A todas y todos los que pudieron venir a la presentación de “Sin ojos que los miren” en el Museo Americanista de Lomas de Zamora. Leímos “Banfield” de Juan Botana, al cumplirse 150 años de la creación de la Ciudad de Banfield.
Banfield es una esquina, una historia de tantas. De amor y de engaño, de horror tal vez. Desolada, triste, perdida. Que me cuesta contar. Porque hay historias que uno lleva mordidas en la garganta y las lleva durante mucho tiempo, hasta que un día siente que las debe escribir, aunque al hacerlo traicione el relato prestado de los retazos de vida de muchos conocidos, aunque les cambie los nombres.
Banfield es una esquina, el olor de los tilos de la calle San Martín, las flores de virgen en los jardines, las ventanas abiertas… y las hojas caídas ¿Y qué más?
Un perro.
(Se llamaba Homero)
Un hombre.
(Le decían Coco)
Una mujer
(Se llamaba Mabel)
Un hijo…
(Su hijo y el de ella)
Y algunos vecinos como nosotros, que hubiéramos querido que no sucediera.
La loma de Zamora encorvada hacia el oeste sobre la calle Santa Fe, la curva de Uriarte hacia el cementerio, la ruta provincial Presidente Perón o el Camino Negro más negro que de costumbre…
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Espero me disculpen por contarlo y mucho más por contarlo así, pero necesito hacerlo.
El grito de gol del Florencio Sola, casi siempre atravesado en la garganta y esta vez campeón. El ruido de las bocinas flameando banderas verdes y blancas hacia Banfield Este, festejando por fin la victoria contenida del “Gran taladro del sur”.
Pero la alegría duró poco y nada, demasiado poco para mi gusto y el de todos y todas.
Del otro lado de Pavón o Hipólito Yrigoyen, la muerte de un hijo se estaba llorando, fanático de Banfield también, al igual que su padre. De la barra brava –decían-, que murió de un paro cardíaco después de verlo campeón la noche del festejo: tranquilo, dormido, custodiando, en el dormitorio de su casa, a la vuelta de la de su padre, mientras descansaba con su hija por última vez.
Voy a decir una barbaridad: “Pero al menos lo vio campeón”, al equipo de fútbol de Banfield me refiero. Porque aunque les parezca mentira para él era muy importante.
Saben que no se sacó el gorro de lana con los colores del club durante todo el campeonato, y eso que hacía calor, “por cábala”, decía.
–Qué sé yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
No fue la única muerte.
Por desgracia hubo otra antes y otra después.
En la luz de la calle que no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Prendieron los patios, las cocinas, las mañanas, las sillas en la vereda, algunas ventanas y algún que otro farol.
Pero la luz de la calle no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Algunos llamaron a la empresa de luz y nada.
Algunos llamaron a la suerte y nada.
Algunos llamaron a la policía y nada.
…Nada.
Hasta que el silbido del tren retumbó en lo de Coco, como un tango bajo de paredón y después al sur, por el viento este que arrastra la muerte y el dolor en remolinos.
Fue ahí cuando escuchamos otro grito, pero esta vez no fue de gol, ni de campeón, ni de festejo, ni nada parecido.
Corrí hasta su casa, asustado, temblando de miedo, nervioso, traspirando, como sabiendo lo que iba a encontrar.
Lo miré de frente, pero no pudo mirarme a los ojos.
Todos sabíamos lo que iba a hacer. Su mujer y su hijo se fueron de la vida antes que él y sentía morirse. Su esposa Mabel falleció hace unos meses y cuando Coco empezaba a reponerse de su muerte, pasó lo de su hijo y ya no tuvo forma de soportar el dolor.
Nadie iba a culparlo si lo hacía y hubiéramos ocultado la evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un revólver en la mano. Esperando…
–Qué se yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
No les conté que Homero se quedó en la esquina, sin irse del barrio. Homero era un perro que vivía en la otra cuadra. Se ve que a él también le gustaban los árboles de tilo de la calle San Martín, como a todos nosotros y por eso se quedó. Era amigo de Coco, muy amigo de Coco, como todos nosotros.
Se quedó esperando a su dueña que se mudó a la capital hace un tiempo y lo dejó abandonado, y nunca más volvió a buscarlo, confiada que entre todos nos íbamos a cuidar los unos con los otros, pero se equivocó o no le importó.
Antonio, que vivía enfrente, intentó adoptar a Homero, pero este no quiso, incluso fue su único hijo el que le puso el nombre, porque en realidad no sabíamos cómo se llamaba.
El muchacho de la garita también quiso adoptarlo, pero tampoco aceptó. Prefirió ser de todos y de ninguno. Se hizo amigo de Coco, muy amigo de Coco, como todos nosotros también.
Sin embargo todos nos creíamos un poco sus dueños, porque él nos lo hacía sentir así.
A todos nos acompañaba, nos buscaba, nos movía la cola, nos hacía compañía, nos defendía de cualquier peligro. Nos visitaba un rato y se iba. No pedía comida ni tenía sed, y quizás era por eso que todos le daban un poco de agua y comida porque lo querían.
