(…) nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar.
David Foster Wallace
La narrativa argentina actual se caracteriza por constituir el lugar de encuentro para la confirmación de ciertas convenciones comunes al lector y al escritor, la oportunidad repetida de regodearse en el sentimiento de pertenencia a una cultura definitivamente alejada de los riesgos. Una cultura, ligada íntimamente al mercado, que se apoya en una repetición de fórmulas eficaces pero alejadas de toda búsqueda, vitalidad y originalidad del pensamiento. En este sentido se puede trazar un paralelo con la producción rockera local más reciente, de modo que bien podría hablarse de una rockchabonización de la producción narrativa. Así, la novela se ha erguido como el producto en el cual dos complicidades, la del narrador y la del receptor, celebran formar parte de un ejercicio ya agotado, seguro y antiguo. La época actual se caracteriza por la circulación de textos escritos por profesionales con tema y estilo, libros mercancía que cumplen con todos los requisitos de la seguridad en los modos narrativos y son debidamente celebrados en los suplementos dominicales de los principales diarios. Ante este panorama, es hartamente probable que Néstor Sánchez confirmara las palabras por él mismo escritas: pensar una novela donde sucedan cosas interesantes, donde ambulen personajes y que a su vez digan cosas interesantes. Trabajar casi todos los días con ese material y su sintaxis, terminar un libro. Conocí gente que hace eso, gente pública, me asomé a sus vidas, los escuché hablar, tuve terror.
Néstor Sánchez (Buenos Aires y más específicamente Villa Pueyrredón, 1935 – 2003) publicó cuatro novelas: “Nosotros dos” (1966), “Siberia blues” (1967), “El amhor, los Orsinis y la muerte” (1969) y “Cómico de la lengua” (1973) y un libro de relatos, “La condición efímera” (1988). Su obra es una búsqueda inacabada e incesante, un intento extremo para alejarse de la noción de novela como mero narrar de acontecimientos, la enumeración de una serie de anécdotas que les acontecen a unos determinados personajes más o menos interesantes que reproducen hechos que les suceden a las personas reales en la vida cotidiana. Es, su obra, una experiencia vital en la cual la novela ya carece de toda linealidad, trama clara o contexto espacio temporal preciso. Con otras características narrativas, Sánchez tomó el legado de Macedonio Fernández: la novela es un artificio y como tal debe ser presentada. Su obra es un continuo flujo en pos de cumplir el lema de no escribir nada que pueda contarse por teléfono. Yo digo que el ritmo de lo que ocurre es la mejor frase que encontré para decir lo que es mi trabajo narrativo. Porque el ritmo va produciendo la sucesión de imágenes. La historia interesa y no interesa, el lenguaje interesa más que la historia. Es en esta navegación en el fraseo y en la capacidad rítmica de las palabras, en la indagación en las posibilidades infinitas de asociación y deformación del lenguaje, en la construcción de una escritura poemática, que la obra de Sánchez se vincula con la música de jazz, específicamente con la ética – estética del jazz de improvisación. Estos músicos intentaron escapar, utilizando sus instrumentos, de los muros de los moldes de facilidad. El escritor, con su instrumento – la novela, la narrativa, en este caso – debería escapar, según la visión de Sánchez, de la cárcel del sentido, de las formas heredadas para desmantelarlas como género. Debe sumergirse, frente a la página en blanco, sin plan previo, hurgando en el ritmo de las palabras que deben ser nombradas con el asombro de una primera vez. En este sentido, los músicos del free jazz, son para el autor de “Siberia Blues” el ejemplo a seguir: los músicos de jazz primero tomaban un tema conocido y a su conjuro improvisaban, es decir, corrían la aventura para, después, retomar el tema; poco tiempo más tarde mantuvieron el tema pero ya sólo como punto de partida, riéndose de él y de la posibilidad de decidir no retomarlo. Ahora, en los días que corren, hacen algo que se llama Free Jazz y desespera a los críticos de avanzada que, por supuesto, nunca podrán experimentar algo semejante: es decir, que parten del único hecho de que están allí, tocando, con todos los temas y ninguno al mismo tiempo. Es en este sentido que la producción narrativa actual se asemeja al sector más anquilosado del rock: el cantante trepa al escenario, saluda a su público que eufórico se dispone a compartir los beneficios de pertenencia a una ceremonia de repetición en serie. Nada original podrá surgir de allí.
En esta búsqueda imprecisa atravesada por la escritura poemática, Sánchez incurrió, como todo artista que se planta en una determinada posición, que en él puede calificarse como de desacato ante las formas heredadas y establecidas, en ciertas contradicciones. Como ya se ha dicho, utilizando su instrumento – la novela, la narrativa – intentó rajar la tela, romper el molde. A pesar de su lema de no contar una historia o historias porque en última instancias ya están contadas, incurrió en la inevitable narración de hechos – mínimos, desde ya – y en la construcción de ciertos personajes, mas en su escritura se trasluce el bello y extremo intento por generar otros sentidos a partir del acto de escribir, pues el escritor no tiene que contar algo que sabe de antemano, sino que va a la página a consultar una memoria que está fuera del tiempo. La escritura, en Sánchez, es el proceso de búsqueda de una clave de conocimiento que debería producir un estado de gracia, como puede generarlo el jazz de improvisación. Tiene que tener un detonante y es un constante estado de pregunta.
