Primero el olor de los campos que se alejan, el temor a lo que no se conoce. Después el tufo de las propias heces. Los ruidos extraños. El encierro. Unas manos de hombre embadurnando sus ojos. La nebulosa. El miedo.
Después tener que salir al afuera. El sol, el griterío, el pánico. Ignorar lo que sucede y el primer puntazo, el dolor físico, el pavor. El bullicio, la nebulosa y sus formas extrañas. Y otro aguijonazo, y más dolor y el cuerpo sin fuerzas, que responde tardío a la necesidad de huir de todo eso que lo atormenta.
La sangre empapando los costados, saliendo por la boca, el dolor, tanto dolor. Querer escapar, correr y no encontrar la salida. Y más griterío y miedo y más tortura y músculo desgarrado. Más sangre, más nebulosa, más gritos, más terror.
Pedazos de materia y piel cayendo a la arena, sangre a borbotones manchando sus flancos, salpicando al aire.
Y entonces el torero, hombrecillo insignificante, con espada en mano, traspasa la carne del inocente, corta fibra y arterias y el dolor es más agudo, más insoportable y el vagido más silencioso. Un llanto que nadie ve, que se pierde en el rugido de la inopia.
El toro, entonces cae, agonizante, atormentado, sufriente, indefenso, sin entender.