En 1958 yo tenía 13 años. Un día de ese año estaba, con un amigo, en una de las esquinas de las calles Matheu y Rondeau, del barrio de Parque Patricios de la ciudad de Buenos Aires. Con tiza, escribí en la pared un adjetivo y un adverbio. En ese momento pasaron por el lugar dos hombres desconocidos y uno de ellos, rezongando críticamente aunque no recuerdo lo que dijo, me pegó una cachetada (no muy fuerte, pero cachetada al fin, encima a un adolescente). Con asombro y seguramente también con miedo, no supe qué hacer, ni decir.
Yo vivía con mi familia a unos 30 metros de esa esquina, en la casa donde había nacido en Matheu 2133 (en una época en que eran frecuentes los alumbramientos domiciliarios), en una especie de conventillo, modesto pero no deteriorado. Ahí morábamos 10 personas: padre, madre, hermano mayor, tía materna, prima, primo, primo político, prima segunda y primo segundo, más dos perros, gato, canario y una veintena de gallinas.
¿Y por qué me habría de cachetear en esa esquina el hombre desconocido?
En ese entonces, yo cursaba el primer año de la secundaria en la Escuela Nacional de Comercio Nº 1 “Joaquín V. González” del barrio de Barracas (Australia y avenida Montes de Oca), la cual continúa funcionando en la actualidad. Previamente, había cursado mis estudios primarios en la escuela pública “Miguel de Azcuénaga” (Pichincha entre Cátulo Castillo y Brasil) y en el “Instituto Félix Fernando Bernasconi” (Cátulo Castillo entre Catamarca y Esteban De Luca).
Desde el 1º de mayo de 1958, el presidente constitucional era Arturo Frondizi, del partido UCRI (Unión Cívica Radical Intransigente). En esa época se instaló una intensa polémica en la sociedad en la que se planteaba una irreductible opción entre la educación “laica o libre”.
¿Y qué había escrito aquel chico de 13 años, que era yo, con tiza en la pared de la esquina, lo cual generó la violenta respuesta de aquel adulto que me cacheteó sin más? Un transeúnte que ni siquiera era el propietario de esa casa. Yo había escrito: LAICA SÍ. Seguramente ese hombre reaccionó indebidamente de esa manera, ante mi afirmación a favor de la educación “laica” y como expresión de su propia adhesión a la educación “libre”, o tal vez en nombre de la “libertad” o bien respondiendo a su autodefinición como “libertario” primitivo.
En rigor, el eslogan de “laica o libre” devino de una construcción tendenciosa y falsa, impuesta por los sectores fuertemente antiperonistas, especialmente los pertenecientes a la Iglesia Católica. La verdadera confrontación que se daba entonces era, en realidad, entre educación “pública o privada”en general, encarnada principalmente por la iglesia.
Por cierto, no se proponía –desde la “opción laica”– impedir la libertad de enseñanza que ya estaba garantizada por la propia Constitución Nacional. La propuesta de la “opción libre” reivindicaba la posibilidad de otorgar títulos habilitantes por las universidades privadas.
Ya en diciembre de 1955, el demócrata cristiano Atilio Dell’Oro Maini, ministro de Educación de la dictadura militar, autodenominada “Revolución Libertadora” (que derrocó al presidente constitucional Juan Domingo Perón) había impulsado la emisión de un decreto-ley que permitía la creación de universidades privadas, aunque no el otorgamiento de los títulos habilitantes.
Confirmar la creación de universidades privadas y además la alternativa de expedir títulos habilitantes, que es en definitiva lo que se aprobó finalmente por ley, habilitó la irradiación de las universidades confesionales. Entre 1956 y 1958 se crearon varias universidades privadas confesionales, entre ellas las católicas de Córdoba, de Santa Fe, de Buenos Aires, del Salvador.
Las escuelas públicas registraban un importante reconocimiento social por su buena calidad, que no era idéntico al de las escuelas privadas. De hecho, era usual que los alumnos de las escuelas secundarias públicas que repetían el año escolar se inscribieran en escuelas privadas con niveles de exigencia menores, lo que les permitía pasar de año sin mayores inconvenientes.
Paulatinamente se fue invirtiendo esta percepción, a pesar de que son las escuelas y las universidades públicas las que garantizan el derecho a la educación, posibilitando el acceso gratuito de los estudiantes, independientemente de la capacidad económica de su familia.
¿Qué puede llevar a suponer que las universidades privadas, confesionales o no, además de requerir aranceles a sus alumnos, garantizan por su mera condición de tal un buen nivel académico?
Están quienes desvalorizan a la educación pública, tal el caso del “destacado” profesional e intelectual Mauricio Macri (alumno de escuelas y universidad privadas), quien despreciativamente se refirió a la suerte de “aquel que puede ir a una privada y aquel que tiene que caer en la escuela pública”.
Las instituciones académicas privadas –en su enorme mayoría– representan los intereses particulares de grupos religiosos, de grupos ideológico-políticos o directamente de grupos empresariales.
Por el contrario, la educación pública está orientada por el interés de la sociedad en su conjunto, de donde deriva su carácter universalista y, por ende, esencialmente democrático. El necesario sustento económico estatal a la educación se justifica por la obligación que le cabe al Estado de responder a los intereses de la Nación y de la comunidad que la conforma. Y de garantizar el derechos de todos a recibir educación y a formarse profesionalmente.
Las empresas educativas, como cualquier empresa, compiten en el mercado; mientras que la escuela pública, en sus distintos niveles, es una institución cuyo fin es contribuir al desarrollo social y moral de la sociedad.
Al mismo tiempo, las condiciones de acceso a la educación, comunes para todos (cualquiera sea la capacidad económica de cada uno), tiende a favorecer la igualdad, no sólo en el ingreso, sino también en la convivencia cotidiana.
Toda propuesta que reduzca a la sociedad y a la política a la mera competencia en el mercado, representa una expresión reduccionista y empobrecida, aun de los principios más básicos de la democracia moderna y tiende a afectar la calidad de la participación social y política.
A 65 años de aquel lamentable y violento episodio de 1958, ¿qué habrá sido de la vida de aquel golpeador de adolescentes que evidentemente estaba en contra de la “laica”? ¿Se habrá sentido “libre” de pegarle a quien fuera, en este caso –además– cobardemente? Si hubiera portado libremente un arma (como propone en la actualidad la execrable Patricia Bullrich) ¿le habría disparado sin más a aquel jovencito de 13 años, a plena luz del día, en una esquina de Parque Patricios?
Fuente: Página 12