Los olivos de mi tierra
son centenarios y majestuosos,
fortalecidos con los años de vida,
pies enraizados en tierra limosa,
empuñando el blasón,
rodeados de siete luceros de plata,
testigos de nuestros ancestros,
estelas de luz
en madrugadas opalinas
y en veladas escarlatas.
Frondosas copas verdes
brindan refugio a los recuerdos
de nuestros abuelos.
A la caída del sol,
en la penumbra de la primavera,
con candiles de aceite
en sus ramas leñosas,
la voz de su memoria canta,
podando los olivos
y cargando los costales
en los hombros.
Atalayas resistentes
en tiempos de hambruna,
centinelas invencibles
con troncos ensortijados
y hoyos escarolados,
bajo un cielo
descremado y enjuto,
con cayados arqueados
y piedras calizas
espantaron ayunos
en intestinos vacíos.
En el mes del Rosario,
sus cimas cetrinas,
redondeadas y lobuladas,
lucen diademas
de blancas inflorescencias
y manto de pétalos sesgados.
Una eclosión milagrosa
de racimos blancos
y sépalos campanulados
bailan entre bayas campestres
y hierba recién cortada.
Tras lluvias dilatadas
en tiempo de sequía,
descollantes ramas alardean
collar de follaje abundante,
con frutos deleitantes.
Aceitunas veneradas
que tanto han esperado,
engendradas en un parto
digno de alabanza,
anidan el soplo de la vida,
en un nimbo cálido y hogareño.
Pasarán los años infatigables,
vivirán miles de abriles
enlazando el pasado y el futuro
en un linaje continuo,
abriendo camino fragante
bajo un umbral de luz,
ungiendo con aceite
de aroma afrutado
de manzana o almendra,
las frentes tiernas y lisas
de las generaciones venideras.
En tierra hellinera
eché raíces,
en guarida enlucida
con cal azul.
Bajo una miríada
de estrellas plateadas,
fuerzas fogosas robaron
mi cuna de sayal,
tejida de lana burda,
abandonando corona de novia
y suelo prometido.
Décadas inagotables
marcaron el paso del tiempo
lejos de mi tierra
y en una llamada acuciante,
el susurro de una voz absorbente,
hechicero encanto,
me condujo de nuevo,
ante el tul de hojas
de mis olivos seculares
con toques gris argentado
y pinceladas blanquecinas.
Celebro mi morada tardía
en este embriagante paraje
que me dio su seno fecundo,
manantial jugoso con sabor a hinojo.
Bendigo mi último suspiro
cuando mis ojos se apaguen
y mis raíces trenzadas
se hundan profundas
por la Sierra de los Donceles,
acariciando el universo
uniendo el espacio y el tiempo
y alabando la savia generosa
de los olivos de mi tierra.