Con tres temporadas hasta la fecha, The White Lotus me parece una de las metáforas más bellas —y aterradoras— del triunfo del capitalismo y la muerte de la libertad y la alegría humanas.
La serie creada por el talentoso Mike White nos invita a acompañar a distintos millonarios que vacacionan en hoteles de la ficticia cadena White Lotus. La primera temporada transcurre en Hawái, la segunda en Italia, y la tercera en Tailandia.
Durante ese tiempo de ocio, los personajes eligen este hotel para “descansar”. Desde la primera escena se evidencia el contraste entre los empleados serviciales y los huéspedes, que pronto se revelan como profundamente miserables. Primero de forma sutil, luego de manera brutal, dejan al descubierto sus vacíos.
Vacíos que no son individuales, sino estructurales: son los del sistema que les promete una “felicidad” que solo los conduce a la desdicha y, en ocasiones, a la muerte. El guion, la dirección y las actuaciones son brillantes. Cada escena, cada línea de diálogo, me hizo pensar. Me divertí con una comedia de humor negro exquisita, pero también me llevó a recordar lecturas que hice hace un tiempo.
Entre ellas, “El capitalismo como religión” de Walter Benjamin (1921), un texto que recién se conoció en 1985, y Profanaciones (2005) de Giorgio Agamben. Este último sostiene que quizás la mejor crítica al capitalismo contemporáneo sea jugar con sus reglas, burlarse de ellas.
Puede que liberarnos por completo de su prisión sea difícil, pero sí es posible no tomarla tan en serio. Podemos profanar la religión del capitalismo. Porque eso es, justamente, lo que vivimos hoy: una religión sin dioses, sin mitos, sin redención. Un sistema donde el Capital es un dios perverso que controla nuestras vidas a través del consumo. Sus templos son Wall Street, las marcas de lujo, los shoppings. Sus rituales: las compras. Sus plegarias: la deuda y el sacrificio. Su fetiche: la mercancía. Todo puede convertirse en mercancía —incluso nuestros cuerpos, nuestro lenguaje, nuestras vidas.
En The White Lotus los personajes “exitosos” tienen todo el dinero para hacer lo que quieren, pero son profundamente infelices. Están dispuestos a matar por dinero o por prestigio, y también a destruirse a sí mismos si no logran sus objetivos. Asfixiados por sus mediocres ambiciones y excesos, ya están fracasados mucho antes de alcanzar sus metas.
Porque cuando todo es posible, muere el deseo. Y con él, la vida misma.
Son obedientes a las metas e ideales de la época, sin llegar a reconocerse como sujetos singulares. Viven para mostrarse, mirando siempre a los otros. Cada personaje encarna el malestar de nuestro tiempo y la función que muchas veces tiene la mercancía: tapar el síntoma y evitar la angustia. En este mundo, todos se vuelven mercancías, unos de otros.
Lo que sostiene este capitalismo siniestro es la ambición desmedida y la deuda. El sistema mismo promueve el endeudamiento para consumir cosas que no necesitamos. Aquí aparece también el concepto de “biopolítica”, introducido por Michel Foucault: un control sobre los cuerpos, no ya a través de la disciplina o el panóptico, como en los años 70, sino mediante una vigilancia difusa, constante, desde la seducción del consumo. Siempre mirados. Siempre mirando.
Las diversiones son patéticas. Las familias, vitrinas del Bien. Pero entre sus miembros no hay diálogo ni empatía. Hay relaciones casi incestuosas, parejas que no se sabe por qué comparten la cama. Y muchas sustancias para suprimir la falta. Como si se tratara de un onanismo universal: cada uno con su juguetito, aislado, anestesiado.
Todo esto, Mike White lo muestra con ironía y sarcasmo. Solo así podemos soportarlo.
La serie ilustra perfectamente lo que Agamben plantea en Elogio de la profanación: lo sagrado es aquello que ha sido sustraído del libre uso. Y el capitalismo se erige como una religión absoluta, sin mitos pero con fetiches. Rituales vacíos, celebraciones huecas. El consumo es su mayor pilar, su acto de fe.
Hoy la separación ya no es entre lo sagrado y lo profano, entre dioses y mortales, sino entre quienes consumen y quienes no.
Lic. Patricia Gorocito
Docente UBA – Psicología