La sala de terapia. Por Lorena De Simone

La sala de terapia. Por Lorena De Simone

Buenos Aires, como todas las ciudades cosmopolitas del mundo, esconde sus misterios.
Esto puede sonar romántico, pero solo hasta que descubrimos que algunos de esos misterios
pueden resultar espeluznantes.

La historia que voy a contar me la refirió un médico llamado Máximo, creo importante
resaltarlo porque, si existen escépticos en este mundo, esos son los hombres de ciencia. No
obstante, creo también que, aunque les cueste admitirlo, muchos de ellos (por no decir todos)
han sabido guardar bien esos secretos que los sorprendieron detrás de los muros de un
hospital, un psiquiátrico o una morgue y les han causado extrañeza, sorpresa… y desde luego,
miedo.

La experiencia que me transmitió este hombre ocurrió hace años, en un hospital público muy
conocido del barrio de Balvanera que aún continúa funcionando.

Por aquellos días en que todo esto aconteció, este médico ejercía como jefe de residentes en
una sala de terapia intensiva en el segundo piso de la mencionada institución.

Era jueves y había sido un día de inusitada actividad, con gran cantidad de derivaciones e
ingresos como hacía tiempo no se veía entre aquellas paredes. El invierno de julio se había
hecho sentir con determinación y esa noche particularmente, parecía -para nuestro amigo-
más gélida que otras, como si el presagio de algo desconocido se cerniera sobre su espíritu,
inquietándolo.

Esa noche, le tocaba la guardia nocturna en la sala de terapia de hombres. Cansado de la
actividad diurna, Máximo sabía que esa noche se haría sentir con más peso que otras. Y no se
equivocaba. Lo que estaba a punto de suceder lo recordaría hasta la fecha como una de las
experiencias más escalofriantes que su memoria pudiera conservar.

Y así como me contó los detalles de esta vivencia, me veo impelida a transmitir este relato lo
más fielmente que mis recuerdos me permitan, sin omisiones.

Era entrada la madrugada, alrededor de las 02.45, cuando Yakashami, un paciente de la sala de
terapia, comenzó a gritar de manera descontrolada perturbando al resto de los enfermos.
Yakashami era japonés, era músico y había venido a probar suerte a Buenos Aires, se había
enamorado de la ciudad y del tango, pero no fue solo eso lo que lo llevó a permanecer en estas
tierras, también su enfermedad lo obligó a desestimar cualquier posibilidad de viajar.

El hombre había sido diagnosticado con un tumor cerebral, pero para cuando el diagnóstico se
reveló, los excesos de Yakashami habían allanado el terreno para que el carcinoma avanzara de
forma muy agresiva.

Sin demasiadas expectativas, el artista había ingresado semanas atrás al hospital y cada día
que pasaba internado, sus posibilidades de salir vivo de aquel lugar se reducían
exponencialmente.

Esa madrugada los gritos de Yakashami inquietaron a Máximo mucho más de lo habitual, su
paciente alucinaba asegurando que varias presencias habían venido a buscarlo. Y que no
deseaba irse con ellas.

Nuestro amigo le administró calmantes. Calmantes fuertes, porque en su estado no había
muchas más opciones que inducir al sueño y así adormecer el dolor físico y apaciguar las
alucinaciones, pero nada sirvió. Yakashami había entrado en una suerte de locura paranoide en
la que sus propias visiones lo acechaban y habían generado en él tal terror, que la medicación
que a otros hubiera hecho efecto inmediato, a Yakashami no le generaba ninguna consecuencia esperable.

Frustrado y agobiado por la situación, solo en la sala de terapia de la que se había hecho cargo,
Máximo se sintió sobrepasado por las circunstancias. En la soledad del piso de terapia, en esa
sala gigantesca, con los gritos de aquel hombre agonizante en plena madrugada fría y lluviosa,
una sensación de turbación poco natural hizo presa del médico y su intuición le dijo que algo
estaba fuera de lugar.

El ambiente se volvió inquietante y a su alrededor todo pareció ensombrecerse. Fue en ese
momento que, como si atendiera a un llamado espiritual, el capellán del hospital cruzó la
puerta de la sala de terapia y fue directo hacia donde se encontraba Máximo y con una
expresión servicial en la mirada a la vez que escudriñadora, le preguntó: “Máximo ¿estás bien
vos?”.

El jefe de residentes asintió, se frotó la cara mientras de fondo se oían los gritos de Yakashami
y finalmente respondió con un escueto “sí, estoy bien”.

En ese momento, una médica de otra sala se acercó a la terapia y solicitó la presencia de
Máximo. El capellán le dio una palmada en el hombro y le dijo que fuera y que él se quedaría
en su lugar unos minutos hasta que volviera.

Nuestro amigo así lo hizo. Alrededor de las 03.15 de la madrugada cuando estaba por ingresar
a la terapia nuevamente, se cruzó en la puerta con el capellán, quien iba de salida. Ante la
sorpresa del doctor y sin dar tiempo a que este pudiera emitir sonido, el capellán le dijo: “Ya
está Máximo, estas horas difíciles llegaron a su fin”. Le dio una palmada en la espalda como
quien desea animar a un compañero y se retiró por el pasillo hasta perderse en las escaleras.
Máximo ingresó a la sala y comprobó que Yakashami había fallecido. Tras el papeleo, el retiro
del cuerpo y todas las demás tareas que hubo completado, Máximo finalmente se sentó y se
quedó pensativo, reflexionando sobre lo extraño de aquella noche. Sobre las presencias de las
que hablaba Yakashami y la imprevista visita del capellán en esas horas inverosímiles de la
noche.

Algunas horas más tarde, tras terminar su turno, Máximo se reconoció a sí mismo aliviado. Un
poco llevado por el cansancio y, otro tanto, por la incomodidad de la noche precedente, se
dirigió hacia la salida con premura.

En ese momento, se volvió a cruzar con el capellán del hospital, que increíblemente tenía un
semblante sereno y descansado.

Máximo se detuvo, lo saludó y le agradeció por haberlo acompañado esos minutos en los que
se sintió desfallecer. Pero para su sorpresa y espanto, el capellán con gesto incrédulo y ceño
fruncido, le dijo: “Máximo, estuve cuatro días afuera, acabo de aterrizar en Aeroparque, no fui
yo quien estuvo en el hospital anoche”.

Lorena De Simone

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