Jacinto Miraflor Apenom, se había ganado el apellido compuesto en una de las renovaciones de su DNI, gracias a algún secretario (o secretaria), apurado, distraído o perezoso quizás, que a la hora de cargar la información en la base de datos, además de lo que Jacinto había completado, agregó parte de lo que solicitaba el formulario: así fue que Apenom (“apellido y nombre”) había pasado a formar parte de su identidad.
Jacinto Miraflor tenía una hija, Matilde Miraflor Estévez, que en plena crisis del 2001 había abandonado el país de manera forzosa, como tantos otros. Él, hasta entonces encargado de la fábrica en la que trabajó por más de cuatro décadas, compró los pasajes para ella y su familia (marido y dos hijos), con la ilusión de reencontrarse en tierras europeas ancestrales, apenas tuviera la posibilidad de viajar. – Vos andá yendo pichona, que yo los alcanzo en unas semanitas -. Nunca sucedió. La fábrica quebró y cerró, dejando a todos sus empleados en la calle, a excepción de Jacinto, quien se quedó viviendo en las oficinitas del primer piso; a una la convirtió en habitación, y a la otra le siguió dando su uso corriente.
Mi amigo Lalo y yo, pocos años después de la crisis, también nos quedamos sin trabajo y un buen día decidimos comenzar con lo que sería nuestro primer microemprendimiento: una estampería. Ninguno de los dos tenía el más mínimo conocimiento o experiencia alguna en el rubro, pero un conocido nuestro vendía el “paquete de máquinas” para hacerla funcionar. Pedimos plata prestada a cuanto ser querido teníamos al alcance y en módicas cuotas fuimos financiando los pedacitos de nuestra futura empresa. Para alquilar ni resto nos quedaba, así fue que aceptamos un galpón (fábrica abandonada en ruinas), que nos prestaban al menos, por unos meses.
Era una tarde de junio de esas en las que apenas ponés un pie en la calle ya estás esperando el momento de volver a casa. Caía una garúa finita e insistente que en pocos minutos te dejaba empapado de pies a cabeza.
Cuando llegué al galpón, Lalo, me esperaba acobachado en el umbral de la diminuta puerta de chapa, convertida después de la quiebra de la fábrica, en la entrada principal (y única).
Dentro, llovía aún más; el agua que se juntaba en el techo caía en pequeñas cascadas que se replicaban a lo largo del inmenso recinto decrépito. El paisaje era realmente salvaje; las hiedras y las madreselvas se escurrían por los boquetes de la pared y trepaban por las columnas de hierro oxidadas. En pocos minutos chapoteábamos sobre escombros, barro y un líquido colorido, espeso y aceitoso, que era la herencia química de la fábrica.
En la otra orilla del pantano artificial nos esperaba Jacinto. El dueño ya nos había avisado pero mi imagen “pre diseñada” de este curioso habitante no coincidía en lo más mínimo con la de Jacinto. Tenía saco, pantalón, corbata y zapatos, impecables, y lo primero que pensé fue cómo haría para atravesar el chiquero sin arruinar semejante atuendo. Semanas después comprobé que Jacinto era absolutamente previsor y por ende, siempre tenía algo pensado para cada situación.
– Buen día jóvenes, pasen pasen, siéntanse a gusto. Mientras se acomodan voy poniendo la pava -. Tenía uno de esos calentadores del año del ñaupa, pesadísimos, con base de cerámica y una resistencia arriba que calentaba indefinidamente hasta que alguien se acordara de desenchufarlo.
Con esos mates inaugurales, Jacinto nos contó su historia; la fábrica había nacido a mediados de los ’60, y él había entrado como repartidor pocos meses después de su creación. Con el tiempo sus tareas y responsabilidades habían ido fluctuando, hasta llegar a “encargado general de la fábrica”, nombre que él mismo había elegido para el rol que le tocaba desempeñar (que nunca terminamos de entender exactamente cuál era).
– Durante cuarenta años, cuarenta – enfatizaba con el dedo índice – trabajé en esta fábrica, hasta que las deudas y las dudas, nos hicieron cerrar.
Cinco años habían pasado y desde entonces vivía (y trabajaba) en las oficinitas del primer piso, realizando visitas al microcentro, llevando y trayendo papeles y carpetas.
Nos instalamos en el único sector sin lluvia del galpón: debajo de las oficinitas de Jacinto, y pocas semanas después, a las 8.30 en punto, esperábamos el saludo cálido de todas las mañanas:
– Buen día jóvenes, veo que hoy hay producción, ¡hay producción! -. Como de costumbre, lucía su saco, corbata, pantalón y zapatos impecables; y bajo el brazo, la montaña de papeles y carpetas.
Fueron meses de jornadas de trabajo interminables, la mercadería que entraba se iba acumulando y nosotros que seguíamos experimentando con las máquinas, no dábamos a vasto. Sólo parábamos a media mañana para los mates que nos traía Jacinto, extremadamente calientes, fortísimos los primeros, lavados los restantes, pero todos con el sabor de sus historias.
Jacinto iba diariamente al microcentro a “ocuparse de sus negocios”; entregaba papeles y recibía otros a cambio, y una vez por semana, hablaba con su hija desde un locutorio. Mantenían prolongadas conversaciones, fluidas y detalladas, de sus respectivos cotidianos, sentires, pesares y quehaceres. Con el tiempo llegamos a percibir la enorme afectividad que residía en esa relación de padre – hija, que ni el tiempo ni la distancia habían modificado.
