Mi corazón se une en duelo con la tragedia que ha golpeado a Valencia y en este dolor compartido, acompaño a distancia, cada lágrima y cada pérdida.
El agua, antaño calma se transforma en un monstruo desatado, en un torrente de furia que se abalanza sobre la tierra sin tregua ni piedad.
Se hace inundación y diluvio, arrancando raíces, arrastrando sueños, llevándose casas y recuerdos como si fueran hojas en la corriente.
En su impetuoso paso, lo que antes fue hogar se convierte en un vasto desierto de escombros, un lamento mudo en las entrañas de la tierra.
¿Qué aprenderán aquellos que, en su ceguera y ambición, han sembrado la semilla de este desastre? Cuando el agua se lleva todo, arrasando pueblos, hogares y cuerpos, ¿comprenderán finalmente que la naturaleza no es una esclava eterna, sino una madre herida que reclama justicia?
Tal vez, en las ruinas, en el silencio que deja la desolación, haya una lección, un llamado que debieron escuchar hace mucho tiempo.
Pero, ¿cómo enseñar a un corazón endurecido a sentir el dolor de la tierra que gime bajo su yugo? La muerte y el sufrimiento se alzan como sombras y la naturaleza, inclemente y soberana, responde con la misma indiferencia que nosotros le mostramos.
Quizás, frente a la magnitud de su propia destrucción, estos responsables verán, al fin, que cada río, cada bosque, cada aliento de vida no eran simples recursos, sino partes sagradas de un equilibrio que nunca debieron violar.
Y así, bajo el cielo gris y el peso de la tragedia, queda una esperanza tenue de redención: que la devastación se convierta en un espejo en el que puedan ver sus propios rostros, despojados de poder, enfrentados a las consecuencias de su descuido.
Solo entonces, quizá, aprenderán que la tierra no se puede poseer, que la vida no se negocia, y que la naturaleza, a la vez madre y juez, no perdona para siempre.