Juan Botana en el Club Lanús

Juan Botana en el Club Lanús

Presentación del libro “Sin ojos que los miren” en el Club Lanús

Hola a todos, todas.

Estoy muy contento de estar acá. Muchas gracias por haberme invitado. Agradezco al Club Lanús y a Raúl Ezcurra que tuvieron la amabilidad de hacerlo. Y muchas gracias a todas y todos, las y los que pudieron venir.

Yo viene ilusionado a presentar mi libro “Sin ojos que los miren” que todavía no puedo mostrárselo por esas cosas de los tiempos de las editoriales. Ustedes entenderán que entre que uno escribe los textos, arregla con una editorial y el libro sale, pasa un montón de tiempo. Y durante ese tiempo uno espera, y yo ya no quería esperar más. Y como tenía algunos lugares arreglados para presentarlo y se dio esta posibilidad de hablar del libro en un club de fútbol tan grande como Lanús. No me la quería perder.

Soy amante del fútbol y estos lugares a uno lo entusiasman.

Como les decía, el libro no está impreso, pero están los textos y los textos son crónicas que hablan del barrio (Valentín Alsina, Remedios de Escalada, Banfield, Lanús); de la familia (la mía); del amor o los amores que yo pude conseguir; de la lucha de algunos militantes de la zona como Mary Mosquera y Cubo de Fiorito; de la calle donde aparecen mendigos, gente que pide o canta en los vagones del tren; de derechos vulnerados como los de los vendedores ambulantes, los migrantes, las mujeres, los pueblos originarios o los chicos y chicas abusados; de los viajes donde queda alguna anécdota que rescatar; de unos viejos que quieren revelarse para que no lo hagan sus nietos o nietas que todavía tienen toda la vida por delante; o de las cosas que pasamos durante la cuarentena, que tanto nos costó a todos y todas.

Así que les voy a leer la primera crónica del libro que se llama “La loca del chango”:

De verla continuamente en las calles de Alsina con la mirada perdida empujar el chango, con su frazada marrón como vestido y su figura flaca y desgarbada de modelo mendiga y detener el tránsito. Provocando a tanto policía. Cuando se quitaba la ropa en las esquinas y mostraba su encanto. Y tal vez por eso desapareció un día. Y después el rumor del embarazo.

Pasaron dos años.

Solía caminar la calle Taxot, de Tuyutí a la Avenida. De su pasado no había rastro. Parece que ella era de La Perla, Temperley, y no de Valentín Alsina, y vivía con su tía, que la había abandonado. O se escapó. Al hospital a recibir violencia obstétrica.

Seguro la culparon por los golpes en la cara y en los brazos. En los muslos. Por haber tomado alguna que otra pastilla y por sus dieciséis años. Por la mirada perdida. Por estar acompañada por un policía todo el tiempo y por el chango.

Apenas saber sin seguridad lo que me dijo un cronista que estaba investigando el caso. “Qué por ahí, por la calle Tuyutí había regresado”.

Y su silueta desgarbada con frazada marrón volvía a romper la lógica de tantos autos. Porque ya no miraba a nadie, ni esperaba ser mirada y lo único que quería era empujar el chango. Lavar la mamadera del bebé, aceptar lo que le daban, doblar la mantilla con cuidado y cuidar su espacio en la vereda por si acaso.

Ya no quería caminar ni provocar a tanto policía ni mostrar sus atributos ni cortar el tránsito. Quería que a diferencia de ella, el niño no llorara tanto.

Por eso le prometió que lo llevaría a la placita de enfrente cuando cumpliera los dos años. Había que cruzar la rotonda por la calle Taxot hacia Remedios de Escalda de San Martín, pero el miedo la tenía titubeando. Pero se armó de valor y cruzó. Tal vez atraída por el cartel que decía: “Los únicos privilegiados son los niños”, de la plaza. Y se lanzó a la aventura de cruzar la calle con el niño en brazos.

A la loca del chango se le cayeron las cosas por cruzar tan rápido. Tanta porquería de las que fue juntando. Y entonces se le cae la caja de un muñeco que se había robado. Un bebé hermoso todo blanco. Y se le caen también un trapo sucio, unas escarapelas, un sachet de leche, un autito roto y unas botellas de vidrio que se rompen a pedazos.

