En ‘El poder de las palabras’ el investigador, Mariano Sigman, repasa toda la ciencia que respalda la extraordinaria capacidad de la conversación y cómo hacerla funcionar.
Hay un chiste que resume a la perfección buena parte de los problemas sociales actuales, según el neurocientífico Mariano Sigman (Buenos Aires, 49 años). Es ese en el que un conductor, con el neumático pinchado, decide acudir a una casa cercana a pedir un gato para cambiarla. Y se va imaginando que molestará a ese vecino, que será un maleducado, que no querrá ayudarle. Y al llegar allí, cuando el hombre abre la puerta amablemente, el conductor, que se ha ido enojando solo, le espeta: “Métete el gato donde te quepa”. “
No conoces al otro y proyectas sobre él todo tipo de prejuicios, y si tus predisposiciones son tóxicas, lo vas a odiar. Muchas veces nos perdemos una oportunidad de hablar con el otro porque hemos caído en ese pozo del prejuicio; si no le das una oportunidad, nunca funciona la conversación”, explica Sigman, que acaba de publicar un gran tratado en defensa del diálogo desde las pruebas científicas: El poder de las palabras (Debate).
Sigman, que escapó a los tres años de Argentina con su familia tras el golpe militar, vivió su infancia y una parte de la adolescencia en Barcelona, y ahora reside en Madrid, donde se ha convertido en sujeto de sus propios experimentos. El último: aprender música y editar un disco cuando era “completamente inepto” para el ritmo y la armonía, a los 47 años, para probar que el cerebro es capaz de cambiar incluso a esa edad. En su libro, Sigman reivindica que las palabras, y cómo las usamos, pueden resolver problemas sociales y mejorar la vida de las personas. Pero solo en las condiciones correctas: “Los grupos de WhatsApp son un ejemplo de conversación fallida”.
Pregunta. Hay una metáfora que utiliza en el libro, que los humanos somos anfibios, porque vivimos en la realidad y en la ficción. ¿La conversación es sana porque nos saca de la ficción subjetiva que nos hemos creado?
Respuesta. La palabra correcta es la narrativa que uno se construye de las cosas. Vamos tú y yo a ver la misma película y cada uno tiene una historia distinta de lo que ha visto, que puede cambiar completamente de emociones: a ti te provocó mucha angustia y para mí fue una comedia. Y si luego nos juntamos a hablar de ella, ver tu perspectiva me nutre y me da puntos de vista que yo no tenía.
P. El libro reivindica el diálogo, pero el problema es que creemos que no funciona. El primer paso es convencer a la gente de que se siente a hablar, porque funciona.
R. De ninguna manera quiero abogar por el mensaje de “si quieres algo y lo deseas, lo vas a lograr”. Pero lo contrario sí es cierto. Si tú te convences de que algo es imposible, entonces de ninguna manera va a suceder. Una vez que te convences de que algo es posible, simplemente has abierto una puerta. Luego esa puerta tienes que trabajarla y hacer un montón de esfuerzo para que suceda. Y nosotros mismos nos censuramos todo el tiempo. Nos decimos que es imposible conversar con Juan o con Pedro o con Ana, porque no va a servir para nada. Y esto pasa en la conversación política. A mí me interesa justamente también contar que aquí hay mucha ciencia, porque uno se imagina que la ciencia justamente es como de telescopios y de microscopios, pero hay gente que solo hace ciencia en la frontera entre Israel y Palestina, donde su trabajo es juntar a dos personas que no se entienden y preguntarse ¿cuál es la mejor manera de que estas personas se encuentren? Y lo que se descubre es que no es tan difícil como parece. El punto de partida es generar una predisposición en la cual tú te sientas a conversar, sabiendo que la otra persona no es tonta, tampoco es fanática, que puede cambiar. Porque si tú tienes todas esas creencias, no hay ninguna manera de que la conversación funcione.
P. Ahí es donde aparece este personaje que han descubierto en sus experimentos, un mediador capaz de conseguir que incluso los adversarios se pongan de acuerdo.
R. Esta figura del mediador, como un buen árbitro de fútbol, que junta a los dos capitanes y les dice: vamos a jugar, a disfrutar, porque esto es un juego y no es una guerra. Esto es muy claro y notorio en la conversación política, pero para mí es más trascendente aún en otras conversaciones mucho más comunes, donde no nos damos cuenta de que pasa lo mismo. Es la conversación entre un padre y un hijo, entre una madre y una hija, o incluso entre parejas, donde también hay muchas brechas. ¿Cuál es el problema de estas conversaciones? A veces hay perspectivas tan distintas que cuesta mucho entender, acomodarse a la realidad vista por el otro, como sucede con la brecha generacional. Es la mentalidad de un niño que cuando prueba algo que no le gusta, lo escupe enseguida. Nosotros de adultos con los sabores nos volvemos más abiertos, pero con la conversación nos volvemos al revés, mucho más cerrados con todo lo que nos interpela. Esta es la predisposición que hay que cambiar y la ciencia nos muestra que si la cambiamos, vamos a un mundo mucho mejor. Es una herramienta muy potente, no es rocket science [ingeniería aeroespacial]; es muy simple, pero es muy potente.
Fuente: Versión final