Mi relación con la tecnología se podría resumir en una palabra: resistencia. Por Laura B. Sánchez

Mi relación con la tecnología se podría resumir en una palabra: resistencia. Por Laura B. Sánchez

Mi relación con la tecnología se podría resumir, en una palabra: resistencia. Sin embargo, consciente de su importancia, le he puesto empeño en aprender, realizar numerosos cursos e intentar concentrarme en explicaciones y lecturas interminables del mundo cibernético. Los que me conocen saben, que siempre que podía, buscaba una excusa para evitar cualquier tarea que involucrara un ordenador.

Mi primera experiencia con una computadora fue a través de Verónica, mi prima hermana, allá a comienzos de los años 80. Recuerdo como si fuera ayer aquel zumbido del ventilador de la Commodore 64. Jugábamos Jumpman Junior en las largas horas de la siesta de nuestra tierna infancia. Ya desde aquel entonces, aborrecía ese juego donde resultaba perdedora una y otra vez ante la destreza y horas y horas de entrenamiento de mis familiares. Esas vivencias con aquella máquina, marcó mi relación, no solo con los videojuegos, sino también con la tecnología en general. Desde entonces, la he asociado con la frustración y la sensación de incompetencia.

En casa, la tecnología era territorio de José, mi hermano menor. Mientras yo me mantenía a distancia, él, aun sin tener una computadora (¡ni siquiera teníamos teléfono!), la abrazaba con pasión. Construyó su propio ordenador de cartón, un armatoste lleno de válvulas viejas y circuitos rescatados del taller de papá. Él era el inventor, el que desentrañaba los misterios de la electrónica y cibernética.

Hoy en día, mi hermano es quien configura mis teléfonos cada vez que adquiero uno nuevo y administra mis cuentas, mientras yo sigo observando todo con desconcierto.

En estos días he estado leyendo sobre la IA y nuestro mundo dividido en dos imperios digitales. Hay un nuevo telón, no de acero, pero sí de silicio cada vez más complicado. El telón se compone de código y atraviesa cada teléfono inteligente, cada ordenador y servidor del mundo. El código de nuestro teléfono determina en qué lado del telón de silicio vivimos, qué algoritmos rigen nuestra vida, quién controla nuestra atención y hacia donde fluyen nuestros datos.

Esta mañana leía los términos y condiciones de mi cuenta de Google. ¿Alguien más leyó esto? Dice: “cuando crea una cuenta de Google, nos proporciona información personal que incluye su nombre y contraseña……también recopilamos el contenido que crea, carga o recibe de otras personas cuando usa nuestros servicios. Este contenido incluye los correos electrónicos que escribe y recibe, las fotos y videos que guarda, los documentos y las hojas de cálculo que crea, y los comentarios que hace en videos de You Tube”. “Recopilamos información sobre las apps, los navegadores y los dispositivos que usa para acceder a los servicios de Google. Recopilamos información sobre su actividad en: términos que busca, videos que mira, vistas e interacciones con contenido y anuncios, datos de voz y audio, actividad de compra, personas con las que se comunica o comparte contenido, historial de navegación….etc, etc”

Me invade una sensación de vértigo. No solo soy una inmigrante en el mundo digital, sino que además me siento una prisionera. Cada clic, cada búsqueda, cada interacción deja un rastro imborrable que alimenta a un ente invisible y omnipresente. ¿Quién controla realmente este juego? ¿Quiénes son los arquitectos de este nuevo orden mundial? El telón de silicio se cierra sobre nosotros, y yo, con mi resistencia a cuestas, me enfrento a un futuro incierto con una mezcla de fascinación y terror.

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