Membresía. Por Horacio Convertini

Membresía. Por Horacio Convertini

EL CUENTO POR SU AUTOR

Lo que voy a contar ocurrió hace quince años. Cierto día recibí en mi trabajo una encomienda desde Suiza que nunca había pedido. Era un reloj blanco, sin números en el cuadrante, muy sofisticado en su diseño y escasamente práctico. Lo enviaba una marca de relojes y el paquete incluía una credencial que certificaba mi ingreso a su club de usuarios. Yo no recordaba haber comprado ningún reloj ni haber solicitado el ingreso a ningún club, por lo que imaginé que se trataba de una estafa o de una estúpida campaña de marketing (en caso de que fueran cosas distintas). Estuve con el corazón en la boca hasta que llegó la liquidación de la tarjeta de crédito y vi que no se me había imputado ningún cargo por eso. Regalé el reloj y me olvidé del tema hasta que varios meses después recibí una nueva encomienda. También desde Suiza y de la misma empresa: era otro reloj, esta vez con la imagen de una bailaora flamenca algo descentrada, fuera de foco. Que alguien en el corazón de Europa estuviera empeñado en regalarme relojes caros y espantosos me resultaba absurdo y, sobre todo, intranquilizador. Averigüé entre mis compañeros si a alguno le había pasado lo mismo. Investigué mis cuentas con lupa. Tenía que descubrir la trampa o la equivocación, pero no hallaba evidencia ni de una cosa ni de la otra. El último acto de esta comedia fue una carta. Me anoticiaba que la credencial estaba por caducar y me exhortaba a renovarla. Recordé la transitada frase de Groucho Marx (“No aceptaría pertenecer a un club que tuviera como miembro a alguien como yo”) y la rompí. Finalmente, ¿qué puede hacer un escritor con una anécdota trivial más que un cuento? Aquí está, entonces, “Membresía”.

Membresía

Cuando recibió por correo la notificación de la membresía, Joaquín se puso contento, más que nada porque venía acompañada de un paquete envuelto en papel dorado y con un enorme moño azul. No sabía a cuento de qué le habían otorgado el honor ni cuál era la organización o club que lo había nombrado adherente, pero para un hombre solitario como él, que sólo salía a la calle para hacer las compras indispensables y para cobrar la pensión con la que subsistía, sentirse reconocido por el mundo exterior le pareció un gran acontecimiento. Desgarró con ansiedad el envoltorio, abrió la caja y se topó con un reloj enteramente blanco, de un material extraño que resultaba flexible como el plástico pero frío como el metal. Lo más curioso, sin embargo, era que el cuadrante no tenía números y que las agujas, muy delgadas, casi invisibles, giraban de derecha a izquierda.

Superada la sorpresa inicial, Joaquín intentó comprender el sentido de la carta, pero estaba escrita con una prosa tan confusa que se le tornó imposible. La guardó en un baúl –allí conservaba desde el revólver oxidado de su padre hasta los viejos boletines escolares– y le regaló el insólito reloj a Estela, la prostituta que iba a visitarlo el primer viernes de cada mes.

Joaquín volvió pronto a la confortable rutina que seguía desde su retiro del Ministerio. Levantarse temprano, mantener el orden en la casa (aunque vivía solo, siempre había algo que limpiar o poner en su lugar), cuidar las plantas de la azotea, tomar las pastillas para los nervios sin saltearse ninguna.

Ya ni se acordaba de la membresía cuando recibió la segunda carta con el segundo paquete. Aparentemente –no podía asegurarlo porque la redacción del mensaje era un nudo de palabras–, lo acababan de ascender en el escalafón interno: de miembro adherente a miembro activo. El regalo, envuelto también con pomposidad, consistía en una estilográfica del mismo material que el reloj. La ilusión por el obsequio se le diluyó apenas intentó escribir: la tinta se esfumaba al terminar el trazo. Supuso que era un problema del cartucho, ya vencido o de mala calidad, pero no encontró la manera de reemplazarlo; la lapicera estaba hecha de una sola pieza. La conservó un tiempo como una curiosidad, pero finalmente también se la dio a Estela.

Los correos se hicieron frecuentes aunque sin una periodicidad definida. No siempre incluían un regalo. De hecho, no existía lógica alguna entre la importancia de lo comunicado y el envío de un presente. La vez que le anunciaron que lo habían nombrado miembro plenipotenciario, categoría que se le antojó altísima, la carta llegó sola. Lo mismo ocurrió con el saludo navideño. Pero cuando le avisaron que algo había ocurrido en la delegación de los países africanos (el típico caos narrativo le impidió saber qué), recibió una botella gigante de champagne que contenía, en realidad, un líquido aguachento con gusto a naranja. Lo bebió durante la cena. No estaba mal.

