La casa de Don Raimundo. Por Susana Rebequi

La casa de Don Raimundo. Por Susana Rebequi

Ubicada sobre la misma vereda donde viví toda mi vida. La casa de don Raimundo fue, durante mi infancia, el punto de encuentro del grupo de los pibes del barrio. Allí nos concentrábamos: los siete inquilinos de los departamentos de enfrente: Gladys, Ricardo, Julián, Cristina y Nacho, pero también los mellizos Juan y Carlos -los hijos del policía, los nietos de los sordomudos de la esquina, Claudia y Gustavo y, también Leo y sus dos primos.

El alto paredón que resguardaba la vivienda era escoltado por dos pinos enormes que daba una sombra hermosa en las tardes y en las noches estivales.

La casa, en sí, no llamaba mucho la atención. Era una construcción rústica y mixta de material y techo de chapa a dos aguas que apenas se podía ver desde la calle, ataviada con muy modesto mobiliario que se observaba en las pocas ocasiones que abrían la puerta o alguien se asomaba en la misma; es más, contaba con el sanitario fuera de la vivienda.

Lo atrevido de esta casa es que ocupaba el equivalente a cuatro casas de frente y unos cincuenta metros de largo. El primero y el tercero, cerrados con unos portones de madera negra, de dos hojas cada uno que cerraban con cadenas y candados. El segundo y cuarto lugar, uno lo ocupaba la casa y el ultimo se podía ver, que había plantíos de caña de azúcar hacia el fondo y, en el frente, otros de hinojo- plantación que te llenaba de aromas cuando pasabas por la vereda de ese paredón.

En el primer portón, don Raimundo tenía instalado un corralón de materiales. Desde la calle se veía un tinglado de chapa donde estaban acomodadas las bolsas de cemento y cal. Hacia el lado izquierdo, al aire libre, la piedra partida, la arena, el canto rodado y el hierro y vaya a saber qué más.

Al lado del corralón, se ubicaba la casa que ocupaba Raimundo con su hermana María y su hijo; un señor ya mayor de unos cuarenta y tantos años que, aparentemente, tenía algún trastorno de salud. María siempre estaba al pendiente de donde estaba, que no saliera y, sobre todo, que no nos asustara. Si no era por este hecho o, verla a María a primera hora de la mañana, haciendo mandados, no se la veía.

El otro portón de madera negro, del otro lado de la casa y ubicado antes del plantío, era la salida de camiones luego de la carga y descarga de materiales y, de vez en cuando, había un patrullero que hacia lo mismo -en su momento, los grandes, los que opinaban porque no era intervención de los niños emitir opiniones, decían que algo debían solicitarle al viejo Raimundo…

Don Raimundo, en cambio, era el más sociable de los tres, el que estaba en contacto con algunos vecinos y el sobrino de este, catalogado como el loquito, solo aparecía por el postigo de la puerta a gritarnos y a asustarnos.

Un día, luego de muchos gritos que se oyeron, Don Raimundo murió quien sabe por qué causa… quizás de viejo.

El corralón fue cerrado y los mandados ya no los hizo María, sino el hijo.

Al poco tiempo, pereció la mujer y el hijo, fue internado en un nosocomio de salud mental.

La sorpresa nos la llevamos los vecinos. Tras el vaciamiento de la vivienda, este gran espacio fue vendido. El primer comprador, fue el del terreno del tercer portón y el plantío de hinojos.

¡Gran sorpresa se llevó el nuevo dueño cuando comenzaron a vaciar el lugar!

Comenzaron desde los fondos quitando todo el cañaveral; el producto de esta limpieza era acomodada sobre unas telas de arpilleras, atadas y un carro, tirado por un pobre caballo lastimado, viejo y cansado, las transportaba quien sabe a dónde.

Casi al límite con el plantío de hinojos, el terreno cedió y los D`Elía, nuevos dueños de los terrenos, dudosos de lo ocurrido, dieron la orden a los obreros a cavar a ver que había ocasionado esto.

Parecía un sótano o las minas que se ven en las películas, resguardando las paredes de maderas, piso de piedras y una habitación. Para el otro lado, un pasillo que conducía a la primera habitación de la rústica vivienda, la de don Raimundo. Esa misma tarde, se llenó de patrulleros, policías y hasta un juez.

Una gran cantidad de contrabando se hallaba oculto en esa habitación: llantas de autos, repuestos, joyas y un gran arsenal de armas.

La casa que ocupaba el segundo terreno, por orden judicial, fue demolida y el mismo se vendió como baldío. El plantío, totalmente eliminado y, las excavaciones en el lugar, buscando algún otro pasillo o no sé qué, fueron inminentes.

Los grandes pinos, corrieron la misma suerte y, los pibes del barrio, jamás volvieron a disfrutar ni de las tardes ni los juegos después de la cena en pleno verano.

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