No sé la fecha exacta, tal vez promediaba el siglo XIX, Buenos Aires era todavía una pampa desértica , primitiva. Anselmo López había nacido cerca de San Antonio de Areco, en el rancherío de la peonada, levantado junto a la casona de la estancia de Don Justo Ruiz.
Vivió pobremente en una choza de barro y paja quinchada, que levantó su padre, un gaucho muy hábil que se ocupaba de fabricar aperos y lazos para los caballos de la hacienda de Ruiz y de algún vecino. Anselmo pasaba la vida entre los montes y el río, que atenuaba el paisaje bravío y le daba un clima más piadoso. La tierra de esa pampa era simple para él, la recorría libre. Era un chico inquieto y de pocos años cuando comenzó a acompañar a su padre en las faenas como un peón, ahí comenzó su afición por los caballos, se decía que cuando los amansaba en el corral sólo se escuchaban los relinchos y los golpes del arreador, era tan pequeño que se perdía entre los animales . De muy joven, fue el jinete más diestro para enlazar el caballo con un pial, tanto como para domarlos y
montarlos. Lo hacía con tanta habilidad y rapidez que muchos lo envidiaban.
Y si bien el capataz de don Justo Ruiz confiaba en Anselmo para guiar las largas travesías, cabalgando a través de grandes extensiones de campo a cielo abierto, conduciendo el ganado, las carretas o algún viajero hasta Buenos Aires, era en el arreo, la doma y las carreras de jinetes donde él mejor se desempeñaba.
De eso hablaban los baquianos esa tarde en la pulpería , mientras corría el vino: de las proezas de Anselmo. Y después de muchos brindis en su honor se lanzó el desafío. El Cabo Aparicio Reyes le jugó al joven López la ronda de vino para toda la paisanada.
El muchacho de un solo tiro arrojó el lazo certero sobre el lomo del animal, le enlazó las piernas delanteras, lo hizo caer, lo montó casi en el vuelo, le sacó ventaja en la carrera y le ganó al soldado, entre los gritos enardecidos de los presentes. Reyes bajó del caballo en silencio, pareció aceptar la derrota y la burla generalizada. Dos días bastaron para que la venganza le señalara al joven Anselmo López un nuevo destino: terminaban sus días tranquilos de trabajo, una partida de soldados mandados por el Cabo lo detuvo y lo puso a disposición de las autoridades. Debía cumplir servicios en la milicia, la frontera era ahora su destino, el indio su enemigo. Con dieciocho años recién cumplidos, Anselmo López llegó al fortín.
La vida en la milicia era austera, despiadada. Pero al poco tiempo vistiendo un poncho andrajoso llegó a tener tanta habilidad con el fusil, que peleó bravamente cada batalla contra el indio. Fue una tarde después de resistir por horas el ataque de una tribu, diezmado ,atrincherado junto a unos pocos soldados que esperaban refuerzos, un indio diestro con las boleadoras, lo volteó del caballo y cuando lo tuvo indefenso en el piso, de un solo golpe de lanza le arrancó un brazo. Quedó tendido, sangrando, inconsciente. Las horas pasaron lentas. el dolor le atravesaba el cuerpo y apenas podía abrir los ojos.
Entre los refuerzos que llegaron reconoció a Reyes: “un soldado manco nsirve para luchar, déjenlo morir ” fue lo último que le escuchó decir al Cabo, antes de ver la tropa alejarse. Lo salvó un grupo de desertores que pasaba por ahí, un gaucho matrero que lo reconoció lo llevó hasta las tolderías donde vivían.
-Yo prefiero el vino con hielo. Sí, ya sé que al vino tinto hay que tomarlo a 14°, pero a mí me gusta así- dijo Carlos, mientras ponía en la copa de vino un cubito que le alcanzó Ester, su mujer. Gustavo que se había callado cuando llegó Ester con la hielera, miró a Carlos con una expresión de duda y desconfianza: duda porque esa declaración sobre la temperatura adecuada del vino tinto y su gusto por contrariarla, en medio del relato que él, su hermano
mayor venía contando, era una muestra más de su impertinencia. Y de desconfianza, porque estaba convencido que tal intervención no podía ser azarosa si venía de su hermano menor. Se trataba de lo que el sospechaba como un gesto de soberbia escondida detrás su aparente mesura.
Todo había comenzado cuando el tío Carlos nos invitó a dar un paseo hasta la pulpería La Blanqueada. Fue entonces que mi papá empezó a recordar la leyenda del manco Anselmo López. Según él se la había contado su abuelo -el manco era un personaje muy nombrado en Areco por esa época, era casi tan popular como el mismísimo Güiraldes. Nos había dicho.
