Entrando en la casa vi, estaba tirada junto al vestíbulo. Caminé tres o cuatro pasos – no recuerdo bien- sólo sé que ahí estaba: tan pura, tan blanca.
No quise asustarla la dejé que durmiera, así tal cual estaba: boca abajo. Tenía un zapato azul puesto, el otro estaba caído a unos cuantos centímetros de su cuerpo.
No dije nada, bajé la cabeza. Siempre tan desordenada – pensé- pero no lo dije.
No soy de criticar, menos a ella, sobre todo a ella, la flor de mis sueños, la espina que quema en mis dedos.
Afuera: relámpagos, truenos.
Aquí adentro se hace sentir la tormenta, por ese motivo no entiendo porqué no despierta de su siesta. A ella no le gustan las tormentas; me abraza y dice: “tengo miedo, no me sueltes”. Es solo un rato, después me suelta, se emprolija toda, y se va.
Ahora se estaba yendo otra vez, pero se ve que la tomó el sueño. Y ahí duerme desparramada, sin un zapato con la cara contra el piso.
Ya no teme, no sabe que llueve, no va a venir corriendo a abrazarme porque le teme al afuera.
Duerme tranquila, creo que no respira.
No, no siento su respiración. Pero es que está dormida; me llama la atención que no tenga pesadillas, siempre las tiene. Yo le pregunto, cuando se despierta a mitad de la noche sudada: “Que soñaste?” ” Alguien me ahorcaba, pero no podía verle la cara” enseguida se acurruca en mis brazos.
Pero hoy duerme tranquila, sin pesadillas. No sufre, no teme. Duerme tranquila. Lástima su zapato que quedó tirado, eran nuevos, yo se los había comprado. Se alegro tanto! Ahora duerme y yo entre rejas, sigo esperando que despierte.