–¡Hay que matar a la chancha! ¡Hay que matar a la chancha! –decía en voz alta.
A los gritos, una y mil veces si era necesario, desde la esquina de Serrano y Paraguay, tirado en el piso, acolchado con una frazada a cuadros que le regalaron unos gringos para cubrirse del frío. Porque por Palermo actualmente pasean muchos gringos y muchos de ellos son franceses. Por eso le pusieron Cochon, de sobrenombre, claro, por lo de la chancha, supongo. Y así lo llamamos en el barrio todos ahora.
Los turistas franceses juraron que el vagabundo hablaba francés a la perfección y que no tuvo inconvenientes para hacerse entender, que conversaron fervorosamente largo rato y desde entonces le quedó el apodo.
¡Mirá la frazada que me regalaron! ¡Miraá…! –decía.
(Nadie lo miraba, pasaban de largo, apurados, como si no estuviera)
No había vacío en su vida porque no había gesto posible que acaso lo llenara. No lo había.
Hablaba noches enteras hasta la madrugada y como a todos nos sobran las palabras, hablamos, incluso cuando estamos solos, incluso cuando debemos callar, pero él no molestaba a nadie y no tenía por qué callarse. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
Tenía cierta dulzura en los ojos y una oscura melancolía francesa en la mirada que me atrajo, pero no me acerqué. Al menos no en ese momento.
Lo miraba de lejos las veces que pasaba por allí, hasta que un pacto de esquina se rompió de golpe y entonces lo hice. Tanta curiosidad me causaba el linyera que un día me dispuse a conversar con él y cuando repitió su tan famoso: “¡Hay que matar a la chancha! ¡Hay que matar a la chancha!”, le pregunté:
–¿Y por qué hay que matar a la chancha?
(Se quedó pensando unos minutos, como si no esperara que alguien le hiciera la pregunta)
–¿Cómo por qué? ¡No te das cuenta!
(Se quedó pensando unos minutos más para hacer tiempo esta vez)
–¡Un problema menos! ¡Un problema menos! –repitió a los gritos y se echó a reír a carcajadas, como si tampoco él se creyera lo que acababa de decir.
No me convenció su respuesta, ni su risa, ni su mirada cómplice, ni nada y preferí seguir adelante con mis preguntas, aunque supuse que lo incomodaba:
–¿Y hasta cuándo te vas a quedar acá? ¡Así! –gritando digo.
–(…)
–¿Hasta cuándo?
–¿Cómo hasta cuándo? Hasta que cambie el semáforo.
–¿Este semáforo?
–Sí, este semáforo. ¿Cuál otro va a ser?
–Yo pensé que lo que te interesaba era matar a la chancha, no el semáforo.
–¿A la chancha…? ¿A qué chancha? Noo. ¿Por qué pensaste eso?
–(…)
–Lo de la chancha es una excusa. Lo digo para llamar la atención, nada más. A mí no me importa la chancha. A mí me importa la esquina.
–¿Y por qué la esquina, no era el semáforo?
–¿Qué? ¡No te das cuenta!
–No, no me doy cuenta.
–¿En serio me decís? ¡No te das cuenta!
–No.
–Porque la esquina es mi corazón y si no fuera por el semáforo nadie se detendría a escucharme.