Era enero de 1988. Hacía cuatro días que habíamos llegado a San Antonio de Areco para visitar al tío Carlos que había vuelto de España, después de casi diez años de exilio. Tuvo que escapar a Uruguay cuando lo fueron a buscar al diario donde trabajaba como redactor, hasta que pudo viajar a Sevilla, donde lo esperaban los abuelos. Desde allá siguió con su oficio de escritor. Desde el 83 trabajó como corresponsal hasta que emprendió el regreso.
Había refaccionado la antigua chacra de sus abuelos en la que decidió instalarse. No quiso volver a Avellaneda donde había nacido y donde todavía vivían sus hermanos. Papá consideraba que era como seguir en un exilio. Para el tío era una posibilidad de estar en un ambiente rural como en España, pero cerca de sus afectos. Su espíritu apacible se emparentaba con el paisaje del campo .
Desde que se reencontraron tuvieron charlas interminables: el tío habló de la angustia que le provocó tener que escapar ese día a la salida del diario sin rumbo, hasta que algunos amigos lo ayudaron a escapar por el río, del viaje a Europa, gracias al contacto de los abuelos y las primeras cartas que escribió desde España Mientras que papá hablaba con una mezcla de rabia y culpa, del silencio de los medios, del Mundial de Fútbol, y de la Plaza llena de gente a favor de la guerra. Y como en un dueto de opiniones, a esa altura más
esperanzadas: la vuelta a la democracia y el juicio a los genocidas, hasta llegar a un presente lleno de incertidumbres, después de algunos levantamientos militares.
El tío no se parecía en nada a como lo había imaginado, aunque nunca me había imaginado mucho de él. Lo conocía por las anécdotas de papá, por las cartas que llegaban de España y que mamá leía para los abuelos o por las postales que colgaban en el espejo del comedor.
Ese día la tía había baldeado el patio de ladrillos, nos sentamos debajo de los árboles a comer unos fideos caseros con mucho vino tinto, que yo probé apenas, porque preferí agua fresca en ese mediodía caluroso. Después de levantarnos de una larga y necesaria siesta , salimos a caminar. A unas cuadras hacia el sur donde la zona rural terminaba y empezaban las primeras casas del pueblo antiguo cruzamos el puente viejo y mientras una brisa fresca empezaba a correr, caminamos a orillas del río, sobre los pastos húmedos.
Papá prendió un cigarrillo.
Anselmo estaba en las tolderías como les decía, lo había salvado un gaucho matrero. El joven llegó casi muerto y estuvo varios días peleando por su vida.
Unas viejas indias lo cuidaron como a un hijo, curando con yuyos la infección que tardó en desaparecer. Sudoroso y ardiendo por la fiebre, volvía una y otra vez al infierno del fortín.
Desde que lo reclutaron fue llevado a la fuerza a la frontera, hambriento, golpeado y encadenado hasta que con el tiempo fue perdiendo las fuerzas. Siempre estuvo rodeado por un centenar de hombres miserables, que peleaban como animales por un poco de comida. Sentía ganas de escapar . Todas las noches algún grupo intentaba hacerlo tratando de forzar a la guardia, pocos lograban cruzar los campos. Los que eran capturados, después de sufrir las golpizas brutales de los ofíciales , pasaban días estaqueados, muchos no sobrevivían. Anduvo casi desnudo hasta que el frío del desierto le llegó a los huesos y tuvo que hacerse de un poncho andrajoso que le robo a un gaucho más viejo . Los oficiales tan crueles como el indio enemigo, a fuerza de palos lo habían instruido . Cuando se unió a una cuadrilla convertido en soldado, había aprendido a usar el fusil , la lanza y a convivir con la muerte.
El ejército lo había dado por muerto. Y cuando estuvo a salvo, con el único deseo que lo mantuvo vivo, el de encontrarse frente a frente con el Cabo Reyes, el manco López Reyes se transformó en un fantasma. Viviendo en las tolderías se unió a un grupo de gauchos matreros. Sirvió de rastreador y cazador de ganado cimarrón que negociaba con indios y cristianos. Ser baquiano le sirvió para moverse en las sombras. Era hábil con el fusil y rápido en la pelea. Merodeaba las pulperías, haciéndose amigo de bandidos que
pudieran darle datos de Reyes.
Una tarde cuando arreaban animales por la bajante del río, cerca de Areco, un gaucho matrero le dijo que había visto a Reyes tomando vino en La Blanqueada. El manco López cargo el fusil y fue a buscarlo. Cuando llegó a la pulpería y encontró a Reyes, lo desafió. El soldado cobardemente intentó sacar el arma escondida en el poncho, pero el manco de un solo tiro lo mató. Y volvió al monte a su vida errante, convertido en leyenda.
-Y era su destino, hermano, vivir en el exilio. Como lo fue el de tantos hombres de esa época empujados a la frontera por el Estado. Ya se que me vas a decir que en cierto modo y por otras innumerables circunstancias también fue el destino de nuestra generación …¿no?- Esta vez Gustavo miró a su hermano y no tenía dudas, Carlos le había anticipado la reflexión.