Avanzan los amantes y las calles se abren para ellos: ríen mientras pisotean el césped, se besan en las esquinas y la avalancha de caricias los empuja hacia los aleros, se mezclan con la gente seria y gris, separan sus manos en los montículos de turistas y luego las vuelven a juntar, llenas de ansias y humedad.
Llegan al destino y levantan la vista: cuatro soberbias columnas se erigen y sostienen el frente. Se puede leer: “Descansen en paz”.
Entran y de inmediato se unen al resto de sus compañeros. El Profesor hace un paneo general y ancla su mirada en ellos.
-Eros y Priscila, ya sé que llegaron tarde. Firmen la asistencia y agarren cada uno sus guías.
Los alumnos hacen un circulo alrededor del docente y abren sus guías. Luego escuchan:
-Este cementerio se fundó en 1822, con el fin de terminar con los entierros caseros y ordenar la muerte…
Mientras que el Profesor se explaya en la historia del cementerio, Priscila busca la mano de Eros, aprieta sus dedos en la clandestinidad y le susurra al oído: “Te amo”, él ríe y dibuja con sus labios una respuesta que queda flotando en el aire, hasta que el vozarrón del orador deshace hasta el más mínimo susurro:
-Este cementerio es una joya arquitectónica: en los mausoleos de estas bastas calles, se pueden ver las firmas de los escultores y arquitectos más importantes del mundo; podemos decir también, que es el reflejo de una Argentina que desapareció: un país pujante y en crecimiento; cuya clase dirigente, la oligarquía, que era una nobleza sin corona, buscaba desesperadamente aparentar una grandeza monárquica. Es así que se construían un palacio inglés en la estancia, uno francés en la ciudad y un mausoleo italiano en el cementerio.
El Profesor se pierde en su propia locuacidad, se arriman turistas, transeúntes antes escépticos. Su brazo derecho se dispara y abre un camino a transitar: caballos indómitos lo pueblan, cúpulas rematadas en oro y calas podridas. Avanza y se sigue sumando gente. Una mística religiosa lo nutre y llena de energía.
Eros y Priscila aprovechan la confusión y se pierden entre el bullicio. Sus narices se encuentran, mientras el docente explica los símbolos de la masonería. Luego se besan y cierran los ojos, sus oídos quedan desnudos y empieza el desfile, simultáneo y desordenado de todo el drama nacional: el descuartizado Dorrego y su descuartizador Lavalle; los tinteros endemoniados de Sarmiento y la barba arbolada de Quiroga, un pasamanos de asesinos y torturadores que guían el peregrinaje del cadáver de Eva Perón y, finalmente, la mirada indecisa de Rufina Cambaceres. Abren los ojos y se ven reflejados. Dicen a la par:
-El mundo desmoronándose y nosotros enamorándonos
El Profesor continúa el relato:
-Ahora, señores y señoras, la historia más atrayente del cementerio…miren bien este monumento…
Todos los presentes se miran y luego se pierden en los detalles de la imponente escultura. Se puede ver: un estadista canonizado en un sillón, leyendo, mirando con soberbia a un horizonte siempre diminuto, insuficiente; a su espalda, separada por un río caudaloso, una mujer, empecinada en sostener su mirada independiente.
-El Dr. Salvador María Del Carril fue un prominente político: Gobernador de San Juan, ministro de Rivadavia, fue uno de los intelectuales que le nubló el pensamiento a Lavalle y lo persuadió de matar y descuartizar a Dorrego.
Luego de este hecho aberrante y con la llegada al poder de Rosas partió al exilio. En Uruguay conoció a Tiburcia Domínguez, ella tenía 17 años y él 42. Se casaron y tuvieron diez hijos, compartieron la amargura y miseria del exilio; a tal punto, que fabricaban jabón en la bañadera de su casa y se lo vendían a los vecinos.
Luego de la caída de Rosas pactó con Urquiza y volvió al país, fue constituyente y se convirtió en vicepresidente. Volvió a brillar en la política e hizo grandes negocios con Urquiza.
Todo iba bien, hasta que, en 1862, frente a los despilfarros de Tiburcia Domínguez, publicó una simple esquela en el diario el Nacional. Decía: “A partir de este momento no me haré cargo de los gastos de mi esposa”.
Doña Tiburcia, frente al escándalo, contestó con una violenta carta, donde sentenció: “Nunca más le dirigiré la palabra en mi vida”.
Así pasaron los años, entre el silencio y la distancia, hasta que en 1883 Del Carril murió y Tiburcia sintió alivio. Solo preguntó: “¿Cuánta plata dejó el desgraciado?”.
La verdad es que dejo mucha. Tanta que no escatimó en mandarle a construir este soberbio monumento.
En ese momento, mientras todos se concentran en la escultura, Eros y Priscila se miran, ven como el tiempo convierte al amor en un cadáver más del cementerio, como la realidad arrasa con los sueños de juventud.
Continúa el Profesor:
-Le encargó la obra a Camilo Romairone y, el resto del dinero, lo dilapidó en viajes, fiestas, mansiones, lujos monárquicos.
En 1897 murió. Antes del final, le encargó al artista José Arduino su propio monumento. Le dijo al oído sus únicos requisitos: “Quiero ser enterrada junto a mi esposo, quiero que el monumento esté a espaldas de este, mirando en direcciones opuestas por toda la eternidad”.
El Profesor concluyó y, con su magnetismo, se llevó a los alumnos a la bóveda de Eva Perón. Solo dijo:
-La muerta más viva del cementerio, el féretro rodeado siempre de flores frescas y llamas de pasión ardiente.
Priscila se acerca a Eros, lo peina con delicadeza, luego le acaricia la barbilla.
Conecta su mirada con la de él y se lo dice:
-La eternidad no es más que el manojo de segundos que tenemos entre los dedos, no es más que la mirada que nos une, la voluntad de elegirnos la suma de los días que dure este viaje.
Eros la abraza y se besan como siempre. Miran sorprendidos la distancia que los separa de sus compañeros. Se toman de las manos y empiezan a correr; a sus espaldas, por la eternidad, queda el monumento de Salvador María Del Carril y Tiburcia Domínguez.