Iban a jugar en la hamaca, en la calesita, en el sube y baja, en el tobogán. En todos los juegos. Iban a pedir sándwiches de miga en la panadería de enfrente, y se iban a reír los dos, comiéndolos en el pasto.

Eran las tres de la mañana cuando cruzó con el chango porque había menos autos. No había cumplido el niño todavía los dos años.

Pero se adelantó.

Tal vez porque los padres queremos lo mejor para nuestros hijos y lo mejor estaba cruzando los autos. Las luces encendían la plaza más que de costumbre. Las estrellas brillaban como rayos. La panadería a esa hora estaba cerrada y no iban a comer sándwiches de miga, los dos, en el pasto. Un agente de policía que estaba de guardia escuchó el ruido a vidrios rotos y por supuesto paró el tránsito.

Es que la plaza estaba tan linda, los juegos, las hamacas, la calesita, el sube y baja, el tobogán, el pasto. Eso decía cuando la atraparon. Esquivando el ojo abusador del policía que la había violado. Del que la había violado, no. Del que la llevó al hospital por pedido de su tía que vivía en La Perla y que a su modo se hizo cargo.

Por entonces, cerca de los tres meses la loca del chango perdió el embarazo.

Las hemorragias eran fuertes, los dolores, las contracciones que no había, el llanto. Después fue internada en el hospital para hacerse un raspaje y ser atendida. Y después terminó en la casa de su tía, que nunca quiso mantenerla cuando se murió su madre y otra vez se le escapó.

Y otra vez se fue tan lejos. Y una vez más del Chino casi esquina Tuyutí, en Valentín Alsina, robó el chango. Y otra vez la llevó hasta allí el compañero del policía que abusó de ella, vecino del barrio. Que sabía perfectamente lo que había pasado. Si incluso fue él quien le pidió a los dueños del supermercado de la vuelta que no la denunciaran, que él mismo le pagaría el chango y la leche que llevó. Y alguna otra cosa que se hubiera robado.

Lo de la mantilla para el bebé, la mamadera, la ropa sucia, la frazada, eran donaciones de los vecinos o cosas que encontraba a diario. Se las dejaban en el umbral de una casa abandonada, sin que nadie se acercara demasiado. Excepto el policía que la abusó, que creyó ver mientras dormía con el bebé. Por eso cruzó apurada a las tres de la mañana con el chango. Y se cayeron las botellas de vidrio que la adelantaron.

Había una denuncia en su contra por el robo de un muñeco en una juguetería. Cuando le preguntó el policía qué tenía en el chango. Casi ni contestó. Congelada para la foto del cronista que investigaba el caso. Y entregó el muñeco como si devolviera un juguete perdido. Apenas si lo despidió con un beso y le puso la mamadera llena de leche para que no tuviera hambre entre los brazos.

Tampoco lloró.

Y a pesar que el policía que la detuvo y que conocía, la miró con ternura. Cuando le remarcó varias veces que la estaba ayudando. Sabiendo lo que venía después, se tapó el cuerpo con la frazada marrón, porque le estaba mirando los pechos demasiado.

Como verán, el libro habla de lo que nos rodea. Es la escritura que yo promuevo y recomiendo. Así lo hice con Recovecos, que es un libro mío de cuentos, con Toda la voz de América en mi piel que es un ensayo sobre la obra de Pedro Lemebel y con Amores truncos, un libro de poesía que me llevó a conocer a muchos y muchas de ustedes. Y a presentarlo en diferentes lugares y festivales.

Les agradezco infinitamente el haberme escuchado. Y los dejo con un mensaje final del libro que es a la vez el prinicipio.

No tuvieron castaños

unos ojos claros posados en ellos.

Ni el calor noviembre

de una lluvia intensa por decirlo así.

Tuvieron la sombra

de un beso mojado secando un te quiero.

Sin ojos que los miren

cuesta más seguir.

Muchas gracias. Hasta siempre. Para todas y todos todo. Y no se olviden de mirar lo que pasa a su alrededor. Muchos de nosotros alguna vez no fuimos mirados. Saludos.

“Juan Botana en el Club Lanús”

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