“Soriano – Una historia”, la entrañable vida del escritor más popular y querido de los últimos tiempos

“Soriano – Una historia”, la entrañable vida del escritor más popular y querido de los últimos tiempos

El hombre que hablaba con los gatos

A 80 años de su nacimiento, se publica la primera biografía del autor de “Cuarteles de invierno” y “Triste, solitario y final”, además piedra fundamental de Página/12. Escrita por el periodista Ángel Berlanga, se sustenta en una recorrida por su obra literaria, sus escritos en la prensa, decenas de reportajes, las polémicas que encarnó, su correspondencia y charlas con quienes lo conocieron.

El 6 de enero pasado hubiera cumplido 80 años y se cumplieron 40, en febrero, desde la publicación en la Argentina de Cuarteles de invierno, la novela suya que más le gustaba. Apenas después de eso, el 27 de marzo de 1983, tras siete años en el exilio, Osvaldo Soriano volvía a Buenos Aires. Todavía estaban los militares, aunque ya en retirada tras el desastre de Malvinas, el descalabro económico y la astronómica deuda con el FMI, las siniestras secuelas del terrorismo de Estado. “El aterrizaje me parece interminable –escribe-. En todo el vuelo no he podido pegar un momento los ojos. Esa vigilia de diecisiete horas es una prolongación del extrañamiento. ‘El exilio es una especie de largo insomnio’, ha escrito Víctor Hugo. Y también: ‘Se puede arrancar un árbol de sus raíces, pero no se puede arrancar el día del cielo. Mañana es el amanecer’”. Llega con Catherine Brucher, su compañera; en Ezeiza los recibe su amigo, el dramaturgo Tito Cossa. Por entonces Héctor Olivera ya trabaja en la adaptación al cine de No habrá más penas ni olvido, la segunda novela de Soriano, que será un invitado central en la Feria del Libro de ese año. Es que estos dos libros encabezan los rankings de los más leídos de los principales diarios. Una situación que seguirá durante varios meses. Para marzo Bruguera ya saca una segunda edición de Cuarteles, en abril sacará otras dos, en mayo una más. Trascartón, en el transcurso de 1983 se reimprimiría su novela inicial, Triste, solitario y final, y publicaría su primer volumen de escritos periodísticos, Artistas, locos y criminales, con crónicas, notas y semblanzas aparecidas una década atrás en el diario La Opinión.  

Es el comienzo de un fenómeno, como lo llamó alguna vez Guillermo Saccomanno: desde entonces, cada uno de sus libros encabezaría las listas de los más leídos. Así fue hasta el final, cuando murió, en 1997. Incluso años después, cuando Juan Forn impulsó la reedición de la obra completa de Soriano, se dio otro fenómeno que pasó casi desapercibido en la prensa: entre mediados de 2003 y 2016 la editorial Seix Barral registró la venta de 412.200 ejemplares, unos 30.500 al año. Creo que a esto ya lo anoté alguna vez: hay algo profundo, de raíz, entre Soriano y sus lectores, como para empezar a traducir cifras, ediciones, rankings, en los arcos que siguen vibrando entre lo que escribió y lo que produjo en quienes lo disfrutábamos en los diarios y en los libros. “Si no hay emoción no pasa nada”, le dijo hace poquito el Indio Solari a Marcelo Figueras, y al toque pensé que claro, que eso está en la esencia de los escritos de Soriano. A propósito de la biografía que empieza a circular por estos días, un par de historias para calibrar un toque el cariño de sus lectores. La rosarina Adriana Briff, licenciada en Comunicación que vive en California, me cuenta de la correspondencia que intercambió con él en sus últimos años, de cómo sigue latiendo en su recuerdo. El Negro Salasa, legendario productor y personaje de la radio, me dijo hace unos días: “Mirá que por mi trabajo estuve cerca de muchísimas figuras, pero en mi vida sólo pedí dos autógrafos: uno a León Gieco y el otro a Soriano, que me firmó Cuentos de los años felices”.

