La ciudad es extremadamente gris. Con idénticos rascacielos, de largas uñas, que se alzan hieráticos atravesando las nubes. Un arco vidriado, gigantesco, soberbio y poderoso preside
el vasto escenario.
Las calles se entrecruzan asépticas, solitarias, surcando la inmensidad de acero y cristal.
Algunos ventanales espejados se miran insensibles en sus propios reflejos. Están esperando.
Justo a las seis, hombres y mujeres extremadamente grises comienzan a derramarse por
las puertas de salida.
Los grupos recorren las calles en silencio, ateridos.
Caminan cabizbajos, apurados, contemplando el pavimento.
Van en igual sentido: hacia el metro. Esa boca urgente, de labios luminosos, que los va tragando con voracidad, para lanzarlos luego a la paleta de mil colores que pinta la vieja ciudad de París.