Escribo porque tengo ríos de tinta atascado en mis venas. Se frenan al interceptarse las venas del norte con las del sur. Se confunden los sentimientos, prevalecen los rencores, asaltan los miedos. Se pierden los proyectos y ya cuando el nudo se siente en la garganta, se convierte en agua por los ojos.
Entonces, puedo llorar litros y litros y vaciarme frente a la página en blanco y el lápiz bailoteando entre mis dedos. Todas las letras desfilan fugaz por mi mente, nacen desde lo visceral y terminan en un mar de nada…
Escribo una vez que pasa la tormenta líquida. Corrijo mi postura corporal, alineo la hoja, aprieto el lápiz como si pudiera escapar de mis garras y escribo sin censura. Porque soy juez y villana, porque puedo desandar senderos de luz y sombra sin que un dedo acusador me señale. Escribo sin puntos ni comas, es como una carrera contra los renglones vacíos donde juego a ganar y llenarlos de grafitos sin sentido. La hoja se va tensando de algunas tachaduras para no perder tiempo borrando, por si se escapa la idea.
En la última estocada de palabras al dar vuelta la página, todo mi ser sabe que terminara como un bollo en el cesto de papel, destino final, la basura.
Algunas veces hasta tomo la precaución de mojar o picar la hoja escrita. Hay verdades que habitaran la eterna oscuridad como el mismo infierno.
A veces confieso, que escribir es como una maldición que, a la vez me libera de eso a punto de ebullición en mis entrañas. El acto de escribir es para mí como tomar impulso, respirar aire nuevo y sentir su trayecto a través de los alvéolos para culminar con el lápiz sin puntas, dando paso a una falsa paz.
Por eso escribo, para aliviar la mochila, para ser mejor persona, para no enloquecer de silencios oxidados, para darle sentido a mis días.