Historia de vida. Por Mary Mosquera

Historia de vida. Por Mary Mosquera

Esta historia conformada de recuerdos, comienza en un pequeño pueblito nombrado Moreira, de la Antigua Galicia, perfumada de nostalgias con hermosos paisajes de verdes mezclados en infinitos colores.

Una pequeña aldea donde la iglesia es el centro de la convocatoria diaria, alternando sentimientos, donde en las tardes penetrando los oscuros matices de la noche, sonaban nítidamente sus campanas enredándose en el sonido del agua, acariciando las piedras del cristalino arroyo, con la caída del sol reflejando las vacas pastando antes de retirarse al corral.

La aldea dibujaba en su paisaje las rústicas casas de piedra de cocinas amplias y un encendido fogón, entre imágenes de mujeres vestidas de largo y un pañuelo apretado a la cabeza, con hombres de boinas negras, enmarcando sus rostros en fiestas parroquiales entre muñeiras y jotas aragonesas.

De pronto, en medio del silencio al detenerse la música, mi nombre: ¡María Jesús!, se escuchó acompañado de la suave brisa que se filtraba entre las plantas.

Era mi madre, esa gallega labradora de la tierra, que sembraba en las mañanas. Mi padre había partido hacia América a mi año de vida buscando la salida a la miseria que instaló un franquismo sometedor y represivo, resabios de esa cruel guerra que ensangrentó a España, tratando de anular la conciencia.

¡María Jesús!, se reiteró el llamado. Había llegado una carta: estaríamos viajando al encuentro de mi padre. Ya con dos años, observé el brillo de los ojos de mi madre y ese temblor en sus manos, que no tenía cuando tomaba el arado, pasaron los días entre preparativos de valijas y llenado de papeles hasta el día del embarque: el Entre Ríos barco de carga argentino.

Atrás la aldea con sus morriñas, sentimientos mezclados entre la ansiedad de lo nuevo. Era la mágica alegría del reencuentro con mi padre del que tantas veces me hablaron, transcurrieron días y días sobre el mar, entre suave y temperamental se defendía del viento y las mareas.

Así llegamos al puerto, que hoy llaman Puerto Madero. Repleto de migrantes entre abrazos y lágrimas. Recuerdo a papá recibiéndome entre sus brazos diciéndome dulcemente “Mi niña” con su boina de lana y sus manos callosas de tanto trabajar sobre las máquinas de una fábrica.

Allí comienzo el recorrido en esta amada patria, que nos recibió desde sus entrañas, desplegando amor desde todos sus rincones. Pasamos por una pequeña piecita de Pompeya con baño compartido, de patios amplios y plantas donde jugaba con Ernesto a la escondida, a la mancha, a la rayuela muy cerca de la Plaza Roca, con toboganes y calesitas

Mis primeros pasos escolares fueron en una escuela de monjas, mientras papá y mi madre trabajaban para el ahorro de una casita lo que yo también hacía juntando moneditas. Hasta que ese día de proyectos llegó a nuestros días, estaba la casita en el barrio que le llamaban Caraza.

Con alegría papá me dijo: “Mi niña nos mudamos”. Era Lanús, atrás quedaba el bar de la esquina “La Blanqueada”. Atrás la calesita cuyos caballos subían y bajaban al compás de la música. Otras raíces sin florecer quedarían en mi pasado, otra mudanza, esta vez no estaría el mar ni el Entre Ríos barco de carga, solo cruzar Puente Alsina hasta llegar a la casa, la más antigua con un patio soleado y enredaderas donde brotaban uvas de distintos colores, los cuartos con piso de madera, una pequeña cocina y el baño en el fondo de ese largo terreno.

Ese fue mi punto de partida, donde crecí llegando a mi adolescencia, impregnada de nuevos sueños, con papá maestro insistiendo con la ortografía. Esa casa antigua se fue transformando, llenándose de ladrillos, cambiando su fisonomía. Con el correr de los años vinieron los amores y tuve mi hijo con la casa sin patios ni enredaderas, militando convicciones, recorriendo los barrios, hasta que una madrugada golpearon la puerta los salvajes que llenarían de sangre la patria en dictadura arrancándome de mis seres queridos dejando en brazos de mi madre, mi primer hijo de tan solo tres meses.

Luego vendría el exilio, mi otro embarazo, mi hija y los proyectos, la militancia nuevamente, el compromiso, las convicciones y mi lugar en el mundo, el pago chico que con amor llamamos Lanús, su historia de lucha, sus pérdidas, de compañerismo, de abrazos con mateadas, hoy, con nietos que dicen “Baba” y agregan “Te amo”.

Continúo viviendo en el mismo lugar donde se escribió mi historia y la continúo escribiendo. Caminando sus calles, las mismas que están construidas de voces, de nostalgias, con orgullo de pertenencia y mientras escribo mi memoria mirando con esperanza el futuro alguna lágrima se desliza por mis letras.

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