Se acostumbró a la situación porque no interfería en modo alguno en sus hábitos. Después del incidente que había puesto fin a su carrera de empleado público (una fuerte pelea con su jefe porque éste, precisamente, le cambiaba a diario las tareas para molestarlo), Joaquín había empezado una nueva vida sin depender de nadie y, sobre todo, previsible. Ya llevaba siete años alejado de los sobresaltos, feliz, seguro. Excepción hecha de Estela, no establecía relaciones con las demás personas; detestaba que husmearan en sus cosas, que lo invadieran. La sola idea de que ello pudiera ocurrir lo ponía de pésimo humor. Una vez, por ejemplo, un vecino le había preguntado por qué, siendo aún joven y en apariencia sano, le habían otorgado una pensión. Y la respuesta de Joaquín fue un esforzado silencio que reprimió el impulso de insultarlo y tomarlo del cuello hasta obligarlo a pedir perdón, como había hecho con su jefe aquella tarde, la última en el Ministerio.

Las cartas confusas y los regalos inútiles ya se habían incorporado a su restringido universo de intereses cuando recibió un sobre rojo. En su interior, una tarjeta de cartón rústico y un mensaje mecanografiado.

Atención, la membresía está por caducar. Debe renovarla.

No decía nada más. No aclaraba de qué manera hacerlo ni dónde ni qué plazo tenía para efectuar el trámite, en el supuesto caso de que supiera o quisiera hacerlo. Le llamó la atención el tono perentorio, la sombra de apremio (de peligro) que se ocultaba detrás de la redacción escueta y ahora sí clara. Le molestó, sobre todo, el uso del verbo deber.

El viernes siguiente se lo comentó a Estela y ella le dijo que no tenía de qué preocuparse. Como él nunca había solicitado la membresía, como tampoco había hecho uso de sus ventajas (las que, por otra parte, ignoraba), podía dejarla vencer tranquilamente sin que esto le reportara perjuicio alguno. El argumento de la prostituta le pareció tan sólido que descansó en él y se olvidó del tema hasta el siguiente sobre rojo con su tarjeta de cartón, que le llegó cuarenta y ocho horas más tarde.

Reiteramos. Su membresía está por expirar. Le queda poco tiempo. Apúrese.

Esa vez le incomodó el verbo expirar, que aludía a un desenlace irreparable, y la apelación a que se diera prisa, lo que podía tomarse como una amenaza. Sintió una puntada en la boca del estómago que recién se le fue en cuanto tomó una dosis extra de pastillas y racionalizó la situación. El enunciado de los últimos mensajes era intimidante, cierto, pero no de una manera abierta, rotunda. Además, si ellos (quienes fueran) jamás se habían caracterizado por un empleo sensato y prolijo del lenguaje, ¿por qué alarmarse ahora y tomar al pie de la letra lo que decían?

Esa noche durmió poco. Se despertó a las cuatro de la madrugada producto de un sueño pavoroso del que sólo pudo recordar el final: un susurro de papel deslizándose por el suelo. El sonido había sido tan vívido que se levantó para verificar si a esa hora improbable le habían tirado correspondencia. Cuando vio el sobre rojo en el piso del zaguán sintió un escalofrío. Abrió la puerta de calle así como estaba y sus ojos chocaron contra una bruma pegajosa. El silencio lo convenció de que no había nadie cerca. Cerró con llave y pasador, fue hasta la cocina, se sentó a la mesa y abrió la carta con esmero deliberado para serenarse. Sacó la tarjeta haciendo pinzas con dos dedos, como si tuviera veneno, y la leyó con idéntica aprehensión.

Es hoy o nunca. No haga estupideces: ni un loco resignaría su membresía.

Desesperado, se vistió a las apuradas y salió a buscar a Estela, la única persona que podía consolarlo con su sentido común forjado en el oficio más duro del mundo. Sólo una vez la había visto fuera de su propia casa, la primera, y había sido en el prostíbulo de un barrio cercano. Le costó, por lo temprano de la hora, conseguir un taxi que lo llevara y luego, por su falta de memoria, hallar el lugar. No se acordaba de la dirección con exactitud: apenas la referencia a una esquina mal iluminada con una pizzería enfrente.

El chofer le tuvo paciencia, hizo dos o tres preguntas certeras a vendedores de diarios, y dio al fin con el prostíbulo cuando ya estaba cerrando. El encargado le dijo a Joaquín que allí no trabajaba ninguna Estela y que no recordaba a nadie con ese nombre en los años que llevaba en la función, unos siete más o menos.

