Eran las siete de la tarde cuando pasé a buscar a Gustavo, no pude estacionar frente a su edificio, así que lo esperé a media cuadra. Anochecía y las primeras luces de la calle se reflejaban en el asfalto húmedo. Cuando lo vi parado en la vereda entre la gente, le toqué bocina, corrió con pasos cortos hasta el auto: ¿trajiste el vino? le dije apenas se asomó.
-Sí, – contestó mientras señalaba una bolsa de papel medio arrugada. Subió y me guió hasta la casa de su hermana Rosario.
Mientras viajábamos los tres – cuarenta minutos por una Panamericana repleta de tránsito- Gustavo sacó un cigarrillo, buscó en el bolsillo de la campera azul el encendedor, trató de prenderlo, lo sacudió varias veces y nada. Entonces Rosario estiró la mano desde el asiento de atrás y le pasó el suyo: Tiralo, le dijo
-Es un regalo- le contestó su hermano. Lo miré de reojo en silencio. Hacía dos años que no estábamos juntos y todavía conservaba el encendedor que le regalé cuando recién nos conocimos.
Rosario me lo había advertido, yo pensé que eran celos de hermana y no le hice caso. Con Gustavo no habíamos tomado la decisión consciente de no hablar, sencillamente sucedió y mientras el silencio continuaba yo me sentía triste, defraudada y él avergonzado de ser la causa de mi preocupación.
Funcionábamos mejor como amigos, eso sí lo habíamos hablado, saber de sus infidelidades sin ser parte, ya no me afectaba y además había recuperado la amistad de Rosario.
Bajamos en el kilómetro cuarenta y seis. Tomamos la calle principal y después de detenernos en el último semáforo, comenzamos a transitar en la oscuridad de calles empedradas y árboles espesos. Dimos muchas vueltas hasta encontrar la quinta: Mascardi 550. ¡Por fin!¡A quién se le ocurre festejar con una cena en Tortuguitas! Pero no podíamos fallarle en el cumpleaños a nuestro amigo Roberto, el gallego. Estábamos seguros de que nos esperaba con esas comidas con pulpo o porotos que siempre nos hacía y una tremenda torta de chocolate. Además, nos había dicho que tenía una sorpresa para darnos.
Cuando llegamos, Silvia nos recibió con una gran sonrisa, atravesamos el parque entre la bruma de un mayo fresco. Adentro la música sonaba fuerte, los invitados recorrían la casa y el gallego con un delantal de cocina transpiraba frente a una gran olla humeante.
¡Si! pulpo -dijo Gustavo que se había acercado a la cocina.
¡También hay picada y abundante vino, Gus! – le dijo Roberto – ¡serviles, Silvia!
Entonces se sacó el delantal, nos saludó con un abrazo fuerte, enorme como era él. Después abrió los regalos uno por uno entre chistes: – ¡Che, un solo libro me regalaron! – es que la mayoría que conocíamos de su “cultura”, le habíamos obsequiado bebidas con alcohol.
¿Falta mucho para la sorpresa? – pregunté ansiosa, Silvia abrió grandes los ojos y me dijo: Esperá, cuando lleguen todos.
El vino empezó a correr y cuando habíamos terminado la cena, Roberto y Silvia contaron entre aplausos que ya tenían la fecha de casamiento.
Para esa época pocos convivían previo al matrimonio y a pesar de que ellos eran bastante liberales, pensaban hacerlo sólo, después de la boda.
Formaban una pareja que en cualquier sentido parecían venidos de lugares diferentes: Roberto era alto y robusto, pelo oscuro, ondulado, Silvia era baja, delgada y con una cara suave. Él era un intelectual, inquieto y apasionado, ella era sedentaria, vestirse bien parecía uno de sus pocos intereses. Juntos se veían felices. Yo los había presentado, con Silvia fuimos compañeras en el bachillerato y vecinas de Rosario.
La torta como esperábamos era grande y de chocolate, tenía crema porque así lo había pedido Silvia.
-Che, no estarás embarazada y esa era la sorpresa- bromeamos, Silvia lo negó rotundamente.
-¡Las fotos! me recordó Rosario antes de soplar las velas. Tuve que ir a buscar al auto la cámara que me habían prestado y empecé a sacar fotos.
Cerca de la madrugada me despedí, la fiesta seguía, pero yo tenía que entrar temprano al hospital y aunque no era la primera vez que iba sin dormir a trabajar, quería pasar por mi casa y darme un baño.
Rosario y Gustavo no volvían conmigo, Roberto había insistido en llevarlos.
-Pero si voy a Villa Adelina- le dije, – no me cuesta nada.
-Volvé tranquila, yo llevo a Rosario, Gustavo me acompaña.
-Vos andá, pero lo que te voy a pedir es que te ocupes de revelar las fotos, por favor no te olvides. La semana que viene arreglamos para juntarnos y verlas.
-No te preocupes, yo me ocupo, te llamo –
Esa es la última vez que hablé con él.
Se los llevaron cuando iban por Panamericana, los siguieron. Extrañamente a Gustavo lo dejaron en Márquez. A Roberto y a Rosario se los llevaron en dos autos, eso dijo Gustavo cuando llamó a Silvia para avisarle.
-Te vas a tener que borrar- le dijo.
Pero ella sabía que no tenía nada, nunca había militado, casi no le gustaba la política, estaba “limpia”, así le dijo un hombre de anteojos oscuros que le habló en el ascensor de Bunge y Born donde ella trabajaba.
Pero Lita, la mamá de Roberto por muchos años no le perdonó que no estuviese con ella buscándolo. Con el tiempo pudieron hablar, Lita estaba más tranquila y hasta se rieron juntas recordándolo.
Me había jurado no pensar en Gustavo, pero la desaparición de Roberto y Rosario nos había afectado y unido, él nunca volvió a ser el mismo, por primera vez era capaz de salir de sus pensamientos. Nos fuimos a vivir juntos, primero en una zona rural cerca de Saladillo, después cuando vimos que corríamos peligro fuimos a Brasil a la casa de unos parientes de Lita.
Volvimos en el 80 cuando largaron a Rosario en Devoto. Roberto nunca apareció.
Hace unos años después de un 24 de marzo les pedí a mis viejas amigas que nos encontráramos para tomar un café. Había pasado el tiempo para las tres: a Rosario le habían quedado muchas marcas del encierro y la nostalgia de una vida distinta. Silvia estuvo callada escuchándonos, tratando de reencontrarse en algún punto con nuestra amistad, con los recuerdos compartidos. Y después de un largo rato de charla, saqué de un sobre las fotos: después de tanto tiempo, había podido cumplir con el último pedido de mi amigo, había podido revelar sus últimas fotos.
Y las tres las tironeamos con los ojos húmedos: en el papel, iluminado por la luz de las velas de la torta de chocolate, los ojos de Roberto, su sonrisa y nosotras, esas que éramos aquel día, alegres, rodeándolo.