madre escondida durante esos años del horror. Casi toda su familia por parte de madre fue asesinada por el nazismo.
Durante ese tiempo gestó y escribió La esperanza más grande, una novela que fue un hito literario. Publicada en 1948 fue la primera que habló de los campos de concentración. De hecho, en La cuarta puerta, un texto de Aichinger en prosa que apareció el 1 de septiembre de 1945 en el diario Wiener Kurier, ya contenía muchas ideas de las que desarrollaría en La esperanza más grande: hablaba de los campos de concentración, de los expulsados, de los deportados.
La novela fue publicada en castellano por la Editorial Minúscula en 2004. Allí la autora rememora la traumática experiencia de la persecución nazi desde la perspectiva de una niña, Ellen, a la que no se le escapa nada de lo que pasa a su alrededor. Aunque inspirada en su vida,no es una novela realista ni autobiográfica, es onírica, muy teatral y tiene algo de la locura y el disparate de Alicia en el país de las maravillas.
Ellen vive con su abuela durante la ocupación nazi. En un comienzo casi kafkiano la niña va a visitar a un cónsul para que le dé un visado para salir del país. El cónsul le da muchas vueltas y le termina diciendo que solo será libre quien se extienda el visado a sí mismo. Entonces, la niña se empeña en hacerlo. “Todos querían migrar, por miedo y porque aún creían que la tierra era redonda”, dirá el narrador. La idea de que el mundo del nazismo se había erigido con reglas nuevas que desafiaban el mundo previo, la ciencia, el conocimiento, estaba ahí.
Ellen se encuentra en las calles con otros niños que tienen muchas preguntas para hacer y pocos adultos que se las respondan. Repiten lo que escuchan, saben a partir de los silencios de sus padres y de lo que ven en la calle.
Los abuelos tienen la culpa, dirá un niño. “Ocurre algo con sus abuelos: dos son correctos y dos, incorrectos”, dice Ellen. “Espera a descubrir qué incorrecto es lo correcto”, le dirá más tarde alguien.
También hablarán de los certificados de pureza racial. Quien no pueda aportar el certificado está perdido. “Nuestros abuelos han fracasado. Nuestros abuelos no nos avalan. Nuestros abuelos se han convertido en nuestra culpa. La culpa es que existamos. Cien, doscientos, trescientos años atrás? ¿Hasta dónde hay que remitirse para buscar el certificado?”, se pregunta la niña.
Ellen había querido tener la estrella cocida al abrigo porque sus amigos la tenían. Hasta que un día entró a comprar un pastel y no se lo vendieron. Primero pensó que la señora se confundía. Hasta que se dio cuenta de que el precio de la tarta era la estrella. Había olvidado que con la estrella no se podía entrar a ninguna tienda. “¿No tenía razón la abuela con sus advertencias? ‘Cuidado, no tomes la estrella, alégrate de que no estés obligada a llevarla. Nadie sabe lo que significa la estrella. Ni a dónde conduce’”. Más tarde, una niña le contó que la estrella significaba la muerte. Lo había escuchado de sus padres que pensaban que estaba dormida.
La autora habla de los campos de concentración, a donde la inocente Ellen quiere ir para estar con su familia. La niña escucha también que se habla de que la gente está “desaparecida”, como su tía Sonya que se había ido a arreglar un sombrero y nunca volvió.
La esperanza más grande se opone a la esperanza grande, la de poder huir y salvarse del terror del nazismo. La esperanza más grande era la de “mantenerse firme ante la muerte”, dijo Aicincher en una charla a estudiantes dictada en 1988, la de lograr un mundo más justo, humano y pacífico.
En el año 2004, la periodista y realizadora de documentales austro-uruguaya Julieta Rudich la entrevistó para el diario El País y luego hizo un documental sobre la escritora. Allí se la ve mayor y siempre sonriente. Fanática del cine, en ese momento es capaz de ver dos o tres películas por día. “Siempre percibí la crueldad de Viena, el cine me ayuda”, dirá. El gusto por el cine le viene de la hermana menor de la madre, cuenta, quien tocaba el piano y de pronto saltaba y decía “tengo que ir al cine” como si fuera una cuestión de vida o muerte. Aicincher hubiera preferido que la muerte encontrara a su tía en el cine, un lugar que amaba; en cambio la agarró en el campo de exterminio de Minsk, como a su abuela. La posguerra, relata, no fue mejor que la guerra. Critica la burocracia vienesa porque a su madre, que había perdido a toda su familia y su consultorio médico, le dieron como toda compensación una suma irrisoria de dinero.
Aichinger se deja filmar como si la cineasta no estuviera presente. Rudich la acompaña de su casa a su café favorito, al cementerio y al cine. Por más agotada que esté, Aichinger no deja de salir de la casa al amanecer para irse a un café a escribir. El café es su centro de vida, allí se pasa horas escribiendo sus textos y participando en tertulias de las que extrae inspiración para sus escritos.
Insomne como para estar semanas enteras sin dormir, en las noches se entretiene llenando crucigramas y escribiendo en sobres, revistas de acertijos, cuadernos, tarjetas postales, cartas de restaurantes. Aunque más que escribir, le parece más importante leer.
En los años 50, Aichinger fue invitada a integrar el llamado “Grupo 47”, círculo de autores alemanes y austriacos impulsores de la transgresión poética y narrativa que tiene la necesidad de deconstruir convenciones lingüísticas y literarias. “Después de la guerra había que renovar el lenguaje porque había sido contaminado por los nazis”, dice el crítico Franz Hannerbacher en el documental. En ese sentido, Rudich piensa que en Argentina pasa algo igual en relación a las palabras que impuso la última dictadura. El título del documental en alemán significa Ilse Aichinger: el placer de desaparecer. “Pero en Argentina no podés decir desaparecer sin incluir en la palabra injusticia, tortura, asesinato, intolerancia, horror”, contó a este diario. Por eso decidió traducir el título como Ilse Aichinger: el placer de no existir.
* El documental se podrá ver el jueves 1 de diciembre a las 18 en el Museo del Holocausto.