Cuando tenemos siete u ocho años es común que nos regalen un diario íntimo. Esto con la distancia es un incentivo para que escribamos. Personalmente solamente lo veía como algo que era parte de la ficción, y la verdad no me atraía mucho, pero al tiempo empecé a usarlo.
En los primeros años fue una forma de catarsis para mí, y también práctica (aunque no me daba cuenta). En la adolescencia fue totalmente catarsis, aunque personalmente empezaba a practicar las bases de una poética. También veía en películas y series que era muy habitual que alguien espiara esa escritura, así que yo tenía que escribir, haciendo la catarsis, pero sin dar detalles.
Con el paso del tiempo y las responsabilidades esa práctica se abandona, pero no siempre, y algunos la seguimos de otras formas, aunque el secreto ahora era doble. Era una escritura íntima, pero también lo era el estar escribiendo.
Ya estudiando en la facultad, con trabajo y estudio, la escritura se transformó en otra cosa, pero de todas formas esa idea de escritura íntima se sostiene (la sostuve). Aunque ya no era catarsis. Ya no se trata de eso, sino de otra clase de práctica. Llega un momento en que hay que escribir como si volviéramos, no a aprender la escritura, sino la comunicación misma. A veces se trata de volver a buscar las palabras como cuando aprendíamos a hablar, y buscábamos desesperadamente los términos para dejar en claro “esto me duele”.
Escribo para dejar una huella en ese magma verbal que incendia a los incautos para transformarlos por completo cada vez que se acercan,
Al fin y al cabo, no escribo con las palabras del bolsillo, sino para encontrar esas que se escaparon alguna vez. No escribo para que me vean, sino para encontrar el camino de regreso cada vez que me extravío.