Los olivos de mi tierra. Por Esther Coia

Los olivos de mi tierra. Por Esther Coia

Los olivos de mi tierra

son centenarios y majestuosos,

fortalecidos con los años de vida,

arboles sagrados,

pies enraizados en tierra limosa,

empuñando el blasón,

rodeados de siete luceros de plata,

testigos de nuestros ancestros,

estelas de luz

en madrugadas opalinas

y en veladas escarlatas.

Frondosas copas verdes

brindan refugio a los recuerdos

de nuestros abuelos.

A la caída del sol,

en la penumbra de la primavera,

con candiles de aceite

en sus ramas leñosas,

la voz de su memoria canta,

podando los olivos

y cargando los costales

en los hombros.

Atalayas resistentes

en tiempos de hambruna,

centinelas invencibles

con troncos ensortijados

y hoyos escarolados,

bajo un cielo

descremado y enjuto,

con cayados arqueados

y piedras calizas

espantaron ayunos

en intestinos vacíos.

En el mes del Rosario,

sus cimas cetrinas,

redondeadas y lobuladas,

lucen diademas

de blancas inflorescencias

y manto de pétalos sesgados.

Una eclosión milagrosa

de racimos blancos

y sépalos campanulados

bailan entre bayas campestres

y hierba recién cortada.

Tras lluvias dilatadas

en tiempo de sequía,

descollantes ramas alardean

collar de follaje abundante,

con frutos deleitantes.

Aceitunas veneradas

que tanto han esperado,

engendradas en un parto

digno de alabanza,

anidan el soplo de la vida,

en un nimbo cálido y hogareño.

Pasarán los años infatigables,

vivirán miles de abriles

enlazando el pasado y el futuro

en un linaje continuo,

abriendo camino fragante

bajo un umbral de luz,

ungiendo con aceite

de aroma afrutado

de manzana o almendra,

las frentes tiernas y lisas

de las generaciones venideras.

En tierra hellinera

eché raíces,

en guarida enlucida

con cal azul.

Bajo una miríada

de estrellas plateadas,

fuerzas fogosas robaron

mi cuna de sayal,

tejida de lana burda,

abandonando corona de novia

y suelo prometido.

Décadas inagotables

marcaron el paso del tiempo

lejos de mi tierra

y en una llamada acuciante,

el susurro de una voz absorbente,

hechicero encanto,

me condujo de nuevo,

ante el tul de hojas

de mis olivos seculares

con toques gris argentado

y pinceladas blanquecinas.

Celebro mi morada tardía

en este embriagante paraje

que me dio su seno fecundo,

manantial jugoso con sabor a hinojo.

Bendigo mi último suspiro

cuando mis ojos se apaguen

y mis raíces trenzadas

se hundan profundas

por la Sierra de los Donceles,

acariciando el universo

uniendo el espacio y el tiempo

y alabando la savia generosa

de los olivos de mi tierra.

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