En varios carriles anduvo en contramano: no terminó el secundario, sus novelas enfocaban y dialogaban con la política y la coyuntura cuando esto estaba muy contraindicado, mantuvo el humor y cierta desfachatez, reivindicó el fútbol como asunto cultural de muy variadas formas, trenzó una ristra de acusaciones contra las editoriales, encarnó unas cuantas polémicas, batalló contra los autoritarismos, desenmascaró las estrategias del neoliberalismo. En una tradición en la que podría ubicarse a Roberto Arlt y Tomás Eloy Martínez, Soriano fue un extraordinario escritor-periodista, y están a la vista o pueden rastrearse los vasos comunicantes y las disrupciones entre una impronta y otra. “Creo que no hubo nadie que hiciera tan bien esto de juntar lo periodístico con lo literario”, me dijo Carlos Ulanovsky. La recorrida de Soriano por la prensa escrita es fenomenal: desde los diarios tandilenses a la mitificada aventura de desembarcar en Primera Plana en 1969; desde la consolidación en la redacción de Panorama a convertirse en periodista estrella de La Opinión y del suplemento cultural que dirigía Juan Gelman; luego, la gesta de Sin censura desde el exilio y las notas que va enviando desde allí a la revista Humor. A Andrés Cascioli, su director, le armó en 1984 el proyecto y el equipo de un semanario notable, El periodista, pero en una cena al poco de la salida se recontra putearon y Soriano renunció a la dirección. Tres años después fue protagonista central en la fundación de Página/12, un diario clave desde sus comienzos para el periodismo, los derechos humanos y la democracia: aquí escribió durante una década, hasta aquel 29 de enero fatal.

“Contar de sus pasiones era como plantar una bandera”, me dijo Antonio Dal Masetto, y son muy conocidas las que lo fueron caracterizando como personaje: los gatos, San Lorenzo, la noche, el box, Gardel, las computadoras desde que las tuvo a mano, los escritores que admiraba: Arlt, Borges, Bioy, Cortázar, Onetti, Simenon, Graham Greene, Hammett, Chandler. El Soriano entusiasta convivía, al menos, con el escéptico: desde su juventud lo decepcionaron todos los gobiernos, a excepción quizás de los días de Cámpora, y de los comienzos de Mitterrand en Francia. El entusiasta y el escéptico suelen encarnarse en la dupla de protagonistas de sus novelas: la de Cuarteles de invierno está compuesta por el gigantón boxeador veterano Tony Rocha, que se tiene fe ante un joven e invicto teniente del ejército, y el cantor de tangos Andrés Galván, que dará un recital para “la gente selecta” de Colonia Vela, imaginaria localidad bonaerense en la que situó un par de ficciones. Plena dictadura; Galván, el narrador del libro, decodifica los signos del régimen y el papel del abogado Exequiel Ávila Gallo, el anfitrión que los contrata para una fiesta local. La pata civil del gobierno militar. “Cuarteles es la novela de la que menos me hablan –decía Soriano en 1989, en el Buenos Aires Herald–. Creo que se debe a que es un enjuiciamiento implícito a toda la sociedad argentina de aquellos tiempos, cuando cerraban los ojos al genocidio. En el final, cuando Galván lleva a Rocha en la camilla hacia la estación, todas las ventanas están cerradas, no hay un solo gesto de solidaridad. El único es el loco del pueblo, que termina colgado de un árbol. Solo las Madres de Plaza de Mayo rompieron el cerco de silencio en torno al terrorismo de Estado. Pero mi novela no era un panfleto denunciando lo que pasaba sino que contaba un incidente menor ocurrido en un pueblito de provincia; quizás por eso es un buen libro”.

La foto de la portada de Soriano – Una historia, es de la época en que empieza a escribir Cuarteles: Bruselas, otoño de 1977, la casa de la calle Palmerston, frente al lago en el que ejercería el oficio de contador de patos. Einaudi fue la primera editorial en publicarlo: Quarteri d’inverno, apareció en febrero de 1981 en Italia. Enseguida Czytelnik puso a circular la edición en polaco. Bruguera lo publicó en España en marzo de 1982, y recién al año siguiente llegaba a los lectores argentinos.

