Nuestra época está profundamente marcada por un individualismo exacerbado que, lejos de fortalecernos como sociedad, se convierte en el caldo de cultivo de ideologías que amenazan nuestra convivencia. El capitalismo contemporáneo, en sus formas denominadas neoliberalismo, capitalismo tardío o financiero, junto al vertiginoso avance de las tecnologías digitales y los desarrollos en reproducción asistida, ha transformado la subjetividad humana.
Algunos filósofos afirman que cada época tiene su propio “aliento vital”, un espíritu que define las formas de pensar y vivir de su tiempo. En la antigüedad, ese aliento era el asombro, y los filósofos relataban el sentido del mundo. Durante el Medioevo, la iglesia asumió ese rol, marcando la narrativa de la vida. Luego, la Modernidad desplazó este eje hacia la razón, simbolizada en la célebre frase de Descartes: “Pienso, luego existo”, donde la racionalidad se convirtió en el núcleo del ser humano. Sin embargo, con la llegada del psicoanálisis, Freud y Lacan nos invitaron a explorar un territorio mucho más complejo: “Soy donde no pienso, y pienso donde no soy”. Este cambio paradigmático reveló que los sujetos no son simplemente seres racionales, sino también atravesados por contradicciones, deseos y fragilidades.
Hoy, en el siglo XXI, asistimos a una nueva configuración de esa fragilidad. El narcisismo, que alguna vez fue una fuerza que sostenía al individuo, ha regresado profundamente herido. Las crisis globales, las tensiones económicas y la sensación de un mundo frágil han generado un miedo colectivo que impulsa a muchas personas a refugiarse en sistemas autoritarios. Estas nuevas formas de fascismo se sostienen en un discurso de crueldad y exclusión, donde la inseguridad se traduce en la desconfianza hacia el otro y el individualismo extremo se convierte en norma.
Este “aliento vital” de crueldad recuerda al darwinismo social de siglos pasados, una ideología que justificaba la supremacía de los más fuertes en el capitalismo salvaje. En su momento, Herbert Spencer y otros pensadores promovieron la idea de que sólo los más aptos merecen prosperar. Hoy, esta lógica se reconfigura en un sistema que glorifica a las élites económicas y deshumaniza a los sectores más vulnerables: los pobres, los adultos mayores, las personas con discapacidades y las masas trabajadoras. Los discursos de poder y los medios hegemónicos refuerzan esta narrativa, estableciendo jerarquías implícitas que rinden pleitesía a los más ricos mientras descartan a quienes consideran prescindibles.
En este marco, emerge un fenómeno menos discutido, pero igualmente revelador: la desexualización del mundo. En su libro La pérdida del deseo (2022), Luigi Zoja analiza cómo la caída del erotismo, especialmente entre las generaciones más jóvenes, refleja una pérdida más amplia: la del “encantamiento” del mundo. Según Zoja, esta pérdida no implica una ausencia de racionalidad, sino la desaparición de un sentido profundo y mágico que daba significado a la experiencia humana.
La desexualización no se limita a la desaparición del erotismo en sí, sino que implica también la erosión de elementos fundamentales como el deseo, lo prohibido y los obstáculos culturales que, según Freud, permitían integrar las corrientes sensual y tierna del ser humano. En la actualidad, la estandarización del deseo, dictada por los mandatos del mercado, desconecta a las personas de su propia intimidad. Al intentar ajustarse a ideales prefabricados, los sujetos se sienten perdidos, desganados y, muchas veces, incapaces de experimentar el esplendor de Eros, que antaño era venerado como un dios.
Estas transformaciones tienen un impacto directo en la subjetividad y la salud mental. Desde los consultorios, observamos cómo el aislamiento, la depresión y las exigencias desmedidas de esta época deshumanizada se manifiestan en los síntomas de nuestros pacientes. La desconexión con el deseo, tanto en el ámbito erótico como en la vida en general, refleja una pérdida de conexión con lo que realmente da sentido a nuestra existencia.
Sin embargo, esta misma reflexión abre la posibilidad de replantearnos nuestra forma de habitar el mundo. Recuperar el erotismo, entendido no sólo como deseo sexual, sino como una fuerza vital que conecta lo íntimo con lo colectivo y lo físico con lo emocional, podría ser una respuesta al vacío que nos impone este sistema deshumanizado. Reconectar con el deseo implica también resistir los mandatos del mercado y revalorizar aquello que nos hace verdaderamente humanos.
Tal vez, el verdadero desafío de nuestro tiempo no sea sólo enfrentar la crueldad o la exclusión, sino recuperar el “encantamiento” perdido que, lejos de ser irracional, nos reconecta con lo más profundo y esencial de nuestra humanidad.