“La escritura anula cualquier posibilidad de goce”

“La escritura anula cualquier posibilidad de goce”

El gran autor mexicano Mario Bellatin, que vivió buena parte de su vida en Perú, estuvo en Buenos Aires presentando tres nuevos libros. En el transcurso del viaje conversó con SOY sobre sus métodos y sus secretos. Entre ellos, la forma en la que se fue desmarcando de las etiquetas que la industria le ha querido estampar. Y sus fórmulas para librarse de la culpa que pesa sobre la espalda de lxs escritorxs, frente a la obligación de producir y cumplir. 

Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960) vino a Buenos Aires y a La Plata a participar de distintas presentaciones de sus nuevos libros. La “trilogía musulmana”, como la llama Ediciones Chinatown –compuesta por la primera edición de La matanzaMis nuevas escrituras. Variación #1 Retrato de Mussolini con familia– se presentó por primera vez el domingo 27 de noviembre en la Biblioteca Popular Madre Teresa de Calcuta, en La Matanza. Los primeros días de diciembre las presentaciones se repitieron en la Feria Edita de La Plata, a la que se sumó la edición argentina de Un kafkafarabeuf (Club Hem).

Por cortesía de Agustina Pérez, una de las impulsoras de la “imprenta clandestina” Ediciones Chinatown, pude leer varios de los libros antes que salieran del horno. No me sorprendería, debo decir, que cualquier lector sistemático de Bellatin tenga una percepción parecida a la mía: la sorpresa que produce leer una obra que, al tiempo que apuesta a la repetición y a la reescritura, (re)encuentra y (re)inventa su vitalidad, potencia y apertura. La escritura de Bellatin es la posibilidad de vivir un día nuevo en el desierto de las letras contemporáneas.

Si alguna vez alguien pensó que estaba todo dicho sobre la obra de Bellatin, ese ser hipotético e inverosímil nunca pudo estar tan equivocado. Si antes el escritor nos decía que su impulso vital era “escribir sin escribir” o medir el tiempo de vida a través de sus Cien mil libros, ahora Bellatin nos cuenta que su nueva regla es “escribir sin corregir”, buscando una escritura incesante sin interrupciones que fluya y se corte como la vida misma.

¡Estas más joven que la última vez que te vi!

-No lo creo, pero quizá sea efecto de que como casi exclusivamente semillas. Un mercader me prepara un mezcla cuya fórmula no me quiere compartir, basada en amaranto; y veo a un maestro-bailarín que me hace una suerte de masaje tailandés, que se me sube encima y me rueda, y se enreda conmigo. Es todo un trance que dura como tres horas, en el que sientes que te vuelves uno con ese cuerpo. Es cero erótico aunque parezca lo contrario. Somos estúpidos los occidentales en centrar la sexualidad en el cuerpo y en lo genital, y olvidarnos de una fusión más abarcadora.

Antes de venir terminé de leer La matanza y…

-¿Leíste La matanza? Yo no lo leí (ríe)

Pero lo escribiste al menos, ¿no?

Escribir no es lo mismo que leer. ¿Se entiende algo? ¿Cuenta con algún sentido?

Sí, claro. Mientras lo leía recordaba Lecciones para una liebre muerta (2005). Allí los fragmentos imponían un corte que le daba un aire a la escritura. En La matanza eso no está. Es una experiencia interesante, pero también agobiante. 

Lo que decís de La matanza creo que tiene que ver con cómo está escrita. Ahora estoy escribiendo a máquina, que como la tengo desde que tenía diez años de edad advierto que es una suerte de caja de resonancia de imaginarios.

Antes escribías con el IPhone. ¿Lo dejaste?