Yo lo encontré en una librería de usados cuando tenía 22, en 1988, después de la colimba y mientras cursaba, con entusiasmo en declive, materias de tercer año de Arquitectura en la UBA. La novela me deslumbró y, de a poco, fui poniendo en diálogo el ideario del libro con las contratapas que este Soriano publicaba en Página. Conseguí otros libros suyos. Para 1991 empecé a estudiar periodismo, a ver si podía dedicarme a escribir.

Acá al lado, dentro de aquel viejo ejemplar de Cuarteles editado por Bruguera, los colores de San Lorenzo en la tapa, quedó como señalador un billete de un austral.

Es asombroso el camino que puede trazar un libro.

Un fragmento de la biografɨa Soriano – Una historia: El camino hacia Cuarteles de invierno, por Ángel Berlanga

Es en estas semanas de 1977 cuando Soriano intenta una novela con Gardel como protagonista. Era otra de sus supersticiones: ha dicho que da suerte, que conjura la mufa, que puede hacer algunos milagros, que su presencia reconforta. “Nunca he ocultado mi cariño por Gardel y mi adhesión a la leyenda”. En las cartas contaba si conseguía un disco, si lo perdía, si observaba intacta su vigencia en París, si era desconocido en Estrasburgo. Adoraba su talante y su generosidad, que se hubiera hecho de abajo “sin traicionar a nadie”, que se convirtiera en un ídolo mundial. Le contaba a Osvaldo Bayer: “El primer capítulo es de lo mejor que escribí; después no sé, porque no releí y sale algo que no esperaba, especie de monólogo sin diálogos ni acción, pero bastante fuerte. Lo peor es que no tiene continuidad, como si fueran cuentos separados sobre el mismo tema”. Un mes después le cuenta a Cossa que “Araca, París” está congelada: “La releí una vez y me pareció a medias entre una rabiosa y tierna historia y una cagada en varios tiempos”. Entre ambas cartas hay otra, fechada el 3 de abril, que alude al intento: “Estoy escribiendo otra novela, que pretende reflejar el exilio con humor y con rabia a través de aquel gran cantor de tangos que fue Carlos Gardel, a quien hago marchar por las calles de París en la miseria más absoluta, acompañado de un penoso guitarrista también exiliado”.

El destinatario era el periodista y escritor Giovanni Arpino, autor de veinticinco libros, amigo de Ítalo Calvino, que en 1974 había elogiado Triste, solitario y final en La Stampa: “Es una historia perfecta, con cada elemento necesario para un thriller: resacas y astucia, desencanto y ferocidad. Si alguna vez he envidiado un libro, es este (naturalmente, después de Cuore di cane, de Bulgakov)”. Zarandea la edición económica de Vallecchi, se queja de no haber leído una línea en la prensa sobre la novela, y cierra así: “Soriano, periodista deportivo y escritor carente de huellas hereditarias, tal vez no sea capaz de repetir. Pero sin duda, en la vena heroica, elegíaca o de denuncia sudamericana, representa el lado ariostesco [fantástico, maravilloso]: indispensable pimienta de la vida”.

Soriano le señala que supo recientemente del artículo, le agradece, le explica de su condición de exiliado por razones políticas, de su vida en Bélgica “sin demasiadas perspectivas”. También le dice que No habrá más penas ni olvido fue prohibida en la Argentina y que, a pedido de la editorial Bompiani, la envió a su sede en Milano: “Aunque no se dignaron siquiera a contestarme”. A vuelta de correo Arpino le pasa su teléfono y dirección en Torino y lo invita a enviar un cuento a Il Quaderno del Sale, una revista satírica que le pagará bien. Esta carta abre varios caminos; Soriano le confía que el contrato con Vallecchi está por vencerse y pregunta: “¿Usted cree que el libro tiene posibilidades aún como para interesar a otra editorial italiana?”. Arpino tiene un gesto magnífico: le habla de la novela al director de la Einaudi, Guido Davico Bonino, le recomienda su lectura y publicación, y le indica a Soriano que le escriba. Con algunos contratiempos, la cosa se encaminará. “Es mi padre espiritual y literario en Italia”, lo definirá al poco tiempo. En el crescendo del intercambio, Arpino le cuenta que trabaja en una novela “ambientada en el mundo del fútbol”: se trata de Azzurro tenebra, que protagoniza un reportero llamado Arp en su cobertura del seleccionado italiano en Alemania ’74. Es una conexión estimulante, porque el fútbol será tema en futuras ficciones de Soriano. Hacia fin de año se encontrarían en Lieja, para ver un partido entre Bélgica e Italia.

