Iba Cristo en busca de una remera.
Era hora de renovar su viejo atavío. Siempre le costó andar de compras. Era tan despojado de las cosas superfluas.
Optó por ir al lugar de siempre, algo caro pero clásico, conocido, seguro de encontrar allí ese algodón suave y sentador.
Se probó varias, pero no estaba satisfecho, no le sentaban a su cuerpo. Sintió algo de indecisión.
No deseaba seguir buscando en diferentes lugares desconocidos. También notó que el vendedor esperaba de él, esa compra definida. Esa solución practicada de doblarla, ensobrarla y guardarla en la bolsita con el sello y la marca impresa. Ese fin tan cotidiano y habitual.
Pero Cristo, esta vez, con algo de esperanza, con algo de vergüenza, le dijo no, esta vez no. Y decidió seguir caminando hacia su destino final.
Recorriendo las calles de Jerusalén vio luminosas vidrieras con remeras expuestas por allí. En un
instante observó una que, para sorpresa, le gustó: era sencilla, elegante y además, sin tanta marca, con un costo menor.
Entró, la eligió, la probó. La doblaron, ensobraron, guardaron. La pagó y se la llevó.
Caminando con su compra llegó al Monte de Los Olivos. Protegido tras un árbol cambió su ropaje por la nueva adquisición. Tiró lo viejo en el tacho de reciclables. Había sido un regalo de Magdalena.
Salió a la vista de todos. Lo venían a buscar.
Sabía que tendría que cargar con una nueva cruz, pero estaba vestido para la ocasión.
Con su espalda protegida ante las nuevas y repetidas heridas.