Tres veces a la semana los mediodías en la fábrica se impregnaban de olor a tortilla de papas jugosa que Jacinto cocinaba religiosamente en el mismo calentador que usaba para los mates hirvientes. Los otros dos días laborales, el aire se regaba simplemente de olor a sánguche de milanesa. Veíamos pasar a un Jacinto apurado (sin papeles y probablemente con mucha hambre) que en cuestión de minutos volvía con su paquetito oloroso debajo del brazo. Se ponía una sillita de caño despintada enfrente nuestro y comenzaba su ritual, desplegando meticulosamente el papel de envoltorio y después el plástico; entre bocado y bocado nos observaba y pronunciaba su tradicional frase de aliento: “Hay producción, ¡hay producción!”. Una vez que terminaba su sánguche, juntaba las escasas miguitas de pan que habían caído al suelo (ardua tarea si se tiene en cuenta la superpoblación y biodiversidad de basura que había en ese piso), doblaba el papel de envoltorio y lo dejaba en suspenso sobre su regazo, mientras que, con un pedacito de plástico se sacaba de entre los dientes, los sobrantes de carne. Finalmente se incorporaba, volvía la silla a su rincón y silbando bajito se iba por la puerta del fondo, con el paquetito de migas en la mano.
Las primeras veces, Lalo y yo habíamos cruzado miradas sorprendidas, que más adelante se habían convertido en la sencilla aceptación de un acto obsesivo, hasta que un buen día decidí seguir a Jacinto. Fui detrás de él sigilosamente para que no advirtiera mi presencia. Desde lejos vi que abría la puerta del fondo y despacito ponía un pie en el patio trasero, me acerqué unos pasos más y escuché que empezaba a tararear una melodía y después a susurrar palabras sueltas. De pronto vi que desenvolvía el papel del sánguche y que las miguitas meticulosamente recogidas del piso, caían ahora en una lluvia finita sobre el lomo de cuatro o cinco torcazas que movían las alas y se hinchaban de felicidad. Al notar mi presencia Jacinto se dio vuelta y mientras afirmaba con un enfático ademán de cabeza, me regalaba una enorme sonrisa satisfecha.
Sábados y domingos, la fábrica volvía a ser toda de Jacinto. Aprovechaba esos días de silencio para escribirle a Matilde; si bien conversaban por teléfono semanalmente, la charla no bastaba para contar toda una vida con lujo de detalles; para eso, estaban las cartas. No es que Jacinto fuera reacio a la tecnología, simplemente prefería el papel y la lapicera, decía que de esta manera las palabras y las emociones conservaban su relieve. Matilde, quien ya de por sí era escritora, compartía ampliamente ese gusto con el padre. Así es que, además de las prolongadas charlas telefónicas, mantenían un fluido mar de correspondencia. Entre mate y mate, Jacinto solía mostrarnos las fotos que ella mandaba; el primer día de clases de sus nietos, su yerno cocinando platos suculentos, Matilde sonriendo detrás de una montaña de papeles.
Jacinto era la combinación perfecta entre oficinista obsesivo y hombre totalmente reconciliado y gozoso de los pequeños placeres de la vida.
Uno de esos tantos mediodías, Lalo y yo nos sorprendíamos de no estar saboreando alguno de los dos aromas habituales, y en eso, vimos bajar a Jacinto, despacito, con la mirada fija en un punto y como caminando sobre espuma; tenía el nudo de la corbata a medio hacer y la mitad de la camisa fuera del pantalón. – Matilde llega hoy, se mudan nuevamente para la Argentina -.
Desde entonces, no hubo más tortilla de papas jugosa en la fábrica: esos tres días a la semana, Jacinto almorzaba con su hija y por la tarde llevaba a pasear a sus nietos.
Los mates hirvientes tampoco fueron ya cosa de todos los días. Jacinto dedicaba gran parte de sus mañanas a la confección de juguetes, o remendando sus atuendos o incursionando en la cocción de nuevos platos para agasajar a su familia.
Pasamos todo un invierno extrañando el saludo cálido de las mañanas, los perfumes de mediodía y las historias coloridas. Ya no lidiábamos tanto con las máquinas y además habíamos concluido con la etapa de “suerte y abundancia de principiantes”. Teníamos más tiempo libre para notar sus ausencias; sin embargo, nos consolábamos al verlo entrar y salir, subir y bajar la escalerita, irse y llegar; más vital que nunca, desbordado de emoción y entusiasmo.
Esa mañana me hizo acordar al día en que llegamos al galpón por primera vez; la misma garúa incisiva, tenaz, y ese gris concentrado que sugiere mate y tortas fritas.
Jacinto bajó a la misma hora de siempre, y nos saludó también con la calidez de siempre; lucía además, su impecable atuendo de siempre, pero, ese día, no llevaba corbata. – ¿Qué tal estoy? – nos preguntó galantemente a Lalo y a mí. – De punta en blanco Jacinto, como siempre, pero ¿y la corbata? ¿Qué pasó con la corbata?- le pregunté. Me contestó que ya no la necesitaría, que nos dejaba la fábrica toda para nosotros, que se mudaba a otro cuartito, muy parecido a las oficinas del primer piso, pero la diferencia era que ése estaba cerquita de donde vivía su hija. Por último esbozó una de sus sonrisas amplias y dijo: – Un gustazo de conocerlos jóvenes, veo que aún ¡hay producción!
Con la boca abierta lo vimos cruzar el lodazal químico y pegajoso, chapoteando feliz en los charcos espesos y aceitosos, y salir por la puerta diminuta de chapa, sin papeles, ni carpetas, ni corbata.