-No, pero la primera instancia es la máquina. Que es, por cierto, el objeto más valioso de mi casa porque es irremplazable. Ni siquiera podría escribir con otra máquina idéntica, tiene que ser esa. Porque es la misma que tengo desde los setenta, con la cual escribí todo lo que publiqué hasta finales de los noventa. Y que, de hecho, no sé cómo me persiguió por todas las ciudades que he habitado. Con esto también estoy reflexionando sobre la escritura analógica y la digital. Lo digital me volvió más productivo pero lo callé como si de una culpa se tratara. Pasó algún tiempo antes de que advierta lo obvio: que la productividad no es ningún valor literario. Con la máquina tengo la sensación de escribir con el cuerpo.

¿Por qué se produce ese cambio?

-El último libro que hice con todo eso de la culpa y la obligación de escribir fue Un kafkafarabeuf (Bruce Lee y Erdosain ediciones, 2019; Club Hem, 2022). Inmediatamente después de escribirlo vino la peste del Covid y me desconcerté bastante porque sentí que mi estudio estaba tensionado por ese encierro masivo. Y en ese texto, de alguna manera redescubrí la máquina, y con eso, mi escritura dejó de ser una carga constante (me pasaba ocho o nueve horas escribiendo), y comenzó a ser más parecida a un momento de meditación o de yoga: sentarse, escribir lo que dura la página, pero sin corregir. Lo máximo que me permito es tachar una palabra con alguna “x”. Y la premisa es que el despliegue imaginario del texto entre en esa página. De esa manera, escapo de la lógica de la corrección que impone lo digital, y pongo un valor especial a lo artesanal y al instante. Como ves, el sistema de escritura cambió por completo. Ahora me lleno de papeles. Lo terrible es que cuesta hacer archivo, teniendo en cuenta mi desorden, todo se pierde. Tomo el libro de Diane Arbus que tengo al lado de la máquina y lo lleno de páginas, y cada tanto las llevo a un negocio cercano para fotocopiarlas y meterlas en sobres que, me parece, van adquiriendo con el tiempo cierto orden. Voy archivando, y luego, cuando siento que es el momento, voy pasando esas páginas al celular, las digitalizo, básicamente para juntarlas. Allí trato de disponerlas en ciclos que se cierran y se abren, para que se genere ese efecto de lo ya leído, pero también de lo distinto. La matanza es, entonces, la suma de todo eso.

¿Hay en tu nuevo sistema un espacio para el “escribir sin utilizar los métodos clásicos de escritor como por ejemplo las palabras” (Disecado)?

-Claro. A todo esto, además, se le suma una búsqueda real, que tiene que ver con ir a pueblos apartados de México o, en esta oportunidad, ir a La Matanza, donde asisto a talleres creación, estos que se llaman Semilleros Culturales, que forman parte de la gran batalla que ha emprendido mi país de buscar lo distinto, lo insólito, en lo más hondo de nuestras raíces. De hecho, los siento como una continuación de la Escuela Dinámica de Escritores. Realizo algo similar cuando viajo a otras partes, donde busco escapar de las capas de artistas orgánicos que nunca faltan para buscar en las zonas que no están consideradas como centro la posibilidad de alguna manera particular de decir las cosas. Hace poco, que fui a La Habana, vi una obra que me deslumbró: El diario de Ana Frank. Una pieza conformada por una serie de capas de sentido, que nunca deja de ser el diario tal como lo conocemos, pero también alude a la situación actual de Cuba, al comité de vigilancia, a la guerra en Ucrania, a las masacres mundiales, al genocidio silencioso que ocurre en diversas partes del mundo, también, el asunto de género, porque Ana Frank está enamorada de su amigo que es, en realidad, una chica. ¡Está todo planteado! En fin, son maravillas que uno va encontrando donde no deben estar, fuera de órbita. ¿Quién diría que la mejor Ana Frank iba a estar en un barrio marginal de La Habana? ¿O quién me diría que iba a encontrar el neobarroco –que yo pensé que había muerto con Lezama o Carpentier– en República Dominicana?

