No sueltes mi mano. Por Gabriel Palleres

No sueltes mi mano. Por Gabriel Palleres

Cumplí treinta y tres años y tenía un tumor cerebral. Todo lo que estaba en mi mente se iba a desvanecer.  Miraba las agujas correr y pensaba en vos Ámbar: pronto un apagón caerá sobre nuestros recuerdos y convertirá a nuestra historia en un silencio eterno.

Apretaba tus manos mientras me llevaban al quirófano, me concentraba en capturar el momento. Te acercaste y me susurraste al oído: “Cuando despiertes voy a estar acá, apretando tus manos, planeando nuestro futuro; quiero ser la primera persona que veas cuando despiertes”

Me empezaron a aplicar la anestesia y, poco a poco, mi visión se fue pareciendo a la de un vidrio mojado por la lluvia; luego más y más, hasta que las figuras se desintegraron completamente.

Recordaba pequeñas escenas, era como si un reflector se posara en momentos de mi vida. Así, la luz empezó a encandilar un muelle y vos Ámbar me esperabas, como siempre. Corrí hacia vos y pensé: “Yo también te esperaría océanos de tiempo, también te recordaría hundirte entre la luz, también me obsesionaría con tu figura onírica que huele a madera y sal” Llegué y me volqué hacia tu figura; esta, se desintegró en mis manos y, al instante, un apagón fue borrando el muelle. Entonces, solo, fui asumiendo la oscuridad, mientras te recordaba como una indefinida oscilación con olor a madera y sal.

La luz se volvió a encender, estábamos en la cama desnudos. Me miraste con melancolía y dijiste: “¿Algún día esto se va a terminar? ¿Nos vamos a cruzar en la calle y ser dos completos extraños? Luego miraste con sutileza un imperceptible hilo rojo que nos unía, que unía a todas las parejas en ese grado de intimidad.  Me acerqué hasta que tus ojos se convirtieron en dos esferas totalitarias. Intenté una y otra vez decírtelo, pero desapareciste en medio de un apagón y volví a quedar solo, mientras flotaba lleno silencios y palabras jamás dichas.

La luz incandescente nos encontró en medio de una despedida, quizás definitiva. Te subiste al tren y observé como te alejabas de mi vida. Me quedé en la estación un tiempo más y presencié la constante rotación de los trenes: bajaban parejas y se despedían; amigos corrían hacia la aventura y otros terminaban la aventura; algunos iban a trabajar y otros volvían. Seguí parado mientras la vitalidad de la vida pasaba por mis ojos. Recordé lo que te dije una vez: “Si algún día nos alejamos y pienso en vos, te lo voy a hacer saber… voy a estar presente en algo que nos haya unido…” Entonces agarré el celular y te escribí la frase de nuestra película favorita: “Te extrañaría, aunque nunca te hubiera conocido”

Esperé y los puntos del celular comenzaron a vibrar, en señal que estabas escribiendo una respuesta. Luego se apagó el teléfono y los trenes, la gente, se resumió a un horizonte sombrío.

La luz nos volvió a enfocar y era ahí, donde te conocí. Te miraba en silencio y pensaba: “Si no me acerco, si no te hablo, me voy a arrepentir toda la vida…” Entonces avancé y hablamos generalidades. Luego la risa, la fluidez, tus ojos de encanto.

Nos fuimos de la fiesta y el amanecer se empezó a poner mientras caminábamos por el muelle, ese muelle donde siempre me esperabas. Escuchaba la musicalidad de tus palabras y te imaginaba abrazada a mi pecho, imaginaba las agujas del reloj clavadas, un puente indestructible entre tu mano y la mía. Luego el apagón y nuestra historia devastada.

Entonces, en silencio y oscuridad, pasaron días, semanas o quizás años; hasta que, volvió a aparecer el vidrio mojado y sus imágenes difusas. El metafórico cristal se empezó a acercar, se pobló de realidad inmediata. Volví a habitar mi cuerpo y el horizonte se hizo claro: estabas tomando mi mano, balbuceabas amor eterno, me aferrabas a la vida.

Al poco tiempo me fui del hospital y mi vida, paulatinamente, recuperó su normalidad. Nuestra historia de amor transitó el feroz camino de lo cotidiano: un día se fue la risa, la complicidad mutó en indiferencia, luego dejamos de hablar y concluimos siendo dos completos desconocidos que habitaban una casa.

Escribí estas palabras cuando las imágenes y recuerdos ya comenzaron a borrarse, por el devenir de los años. Entonces me esforcé en recordarte y, al instante, una cadena de palabras brotó de mis entrañas: fuiste mi punto en el universo Ámbar, el calor de tu mano me aferró a este mundo.          

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