El blues para las almas que están solas. Por Gabriel Pallares

El blues para las almas que están solas. Por Gabriel Pallares

En una pizzería perdida de Lanús se celebraba el cumpleaños de Marcelo. Cuando Omar entró solo vio caras curtidas, humo que emanaba de cada mesa y se congestionaba en el cielorraso y un sinfín de ídolos fumigados por la realidad. Saludó a su amigo y se sentó a probar bocado. Las luces empezaron a declinar y, poco a poco, el blues para las almas que están solas fue barriendo la algarabía: canción errante para la silla vacía, nota de amor perdida para ese corazón marchito…Luego la escasa luz desapareció y las palabras cargadas de melancolía empezaron a abrazar a Omar, a amargarle el oído. Buscó, entre la negrura espesa, el alma en pena que revivía ese drama, la sombra casual que entonaba esa melodía que lo carcomía.

El blues seguía su tortuoso camino y entonces se levantó y abandonó su plato; más aún, abandonó la pizzería y cruzó la calle hacía la plaza Sarmiento: amor que ya no estás, restos de un naufragio que nunca alcanzó el mar…Omar avanzaba, la plaza, Lanús, estaba bajo una inmensa neblina, seguía y paso a paso se hundía más y más en esa melancólica sustancia, huía de las palabras de ese blues, buscaba una capitulación en su solitario departamento. A pesar de todo continuaba moviendo sus piernas y estas se perdían en ese humo fantasmal y los recuerdos se derrumbaban en su mente, se mezclaban con la tristeza de la melodía: para las almas que están solas, para los que nunca recibieron calor…

Creyó llegar a la calle Sitio de Montevideo, donde vivía. Cuatro cuadras a la derecha estaba la estación de tren y a la izquierda, su casa. Aceleró la marcha hacia un lugar incierto, las veredas eran apenas una sucesión de nubes desteñidas; el resto, idílicas maquetas arrojadas a una masa amorfa. Creyó percibir el relieve de varias veredas, pensó, seguramente, que era la plazoleta de Margarita Wield. Las atravesó, desesperado. Luego el último relieve y la sonrisa calcada de la capitulación.

Se derrumbó, sus rodillas sintieron el concurrido empedrado, pero, no se sintió decepcionado. Alzó los brazos y pronunció la última frase de aquel blues: siempre se encenderá una luz en el horizonte de los desesperados, la paz los está esperando en el punto final del infinito…

Luego la luz se hizo cada vez más potente y el tren lo partió en cuarenta pedazos.

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