Encaró nomás, Soriano, un cuento para Il Quaderno del Sale. “Imaginé a un boxeador en decadencia y a un cantor de tangos que se encontraban en una estación de trenes y cuando llegué a las ocho páginas que me había pedido Arpino me di cuenta de que la historia era demasiado argentina y no hacía más que comenzar. Nunca iba a poder ganarme esos cien dólares que tanto necesitaba”. Así que le explica a Arpino: “El problema es que no tengo cuentos escritos; es un género al que siempre le tuve miedo y si una vez terminé uno el resultado fue penoso. No obstante, cualquier cosa que escriba se la haría llegar”.

Araca, París seguía empantanada y ya no la retomaría. Pero se entusiasmó con la historia de los dos tipos que llegan una noche a la estación de Colonia Vela, el pueblo de No habrá más penas, aunque unos años después, ya en dictadura. La voz que narra en primera persona es la de Galván, el cantor de tangos; de Gardel en París a Galván en Vela. El boxeador ronda los dos metros y los cien kilos, está en la última etapa de su carrera y se llama Rocha. Por esos días Soriano se había emocionado con Rocky, la primera de la saga de Sylvester Stallone. También tiene presente a Ricardo González, Gonzalito, un peso pluma al que vio pelear en 1961 en General Roca, cuando ya era un veterano con 110 combates en sus espaldas, algunos de ellos en el Luna Park y en el Olympic de Los Ángeles. Le escribe a Cossa: “Cuando era joven, hace como 15 años, iba desde Cipolletti a ver pelear a Gonzalito, que era un mago del estilo y hasta me firmó un autógrafo. Roca era una ciudad pavimentada y eso tenía para nosotros un cierto aire de desafío”. Está con el origen de Cuarteles de invierno, su novela favorita entre las que publicó.

En julio cargó su Lettera y se instaló unos días con Bayer en Essen: cada jornada escribía varias páginas y se las mostraba. Por la mañana el anfitrión trabajaba y él dormía, por las noches se invertían los roles. Sobreviene una temporada fructífera, de la que va dando cuenta entre septiembre del ’77 y enero del ’78 en sucesivas cartas a Marta Degracia y Tito Cossa.

“Ahora son las cuatro de la matina y termino de bajarme cuatro páginas de la novelita (ayer otras cinco y en total tengo 74, las cuento porque para un fiaca cada página es como la conquista del Polo). Bueno, resulta que lo que me está saliendo me gusta”.

“Mi boxeador está encamado con la hija del promotor y tiene una mano rota pero va a pelear igual contra el crédito local que pega como caballo. Creo que va a perder por nocaut, pero me gustaría poder describir la pelea como si fuera una película de suspenso, aunque no sé si me da la tela. Creo que no te va a disgustar, ni a vos Marta, porque pase lo que pase yo escribir aburrido no sé, porque ni bien algo se pone pesado el primero que se apoliya soy yo. Eso sí: alguien dirá que estoy cada vez más influenciado por Chandler y el policial. Es cierto”.

“Uso el viejo truco de Hemingway: abandonar cada día en medio de una escena que uno sabe bien cómo sigue para que al retomar el motor esté caliente y sea fácil sentarse a la máquina”.

“Llegué a la página 100 de la novela y me faltarán unas 20 o 30 con final dramático”.

