Recuerdo tener siete o tal vez ocho años, y mudarnos a una casa en la calle Luna, en Barracas. Es de noche y lo primero que veo es la escalera que está al costado de la galería que sube a la terraza.
Entre cajones de cubiertos, vasos y muebles amontonados que voy esquivando, subo los escalones hasta la mitad de la escalera de cemento. Me siento allí, abrazando mis rodillas y me acomodo como quien va a admirar algo hermoso, de pronto observo a lo lejos, la inmensidad de un parque por encima del tapial, o quizá sea un río, que refleja la luna.
En ese momento no logro ver con claridad. Me impresiona, le pregunto a mamá desde allí arriba si enfrente hay algún río y me quedo mirando con asombro y felicidad.
Me dice que no y sonríe desde el patio. “Es un baldío, hija dice- sólo que el reflejo de la noche y la lluvia estancada te hicieron pensar que es un espejo de agua. “
La felicidad de una casa nueva lo abarca todo. Las casas nuevas, aunque sean viejas, abren las esperanzas.
Por la tarde escucho el solfeo que repite mamá en un piano chico que me regaló en Navidad, estoy en la sala de una casa con patio y celosías verdes, con pisos de pinoteas que hacen música cuando camino.
Mi bisabuela alquilaba este lugar a gente que venía del interior, en cada cuarto vivía alguien, imagino cuántas historias habrá en las paredes.
Luego de su muerte la casa quedó vacía. Hoy vivimos nosotras junto con mi hermana. Nadie más.
Con una galería de baldosas de colores y vidrios esmerilados, azules, rojos y amarillos. Con paredes descascaradas que parecen contar historias.
El piano tiene un pájaro labrado pintado en azul.
Mamá estira los dedos y me mira gesticulando para que siga cantando. Sonríe, y yo no puedo ver aún todo lo que lucha.
Mamá está sola y nos cría, como puede.
Me canta algún tango y yo la miro y pienso cómo puede sonar tan lindo. En el colegio en las horas que no hago gimnasia viene una profesora de música a buscarme, mientras estoy sentada en un banco, me pregunta si quiero cantar con ella. Ella es Lidia.
Yo ya sé vocalizar y el solfeo me lo sé de memoria, porque me lo enseña mamá todas las tardes. Entonces, las manos de Lidia tocan un piano enorme de cola que hay en la sala de música. Así conozco a Eladia, a las melodías de Da Casinha Pequeñina, Lunita tucumana, algún bolero de Manzanero, rancheras, tangos y pedacitos de canciones líricas. Lidia se levanta siempre del banquito redondo y giratorio en donde se sienta a tocar y aplaude al final de cada canción.
Allí empiezo a amar la música. Digo que yo la amo, porque la música nunca me devolvió lo que puse en ella . A veces pasa. Hay cosas y amores, que piden más de lo que dan. La música ha sido eso conmigo. Y quizás mi madre también lo fue.
Lidia es maestra de música y trabaja en el Teatro Colón de Buenos Aires y ahora me enseña a mi. Soy afortunada, muchas veces lo soy. Lo he sido.
Sin desmerecer lo que hace mamá para que yo aprenda a cantar, podría decir que Lidia lo intenta desde otro lugar.
Mamá me enseña cada tarde para que yo cante o toque el piano. Lidia en cambio ve en mí algo y trata de sacarlo, lo sustrae, lo llama con su música interna. Parece intuir lo que uno guarda o esconde. Lo impulsa, con una sonrisa y paciencia, puede ver más allá de la piel, tan sólo con algo de amor.
A veces, cuando me aplaude, sentada en su banqueta giratoria, me hace sentir que tal vez lo hago bien.
Ésta es mi primera experiencia con la música. A partir de la llegada de Lidia en mi vida yo canto día y noche. Canto cuando vuelvo del colegio y en la sala que dá a la calle cruzando la galería.
Canto, mientras mamá prepara la cena. Canto cuando estoy triste y me voy por la noche a la escalera a mirar el parque de enfrente o el baldío.
Mamá a veces canta conmigo y me cuenta historias de su vida. Que quería ser actriz y no la dejaron, porque eso estaba mal visto en una mujer, que en el barrio le decían Maria Felix y algunas historias más de amores y desamores.
Si hay algo que recuerdo de mamá son sus manos. Siempre estaban tibias, aunque estuviera nevando. Tengo buena circulación, -me decía.- yo en cambio tenía las manos heladas, siempre, entonces, me hacía un huequito y me las calentaba.
Mamá era más simple, ella nunca hablaba de cosas profundas, ni siquiera cuando yo la buscaba para hacerlo. Sólo le preocupaba no cubrir las necesidades básicas.
Supongo que no tenía tiempo para la profundidad y no la culpo. Para las demás cosas estaba Lidia.
De ella aprendí que todos tenemos algo que hay que jalar. Todos necesitamos hablar de profundidades, aunque seamos chicos. De mamá aprendí que cada uno da lo que persigue. A veces damos lo que nos falta. Y buscamos también eso. También damos lo que aprendimos a dar. Yo buscaba la aprobación de mamá. Lidia sin querer me la ofrecía, generosamente. La música nunca me dio esa profundidad, paradójicamente.
Con el tiempo apareció la escritura y fue como la mirada de Lidia, cayó despacio y sin evaluarme. Se metió en mi vida confiando. Queriéndome con lo que tenía para dar. Sacándome pedazos y jalando todo lo que yo escondía, entonces, entendí qué a veces, los baldíos, en algún lugar, pueden ser un maravilloso río de la noche.
Patry Marina Perez Novo