Las abejas. Por Alicia Beatriz Alvarez

Las abejas. Por Alicia Beatriz Alvarez

Las abejas se cuelgan de la brisa como si pendieran del hilo invisible de un titiritero. La mañana teje con lentejuelas un sol gigante, salpicado por alas remolonas y siluetas rayadas. Se estampan en el sol que acalora el pasillo de baldosas. Juego con las abejas. Las capturo con las yemas de los dedos, con tal maestría, que ninguna -jamás- me dejó el aguijón.

Quizás yo sea mágica criatura, un gnomo de cinco años con rulos apretados, renegridos.

Tengo una cartera de plástico con ranuras colgada de mi brazo y allí las acumulo, para que se
apareen, para que produzcan miel.

Estoy vestida a cuadrillé con el solero fruncido a la cintura, zapatos y zoquetes blancos.

Me arrodillo en el piso como una eme, con los pies hacia afuera para seguir mi labor recolectora y solitaria, como una niña campesina. Miro a lo lejos, el ejército de margaritas por la galería bicolor que son parte de mi reino del por siempre-jamás.

Me ensueña el relato de príncipes y princesas, de hadas y brujas que leo y releo en mi apartado refugio. El golpe sobre la chapa de la puerta distante, me inquieta. Me incorporo para ver quién es, engancho el picaporte y abro sin temor. No debe haber temor, no hay lugar.

Al otro lado está la nena rubia de rasgos lavados, pálida, ojos verdes que parecen aguarse como si toda ella fuera líquida.

Tiene un vestido azul y dos calzones, no sé por qué le ponen dos, uno de algodón y otro tejido,
a pesar del calor.

Somos amigas primeras, la una para la otra y me invita a un pacto de hermandad. Se muerde un pellejo del dedo, veo su sangre brotar como un punto, hago lo mismo y mezclamos las sangres, todavía, sin venenos. Somos amigas para siempre, me dice, y yo le creo. Vamos de la mano por el pasillo de abejas que se acercan, aunque ni nos rozan porque nos pertenecen.

Se hace la tarde en el corredor, estamos ahí bañadas de verano con el perfume de las damas de noche, cuando el sol pasea por el costado opuesto del mundo. El aire se carga de damas fragantes, multicolores donde las estrellas se replican.

Recién aparece la televisión en Buenos Aires. Nos sentamos abejadas frente a la pantalla, imaginando a la Cenicienta o a la Bella Durmiente. La imagen blanca y negra se torna grandiosa, la música reveladora en los oídos, mientras el castillo de Disney con sus estandartes se eleva y explota en polvo de estrellas, rayos y fulgores. Entramos en él por el puente levadizo, con zapatos de cristal y cabezas colmeneras.

Desde la torre, una chica pin up nos hace un corte de mangas gritándonos “we can do it” y Mary Quant, desenfadada, nos hace un guiño mientras le da un tijeretazo a la pollera.

Y si, por casualidad, vuelvo a ver el castillo refulgente de Disney en un acto de zapping, me inundo de destellos, de damas de noche, de caras acuosas y por supuesto de abejas que se agolpan en mi garganta. Son ellas las que escriben con zumbidos, las nostalgias que salen de
mi boca.

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