Con la moral en baja y poco dinero para malgastar, Joaquín decidió volver caminando. El viento suave del sur que disolvía la niebla de la madrugada lo ayudó a pensar mejor. ¿Y si había ido demasiado lejos? No existía nada concreto en las cartas de lo que asustarse. Alguna vez en el Ministerio había leído sobre las técnicas de marketing que estimulan la ansiedad del comprador: llame ya, últimos días, oferta limitada. La idea, en fin, de que uno desperdicia la gran oportunidad de su vida si desoye el mandato urgente de la publicidad. De eso se trataba, claro: una estrategia agresiva para retenerlo como miembro y punto. La inquietud, entonces, le fue dejando paso al sentido del ridículo y cuando llegó a su casa, después de andar unas treinta cuadras, apenas podía creer las idioteces que se le habían cruzado por la mente.

Recompuesto, desayunó con alegre voracidad, se duchó, se puso ropa limpia y decidió salir a pasear. Acababa de descubrir, mientras se bañaba, la respuesta más lógica a su ataque de paranoia: la rutina ermitaña, esa compulsión por vivir encerrado al margen de los otros. Caminar treinta cuadras le había hecho bien; caminar sesenta le haría mejor. Y hablar, y compartir experiencias con la gente, y no regresar hasta sentirse exhausto. Aprendería a controlar su temperamento ante las actitudes imprevistas de los demás callándose a tiempo, como había hecho con el vecino indiscreto. Hasta quizá pudiera reducir la dosis de pastillas, por qué no. Esperanzado, pensaba en eso cuando descubrió un nuevo sobre rojo debajo de la puerta de calle.

Ingrato, con todo lo que le hemos dado. Dos horas le quedan.

La descalificación abierta, el reproche por los regalos; elementos concretos, ninguna trampa de su mente solitaria. Llamó de inmediato a la Policía e intentó, con bastante apuro y algo de torpeza, convencer al oficial de turno de que estaba siendo víctima de una extorsión. El agente le contestó que las denuncias sólo se tomaban en la comisaría y que debía presentarse con las pruebas del caso. Joaquín sintió que lo subestimaba, que la respuesta –por lo burocrática– sólo pretendía desalentarlo, y cortó la comunicación con furia, estrellando el auricular contra su base.

De todos modos, tras calmarse con ejercicios de respiración que alguna vez le había enseñado una terapeuta, juntó todas las cartas, desde la primera hasta la última, las ordenó por fecha, las colocó dentro de una carpeta azul y encaró hacia la puerta con el convencimiento de que el problema se solucionaría con una protesta formal ante los poderes del Estado. Lo detuvo un sobre rojo en el piso del zaguán. Corrió a levantarlo, lo abrió y ahí mismo leyó el mensaje que contenía.

¿Tiene idea de lo que le ocurre a un miembro plenipotenciario que nos abandona?

Estrujó la tarjeta y le dio un golpe de puño a la pared. El dolor de los huesos lastimados sólo lo distrajo por un momento de la difusa sensación de pánico que lo envolvía.

¿Qué harían con él?

¿Qué debería hacer él para evitarlo?

Sintió que algo le tocaba la punta de los zapatos. Otro sobre. Abrió bruscamente la puerta con la intención de sorprender al emisario e interrogarlo, si era necesario con violencia, pero nada: sólo chicos camino al colegio, vecinas barriendo la vereda, oficinistas somnolientos que hacían cola en la parada del colectivo.

¿Y si el emisario era alguno de ellos?

¿Si lo eran todos?

Gritó un insulto al aire y volvió a encerrarse con llave y pasador. Se agachó para agarrar la nueva carta y la desgarró con tirones ansiosos. Adentro, una hoja pequeña, cuadrada y blanca, como las de los talonarios de notas de oficina, con un breve mensaje escrito a mano con caligrafía infantil:

Tic tac tic tac tic tac.

El lapso breve entre un mensaje y otro, el cambio de papel y también la ironía. Demasiado. Decidió llamar a la comisaría y pedir el envío urgente de un patrullero, pero no había tono. Reviso el teléfono: todo parecía bien, excepto que estaba muerto.

Se asomó al zaguán. Otro sobre en el piso. Amarillo esta vez. Eso lo terminó de desesperar.

Empujó un pesado bahiut contra la puerta y apiló encima sillas y macetas hasta formar una barricada. Aseguró las ventanas. Fue a su cuarto. Revolvió el baúl hasta encontrar el revólver de su padre. Tal vez no funcionara, pero igual lo cargó y se parapetó con él en un ángulo de la habitación, protegido por la cama puesta de canto. Abrió la carpeta azul, desplegó las cartas sobre el piso y tuvo la impresión de que contenían la cartografía de un mundo misterioso y salvaje. Oyó que golpeaban la puerta. Que movían el picaporte, primero suavemente, luego con energía, mientras gritaban su nombre. Amartilló el revólver y rogó que la barricada del zaguán resistiera el tiempo necesario. Horas, minutos. Lo que le llevara desentrañar el código oculto en los papeles y descubrir la manera de renovar la membresía.

Fuente: Página 12

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