En la obra de Sánchez – acérrimo detractor del autodenominado boom latinoamericano, esa literatura con programa y mercado previo- confluyen el objetivismo francés – es la limitación de los poderes personales del autor para contar una historia- el surrealismo, Joyce y los autores de la generación beat, fundamentalmente Kerouac, pero también el tango, el turf y el clima de los sectores lumpenes de Buenos Aires. En su búsqueda desacatada en la cual la escritura resulta ser un acto sin garantías posibles de tranquilidad, no admitió lo por él denominado puerilidad del compromiso, privilegiando una ética de autonomía de la literatura. Las ideas de tinte político deben tener cabida en el ensayo, en los volantes de propaganda, en los panfletos y también, claro, en la acción, pero jamás deben invadir la tarea poética o narrativa. Tampoco admitió para sí mismo la idea del escriba dios, porque se trataría de una mentira desconsoladora – mentira “haber estado” cuando se produjo ese diálogo entre los personajes, mentira que esté escribiendo un ferroviario – propia de los escritores con “tema”: es imposible escribir una novela con personajes que no tengan que ver con uno, como un militar, qué sé yo cómo es un militar, para eso hay que ser “novelista”, sentenciaba peyorativamente Néstor Sánchez.
A fines de la década de 1960, luego de la escritura de “Siberia Blues”, Sánchez abandonó Buenos Aires – sentí que se había terminado un proceso de vida – y, más allá de un breve regreso por motivos personales, se ausentó durante dieciocho años. Perú, Chile, una beca para escritores en la Universidad de Iowa que abandonó, España, París. Su huída, no tan sólo geográfica, fue de tal magnitud que algunos amigos, en Buenos Aires, le rindieron un homenaje pues consideraban que había muerto. Pero Sánchez estaba en la búsqueda de otras fronteras vivenciales: se topó con lo que él consideraba un viaje iniciático, las enseñanzas de Gurdjieff. Estaba convencido de que se podía vivir 300 años. Hoy supongo que da lo mismo. Gurdjieff fue una experiencia decisiva en mi vida. Siempre estaba la muerte como leitmotiv, me parecía mentira que la gente no se diera cuenta de que se iba a morir, eso me pasó siempre, entonces en todos mis libros hay una advertencia: la vigencia de la muerte. Es aquí donde se genera, tal vez, la contradicción entre aquel escritor que renegaba del compromiso político en el marco de la literatura y el hombre que se dejó ganar por la búsqueda de un absoluto, afectando de ese modo, en mayor o menor grado, su proceso de escritura: Por ahora ningún propósito concreto, salvo que escribiré en permanencia, por primera vez, con la mano izquierda. Esa búsqueda desesperada por abolir la muerte también, de algún modo, lo liga con Macedonio Fernández. Pero Sánchez lo llevó a sus prácticas: estaba convencido, no sólo de poder lograr extender el ciclo de la vida sino también de la posibilidad de una tercera dentición.
En 1986, Sánchez regresó definitivamente a Buenos Aires y en 1988 editó el libro de cuentos “La condición efímera”, basado en un material de escritura previo. La obra pasó inadvertida tanto para el público en general como para la mayoría de la crítica y sólo fue leída fervorosamente por el pequeño círculo de sus seguidores. Y, a partir de ese momento, decidió dejar de escribir. Sabiéndose imposibilitado para inventar una historia sin sustento en la experiencia personal, ausente esa materia de vida que había transformado en lenguaje, se llamó a silencio. Se había acabado la épica. Yo decidí terminar con todo. Siento que se terminó la épica y dejé de escribir. En realidad, cuando yo escribía, mi vida tenía otra riqueza que fue perdiendo.
Lentamente, los libros de Sánchez fueron republicados por la Editorial Paradiso. Continúa siendo un autor secreto y su obra, quizás, se torna aún más desacatada en el contexto de la narrativa argentina actual, tan apegada a la escritura, de menor o mayor pericia, de historias con tema, desarrollo y construcción de personajes, una literatura “comprometida con la realidad”, rockchabonizada. En el año 2001, en una entrevista realizada por Lautaro Ortiz, Néstor Sánchez confesaba: Es que a mí me interesó siempre la novela que se vincula con la poesía. Lo demás no me interesa; digo, la novela como historia no me interesa. Hoy por hoy, sólo se escribe y se lee ese tipo de literatura. Hoy por hoy esta tendencia se ha exasperado.
La voz interior es la única brújula, hasta perderse.
Jorge Hardmeier