NEOBARROCO, ECO DE LA TEORÍA CUIR

Salón de Belleza (1994) –pero también Efecto invernadero (1992)– son textos que generan un asombro y una incomodidad lectora que es difícil de poner en palabras: ¿cómo pensar el estoicismo neutral del peluquero devenido regente de un moridero, la frialdad de Antonio preparando la escena de su muerte? La sensación de incomodidad y asombro se incrementa cuando esos rituales-escenas de administración de la vida (y de la muerte) la realizan personajes que, siguiendo a Néstor Perlongher y la tradición neobarroca, podríamos identificar en la estela de la “loca”. Sin embargo, los textos de Bellatin son bien distintos a los que podríamos imaginar en esa estela (las novelas de Severo Sarduy, Copi, Reinaldo Arenas o Pedro Lemebel). No hay en estos textos “cuir” de Bellatin pompa alguna, voz enloquecida, desbunde, ni la felicidad de la belleza. Al contrario, los personajes de Bellatin se preguntan una y otra vez –siguiendo a Kawabata– si no es la belleza la que corrompe la muerte.

En las diferencias que se asoman en esta serie siempre creí que podría leer no un alejamiento de la fiesta neobarroca, sino su inversión. Porque el vacío no es un efecto que se produce por una escritura que desbunda como cuerpo enloquecido, sino que en Bellatin el vacío mismo es lo que escribe. En El palacio (Sexto piso, 2020), me sorprendió encontrar en la primera página una foto de una hoja mecanografiada que reunía prácticamente todo el arco narrativo del libro. ¿Bellatin entregaba al comienzo el libro el ejercicio minimalista de una página sólo para hacer explícito su ensanchamiento? Es decir, todo lo contrario al escribir suprimiendo (desde el vacío) que había pregonado por décadas. Escucho los pormenores del nuevo sistema de escritura de Bellatin, y siento que ahora volvió a un ¡neobarroco clásico! Pero luego de haberlo invertido previamente. Y ya sabemos que cuando uno vuelve, lo “mismo” ya no es lo “mismo”.

¿El neobarroco interpela o interpeló tu escritura?

-Sí, claro, sí. Cada vez más. Ahora, de hecho, hace unas horas, escribí más fragmentos de La matanza. Unas quinientas páginas que todavía no pude leer bien. Lo haré cuando vuelva junto a Guillermina Olmedo y Vera. El trabajo de lectura y edición que hago con ella también es muy importante en todo este proceso. De modo que estoy trabajando en otras trescientas páginas donde van a entrar esos fragmentos. Ya ves, es lo barroco de lo barroco de lo barroco, pero para llegar a otro fin, un fin último que vendría a ser la aparición de un solo libro, de un libro único que reúna todos los libros, el imaginario de lo ya publicado. Que, aparte, no es un relato, sino la vida. Porque la vida no es un relato, sino una sucesión. Algo que fluye y se corta con la muerte. Entonces, es un poco eso: acompañarme a mí mismo y al que quiera leer por este transitar o devenir que en algún momento se va a cortar –pero tampoco es un fin–. Esto es algo así como una nueva conciencia en mi escritura.

¿Y lo cuir?

En relación con lo cuir y lo “otro”, y volviendo con el tema de Los semilleros culturales, allí terminé de percibir que estamos en un momento, en México, donde desde lo oficial los cuerpos no normados y las cuestiones de género y disidencias comienzan a estar bienvenidas. Todo eso que era impensable en tiempos anteriores. Sin embargo, al principio, para mí fue una dificultad acercarme con estos temas a las personas que allí concurrían, porque tampoco quería reproducir o dar por sentado nada, mucho menos exponerlas intentando que alguien que yo creía disidente –por su forma de vestir o por su estilo– se presente o hable de su experiencia. Entonces me dije: ¡Yo soy el que se va a travestir! Así que empecé a ir a las clases con faldas y túnicas. Y hace poco lo logré. Conseguí que suceda algo en uno de estos talleres en México que están situados además, en lugares peligrosísimos. Fui a la presentación de una obra y cuando llego me encuentro con que ¡estaban todos cuirs! ¿Sabés? Montados con tacones, faldas, barbas, labios pintados, túnicas, etc… Me di cuenta también allí de la importancia que tiene a veces el decir “sin decir”. Porque si yo decía “oigan, los perfiles disidentes están bienvenidos aquí”, quizás no pasaba nada. Pero al ir yo travestido, evitando también que se produzca esa cosa solemne de “ahí viene el gran maestro”, logré que ellos captaran inmediatamente que había espacio para lo cuir.

