Finales de la década del ’70. Hacía poco me había recibido de profesora y cuando me ofrecieron horas de Literatura en el Colegio Nacional, obediente y calladita consulté el programa de 4to año (Española) y de 5to año ( Hispanoamericana y Argentina ). Enamorada del estructuralismo, y sumisa a la cronología, me replanteé mi responsabilidad como futura docente de adolescentes: cada época histórica tenía su correspondencia con la realidad más cercana para que mis estudiantes pudieran conocer y reconocerse. Por lo tanto, elaboré mis programas propios en carpetas fotocopiables para que las magníficas obras literarias de nuestra literatura se recuperaran y se relacionarán con los autores modernos. Para la unidad académica “Crónicas”, además de fragmentos de las más afamadas (Prólogo a Comentarios Reales, Brevísima relación sobre la destrucción de Las Indias, Los 4 viajes del Almirante, etc.) elegí el primer cuento con que Manuel Mujica Láinez en 1950 abre Misteriosa Buenos Aires: El hambre (1536). Invito a leerlo profundamente porque además de basarse en un episodio casi ignorado por muchos de los que habiendo estudiado historia en tercer año, no habíamos entendido la razón de la ilustración que Ulrico Schmidl había registrado para la fundación de Buenos Aires, encierra una explicación increíble sobre nuestra idiosincrasia: ambición, envidia, desigualdad, arrogancia, irresponsabilidad, que se mezclan con sueños de expansión y progreso, ideales de igualdad, confianza y fidelidad, camaradería… hasta dejar demostrado que en momentos de desesperación puede uno darse de bruces con la realidad más dolorosa y terminar cometiendo el crimen más atroz: el fratricidio.
El personaje principal, el más pequeño, (o sea, el último) se alegra del fracaso de la empresa magistral del Adelantado, quien, según los rumores perece por su propia incontinencia sensual, pero el ballestero sufre como todos por la desidia y la agorera muerte, a pesar del correctivo aplicado a los salteadores de la propiedad real, hasta que, desvelando las desigualdades, urde una solución que desencadena su propia tragedia. Y termina inmolándose.
Hoy todos podemos ser Baitos. Cada uno imaginó un futuro mejorado cuando tomamos un trabajo que, seguramente llegó de la mano de una buena promesa. Y si estábamos cerca de un familiar o conocido, mejor. Muchos nos dimos cuenta de que la hipocresía y el descaro de las clases poderosas suelen acomodar premios y castigos a su gusto y conveniencia. Varios nos acostumbramos a soportar las desgracias que los demás sufren, pero guardamos muy adentro (y con las manos crispadas) cierto rencor incorruptible. Por los que insensiblemente viven de apariencias y hacen alarde de su autoridad. Algunos pensamos en salidas desesperadas y al alcance de nuestras posibilidades.
No estoy en condiciones de correr ni saltar un cerco de madera para recibir un castigo mortal a mi responsabilidad, que asumo mentalmente aunque no puedo corregir ni subsanar.
Hoy no quedan indios salvajes que vengan a atacarnos porque nos sobrepasamos con ellos; ningún compañero robó caballos prohibidos para saciar su hambre cuando no quedaba nada de comer; nadie cuelga ahorcado en la Plaza Mayor y tienta a los hambrientos con su carne a merced del viento. Todavía no.
El pobre hombre que recupera su conciencia y entiende, al morder un anillito de plata, que todo es irreversible.
No puede perseguirnos esa historia como una maldición. No lleguemos a ese límite, por favor.