Mi mujer y yo lo curamos un día, después de una pelea de la que salió malherido y es probable que por eso nos recuerde con cariño.
Pero esa noche no pudimos salvarlo.
Yo no corrí esa noche hasta la casa de Coco, como dije hace un rato –les mentí-, porque de verdad me hubiera gustado haberlo hecho, pero no lo hice. Estábamos de vacaciones en Torres, Brasil. Ni siquiera escuché el grito desgarrador que se oyó desde su casa, ni lo vi esa noche, ni siquiera a Banfield salir campeón, pero puedo imaginarlo.
–Qué sé yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
No me acuerdo porque me lo contaron y tuve que armar la historia a través de diferentes relatos: uno más triste y menos creíble que el otro.
Dijeron y se siguen diciendo tantas cosas de Homero. Antonio creyó oír el grito por todos lados y se mandó solo a buscarlo: desesperado, pero no lo encontró.
Por la estación de Escalada primero, por la cancha de Talleres, por Llavallol, por Adrogué, por Burzaco después. Desconsolado, sin mayor suerte.
Dicen o dijeron:
–ya no me acuerdo porque me lo contaron y el relato del relato siempre es menos verosímil y un tanto trastocado-,
que lo vino a buscar la dueña anterior y que se lo llevó a la capital,
que se fue de vacaciones a Torres, Brasil, con nosotros y que le gustó tanto la playa que nunca más volvió,
que todavía está festejando en las tribunas de la cancha el campeonato de Banfield,
que defendió al hijo de Coco de un paro al corazón y que perdió,
que lo defendió a Coco en su pelea contra la muerte y la de su esposa y que perdió a medias,
que se puso adelante para salvarle la vida.
“Dicen…”,
-porque yo no lo vi y lo cuento porque me lo contaron-, si no tampoco podría hacerlo, ni decírselo a alguien, y quedaría como tantas otras cosas que quedan ahí, doliendo, clavadas para siempre en una sucesión sin herencia ni relatos a los que poder abrazar.
Porque en las esquinas de Banfield, los amigos se heredan y también los cuentos y el dolor después, y convivimos con eso, como tantos, como otros.
–Qué sé yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Beba, que es una vecina del barrio de toda la vida, dice extrañar la calle Cabrera y nunca va.
Y a ellos –me refiero a Homero y sus amigos-, los extrañan la calle Aráoz, justo donde se cruza con la calle San Martín, la esquina -mejor dicho-. La esquina que fue su corazón y su abandono el de todos. Una perla, una cicatriz en el lomo de una vida sin collar que los ahogó a los dos (o a los tres o a los cuatro y a no sé cuántos más…).
–Qué sé yo-.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Banfield es una esquina, una historia de tantas, la memoria de algunos como yo.Y el silencio de muchos por temor que el recuerdo los ahogue en llanto y los haga extrañar… Un cementerio doblando por Uriarte con más de una flor.
Un farol… Una luz de la calle que no quiso prender esa noche. No quiso. No hubo manera.
Banfield es una esquina, en la que Homero, el hijo de Coco y su mujer antes, ya no están.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Nadie iba a culpar a Coco si lo hacía y hubiéramos ocultado la evidencia de haber querido, pero no quisimos.
Estaba contra la pared, plasmado, con un revólver en la mano. Esperando…
Esperando que otra vez su hijo diera vuelta la esquina de la calle San Martín doblando por Aráoz con olor a tilo, con el gorro de lana puesto -aunque hiciera calor-, con los colores de Banfield, soñando que esta vez sí iban a ser campeones y lo viniera a visitar como todos los días, como tantas veces. Aunque sólo el recuerdo ahora lo mantenga vivo o algo así.
Porque la pared de su casa que da a la calle no lo sostiene cada mañana, lo sostiene el recuerdo.
¿Y qué más? ¿Qué más? -que no me acuerdo-.
Después… Coco levantó el cuerpo de su esposa y el de su hijo con Homero al lado, porque era un perro acostumbrado a pelearle a la vida y que sabía perfectamente lo que era perder, pero además era su amigo y no quiso abandonarlo en ese preciso momento. Y se tiró encima de Coco cuando éste en silencio intento matarse, un día en su casa; y el disparo, en cambio, lo atravesó a él. Fue desgarrador el grito de Coco y después el silencio.
-Lo cuento como me lo contaron porque yo no estuve allí-, lamentablemente y me duele también por eso-.
Todos nos quedamos atónitos mirándolo como un fantasma y lo seguimos haciendo: todos preferimos no preguntarle, todos retiramos el revólver de su mano, con cuidado y con miedo, todos nos declaramos un poco culpables. Y jamás le preguntamos dónde enterró a Homero. Porque todos sabemos fehacientemente que entregó su vida a quién sabe qué. Porque si se van los que más queremos y no los seguimos, no estaría bien.
(Todos seguimos atónitos mirándolo cada mañana como si fuera un fantasma)
Coco fue hasta la esquina, miró para un lado y para otro, hizo de cuenta que se olvidaba algo y volvió….solo, en el amanecer de cada mañana y cada mañana, asustado por lo que había hecho. Entró a su casa, tomó la bordeadora, salió a la calle y cortó el pasto por enésima vez.