“Primera carta que escribo en el ’78; acabo de meter un par de sinfonías de Beethoven en el estéreo de Catherine y aquí me tenés. No es que me haya vuelto terriblemente culto, pero hay un álbum del sordo Beethoven que me parece una maravilla como fondo para escribir. Acabo de terminar el original de la novela. Ayer, no anteayer. Y como siempre, uno empieza la relectura, las primeras correcciones y se agarra una depresión para quedar de catrera. Otra vez las dudas, oscilar entre ‘es una cagada’, ‘es mala pero la gilada no se va a avivar’, ‘es buena pero los giles me van a dar con todo’, ‘es genial pero el único que se aviva soy yo’”.

“Busco un título desesperadamente y no hay nada que hacer. Estoy pensando en La última pelea, pero me parece banal y descriptivo; Rochita hace acordar demasiado a Rocky, el boxeador del film; Serenata de otoño, demasiado romanticón; Tango de otoño no me dice mucho, Estos días, entre nosotros me gusta más pero no sé qué carajo quiere decir aparte de eso mismo; y por fin Cuarteles de invierno, que haría referencia a lo obvio y además a la decadencia y final de Rocha, el boxeador. Decime qué te parecen y si se te ocurre algo (el hijo de puta de Cortázar usó ya Último round, que me venía perfecto).  No la leyó nadie todavía, así que no puedo comunicarte opiniones. Cuando haya un original limpio, en dos o tres semanas, trataré de hacértelo llegar del modo que sea más conveniente para que me des tu opinión. Eso sí: creo que los diálogos son muy justos, muy explícitos y si algo estoy haciendo que alguien recuerde alguna vez serán los diálogos. En cambio las descripciones son en general bastante banales. Tengo más oreja que vista, qué le vamos a hacer”.

A mediados de los 90 Soriano advertía que sus personajes eran arrastrados por la historia del país. Y no hay necesidad de remontarnos al origen, miremos los años 70. Fulano daba un paso, después lo arrastraban unos cinco pasos más, y después ya estabas en medio del mar y había que nadar. El boxeador y el cantor de tangos son dos soledades que se encuentran, que vienen a una fiesta chiquita en un pueblo de provincia. Su plan es irse al día siguiente a Buenos Aires: no tienen en cuenta que hay una dictadura, son personajes grises, comunes, de los que podrían haber dicho que no sabían lo que pasaba. El problema es que una vez que están en el pueblo toman conciencia de que la fiesta la dan los milicos. Como uno de ellos, el tanguero, tiene algún rasgo de dignidad, dice que no al pedido de un milico de que le firme un autógrafo. El otro ni lo piensa, pero ese “no firmo” los arrastra a los dos a un infierno del que salen empujando una camilla por el medio de la calle para tomar el tren e irse hechos mierda. Obviamente, el que no firmó hizo bien, creo yo. Me acuerdo que ese dato era de la realidad. El personaje trata de evitar firmar de manera elegante, y el milico le contesta: “Rivero me firmó”. Eso es porque, cuando estaba escribiendo el libro había visto que Edmundo Rivero, a quien adoraba, había acompañado a Videla en un viaje: es decir, firmaba. De alguna manera, mi personaje estaba diciendo: “Yo ni siquiera soy Rivero, pero no firmo”. Ricardo Piglia evaluaba que Cuarteles es, tal vez, la mejor novela que se escribió en el exilio sobre la dictadura. “Porque no es un libro con una denuncia directa, ni cuyo contenido explícito está ligado a las atrocidades y a los horrores que conocemos. Es una metáfora concentrada en el enfrentamiento de ese boxeador que se ve obligado a luchar, en una pelea decisiva, con el hombre que había elegido el ejército. Hay mucha gente que narra bien la historia, pero son muy pocos los capaces de construir en una historia sencilla un sentido suplementario. A mi juicio, ése es el gran mérito de la obra de Soriano”.

*Extracto de “Exilio”, capítulo 9 de Soriano, una historia, ed. Sudamericana.

Fuente: Página 12

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