La expedición al tanque. Por Mariano Bucich

La expedición al tanque. Por Mariano Bucich

Yo soy porteño. Pero me crié en un barrio periférico de Banfield. Este era el barrio obrero construido por el Sindicato Ferroviario, y así se llamaba, simple: Barrio Ferroviario.
En él y en los setentas, criarse era sinónimo de calle, y en ella estábamos hasta la hora de la leche. Las cinco.
Frente a casa había un baldío que llegaba hasta la es-quina de Namuncurá y 12 de Octubre. Ahí, se encontraba un tanque de hormigón gigante el cual fue construido para acopiar y abastecer de agua a todo el barrio, pero jamás se inauguró. Por ello era un gigante abandonado.
Él era centro de atención y misterio para todos los niños de la cuadra. Íbamos de expedición para planear como entrar al terreno cercado por alambre tejido, hasta que los más grandes, que tendrían unos diez u once años, logra-ron hacer un boquete. ¡Ya teníamos como entrar! Fueron pasando de a uno, muuy lento hasta que solo falté yo. Cla-ro, yo era el más chico, tendría unos ocho años, y era como la mascota de la banda.
Pero junté coraje y me mandé sin dudar, yo quería ser parte de la expedición y nada me detendría.
Una vez adentro, el grupo se dispuso a organizar las tareas de investigación para organizar la siguiente etapa de nuestra aventura. Entonces los grandes nuevamente salie-ron a rastrillar la zona hasta que uno de ellos grita: ¡ven-gaan!
De inmediato todos corrimos hasta la base del tan-que.
Una vez reunidos allí, pudimos ver que no estaba cerrado el candado de la reja que impedía el acceso a las es-caleras del gigante de hormigón. Estábamos fascinados con la posibilidad de subir, y así lo hicimos.
De entrada comenzaron a escalar los más valientes, tres de los pibes más grandes.
Ascendían rápido.
Detrás arranqué yo seguido de otros dos, también mayores a mí.
La escalera era una sucesión de planos que al concluir uno, pasaba al siguiente. Cada escalera cambiaba de dirección con respecto a la anterior y aumentaba su pendiente.
Al llegar al último tramo se había convertido en una escalera casi ” vertical” y muuy peligrosa. Fue en ella cuan-do perdí un pie de apoyo y casi caigo al “vacío”.
Fue en este preciso momento cuando sentí por primera vez en mi corta vida, miedo. ¡Qué digo miedo. Terror!!!!
Estaba paralizado y de repente comencé a temblar, a llorar y a ver todo negro.
Los pibes que venían detrás mío, primero rieron, luego pasaron a dedicarme un catálogo de insultos hasta que, de pronto uno de ellos reaccionó y me puso el pie en el peldaño (que estaba roto).
Fue entonces como muy lentamente logré controlarme y volver a la calma. Para entonces barajé la opción de claudicar, pero el solo pensar en el descenso en solitario me hizo desistir. Estaba jugado. Solo podía subir, y así lo hice.
Muerto de miedo superé ese último tramo recto. Ya podía ver mi siguiente desafío. Una estrecha escalera para trepar con manos y pies, que ascendía por las entrañas de la mole gris. Y para colmo encerrado en una especie de tubo y a “oscuras”. Era como querer subir al cielo y ver que en vez de cielo había infierno. Entonces, respiré hondo y subí entregado.
A medida que avanzaba por el esófago de acero empecé a tener una pequeña luz de esperanza. ¡Era la luz divina!. La luz celeste cielo, era la señal del fin de aquel túnel vertical negro y aterrador.
A poco de llegar pude ver la claraboya metálica abierta y… los pibes echados en la loza con caída hacia el vacío, ellos reían y me imponían que suba para que los que venían detrás también lo hicieran. Ahora sí no tuve más alternativa que recibirme de valiente o de inconsciente, yo creo que de ambos.
Aferrado a la claraboya quedé tieso por el terror y el vértigo extremo. Y esperé.
Esperé que se cansen, que quieran bajar, que mi cuerpo vuelva a ser móvil, que mi coraje aparezca y me baje. Y recé.
De a poco comenzó el descenso y la tierra firme me vio de regreso. Fue entonces cuando quise que todo hubiera sido una pesadilla, un mal sueño, pero no lo fue. La prueba eran mis manos sucias de óxido y mugre, y mi pan-talón mojado de miedo.

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