La casa vacía. Por Graciela Barreiro

La casa vacía. Por Graciela Barreiro

Me regalaste tu casa hace unos quince años. Dice el señor de la inmobiliaria que está muy bien
cuidada. “Original” dice en los avisos.

Pierde un poco el inodoro, pero lo demás está bien. Oscuro y sin vida. Pero bien.

Las copas de la boda están un poco polvorientas y lo mismo los portarretratos que todavía encuadran los ojitos brillantes de los bisnietos. Los nietos no. Ellos siempre han estado en un
sitio preferencial de la pared del living y en tu corazón, detenidos a los cinco años de la primera foto escolar. Enmarcados. Y ahí siguen, mirándome cada vez que abro esa puerta de un lugar vacío y lleno de sombras.

Yo también ando por ahí, en una foto pequeña.

Cada vez que vengo, abro todas las ventanas enormes que dan al balcón para que entre ese sol
inexplicable. Y miro las macetas ya vacías de las plantas que dejé morir adrede porque ya no las podías cuidar. De alguna manera me estoy vengando.

Me llevé los muebles, casi todos.

Y no sé qué hacer con los papeles. No sé cuáles son los importantes, me marea tu orden virtuoso.

Después de abrazar tu ropa, toda y cada una, se la llevaron los de Emaús. Me gusta pensar que habrá abrigado algún frío y algún bolsillo. La ropa de mami ya no estaba, desaparecida durante un proceso que fue tuyo.

Pero sí está ella todavía, sus canciones desafinadas y sus ojos claros prendidos en las cortinas de los cuartos y diciéndome, a cada paso, qué es lo que se supone que tengo que hacer.

Le hago caso y empaqueto los libros que por años compraste en cada colección asequible, El padrino mezclado con Borges, Herman Hesse y las obras completas de García Márquez, que ahora las tengo repetidas.

Descuelgo las cortinas y tiro las almohadas: no hay manera de que me convenzan de guardar
los últimos suspiros de los dos.

En el placard encontré un tubo de cartón con una foto enorme del abuelo Manuel, ese al que amabas tanto, y que miraba el principio del siglo veinte con la actitud altanera del inmigrante que no tiene más que sus manos. Pensé en cuánto me hubiera gustado conocerlo. Él sí me habrá tenido en sus brazos pero decidió morirse a mis seis años y sólo encuentro en mi memoria una chispa de sus ojos claros.

En la pared, dos medallones pequeños muestran a los cuatro abuelos jóvenes, que no esperan nada para mudarse a mi casa y recordarme de dónde vengo.

Me pregunto qué hacer con tus herramientas de joyero, con tus pinzas y llaves, con la balanza
de precisión. Y aquel medidor de anillos con el que jugaba en la infancia. Ahí se quedan, porque los vacíos hay que prepararlos de a poco.

Van a ser tres años desde el domingo de agosto en que no quisiste más y sigo entrando en tu casa que es mía sin poder abrazarla. Le echo en cara tu ausencia. Lloro a cada paso y me distraigo pasando el trapo en los pisos y el mármol de la cocina, revisando tus frasquitos de especias y extrañando tu comida.

Fue esa mañana, recién entonces, cuando caí en la cuenta.

En esa cama de hospital se habían vuelto escombros las vigas que sostenían todo.

Entendí la orfandad. Entendí la soledad. Y cierro con dos llaves la puerta de la casa, para poder explicarlas.

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