En tus últimos libros lo cuir se radicalizó. Antes, por ejemplo en Efecto invernadero (1992) o Poeta ciego (1998), la cuestión de la disidencia estaba en lo no-dicho y en una atmósfera de rareza que impregnaba tu escritura. Ahora, digamos a partir de Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver (2017), lo cuir está totalmente presente ¡y de modo explícito!

-Lo que más me desesperaba, y me sigue desesperando, es que de pronto te encasillen en un tipo de escritor. Y he visto casos de autores que fueron etiquetados, muchos por distintos motivos cayeron en ese juego y terminaron siendo propagandistas o representantes de algo otro, no de su escritura, y eso potente, la voz propia, que estaba presente en sus primeros textos no volvió a aparecer más. Me siento ahora capaz de hacer explícitas ciertas cosas. Me parece que mi escritura está en otro momento y en un contexto diferente. Dentro de algo indeterminado. Como lo fue indeterminado mi futuro de vida desde mi nacimiento. Debes saber que al nacer me estuvo negado el 99% de las actividades productivas, las que pueden realizar los demás. Y quizá sea por eso, por el ejercicio de la escritura como una suerte de acto de resistencia, como una manera de sobrevivir, que la única etiqueta que estaría dispuesto a aceptar sería de la escritor. Que vendría a ser, más que una clasificación la prueba de una evidencia.

¿Creés que lo que acabas de decir tenga que ver con que los personajes que atraviesan toda tu obra en La matanza acaban siendo como una suerte de horda?

-Puede ser. En La Matanza, aparte de las variaciones y las intervenciones de escritura, aparecen los pamelitas, los devotés. Se vuelve más dark cuir el ambiente. Una atmósfera que tiene que ver con la sexualidad, pero también con los mandatos y lo que el mundo nos tiene como predestinado. Se encuentra un orden de cosas que de alguna manera hay que quebrar.

Qué interesante que me digas todo esto, porque cuando leía tus últimos textos percibía un cambio en lo “auto-ficcional” –para decirlo alguna manera– y no sabía cómo preguntártelo a riesgo caer en una interrogación biográfica.

-Es que sí, hay una verdad allí presente, pero que no aparece de la manera esperada. Siento que es ahora el momento de decirla, esa verdad, en medio de este caos como puede ser entendido este libro, en esta cosa que no sabemos qué es, en estas nuevas escrituras. Que son nuevas, justamente, porque lo que quiero es volver sobre lo anterior para presentarlo cambiado.

¿Pensás que esto tiene, de alguna forma, una dimensión política?

-(Piensa) No, de escritura. El acto de escribir conlleva todas las demás pretensiones posibles.

¿La escritura es para vos es del orden del goce?

-¡No! La escritura es tan radical y tiene tanta aura que anula cualquier posibilidad de goce. La escritura es el desgoce absoluto y, al mismo tiempo, el goce máximo que soy capaz de alcanzar. Ahora que en mi vida cotidiana me he convertido en una suerte de maestro rural, en alguien que está en contacto con las diversas lenguas originarias, que son capaces de nombrar y describir una realidad propia, advierto lo limitado que es el castellano para explicar lo que verdaderamente dispara en mí el hecho de escribir.

Fuente: Página 12

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