No podía faltar Osvaldo en la vereda, estancando en la puerta de su casa como era habitual. Con su mujer al lado, su hijo a dos metros y su nieto escuchándolo, sin respetar la distancia que recomienda el aislamiento social.
Justo el día en que los jubilados salieron en masa a cobrar a los bancos.
Llegaron las tardes de las sillas en la vereda que describió Roberto Arlt.
Buenos Aires se fracturaba entre los que seguíamos haciendo la cuarentena para evitar la propagación del coronavirus y los que ya después de un tiempo no les importaba más. Pero es fácil hablar cuando tenés trabajo fijo, trabajas desde tu casa, tenés vivienda propia y un jardín delante de tu casa con la reja entre abierta que te permite ver a los demás. Y así es como yo veía a Osvaldo, que se la pasó los últimos años ocupando la vereda con cuanta cosa se les ocurra a la venta: muebles, gestoría, autos usados, películas; o hablándole a gritos al seguridad de la garita o a los demás. Y ahora que se le fue la anemia que tenía, salió. Y porque iba a cambiar su modo de actuar por esta pandemia, si nunca cuido a nadie ni obedeció a la autoridad.
En los edificios la historia es distinta y salen a los balcones a las 21 a aplaudir al personal de salud y limpieza que se juegan la vida en cada día laboral. Y andan encerrados con las persianas bajas, en lugar de salir a la puerta a charlar, como Osvaldo, por miedo al contagio.
-“Yo no sé qué tienen esos departamentos del centro de Lomas o de la capital, que le gustan tanto a la gente con plata” -decía Osvaldo- “si ahora te hacinás. Es mucho mejor vivir en una casa vieja en un barrio con balcón en la puerta. ¿No te parece vecino?”
Él siempre me llamó José aunque en realidad me llamo Juan.
La brasilera de al lado sale con el marido a pasear al Pancho, o se cruza una cuadra hasta la panadería nueva y vuelve con la bolsa repleta de pan. La señora nueva pasa todas las mañanas para cuidar a Antonia. La chica de enfrente que no trabaja desde su casa, interrumpe la cuarentena para que su ex pareja se lleve a su hija a tres cuadras de acá. Y Coco ya no se atreve a ir más a la esquina. Esto es todo o nada más, o el tango de Osvaldo se escucha otra vez.
Todo esto es profundamente nuestro. No respetar las leyes o interpretarlas a nuestro criterio. Y para Karina violar la cuarentena es ir a cuidar a su mamá a Lomas viviendo en Cañuelas y se la larga a su hermana. O que el ex novio de su hija se lleve a su nieto y no lo pueda ver. Y para los de las colas del banco no usar el barbijo o no lavarse las manos. Y no rociar con lavandina o no lavar a fondo lo que estuvo en la calle, una vez que vuelvan.
Y ahora parece que el virus entra a las casas con las cosas y no solo lo transmiten las personas, o se propaga en el aire. Y el sistema de coronavirus, como dice mi hija, no termina más. Y echarle la culpa a los que viajaron a Europa ya es un cuento viejo. Y lo que importa no es de dónde lo trajo, si no lo que hizo una vez que lo tuvo. “Y yo no lo tengo” -repetía Osvaldo- “y si más tarde o más temprano todos vamos a contagiarnos: Ma sí, salgo igual”.
No sabía cómo hacer para decirle desde enfrente que se meta para adentro y que no le hablara tan cerca a todos los que pasaban, una vez que su hijo y su nieto se fueron, y su mujer que le aguantaba todo no se lo aguantaba más. Y dejándolo afuera descansaba un rato.
-“Vecina; fuiste a la panadería nueva” –decía- “qué tal es, la mercadería es buena, y los precios, yo nunca fui todavía, ¿sabés? Trae otra silla, que hablamos de vereda a vereda” -le decía a la brasilera- “Traéte una silla y me contás”.