Me encuentro con la estatua de Giacometti, esa figura que avanza sin llegar del todo, suspendida en el umbral de un paso infinito. Por un instante somos lo mismo: un gesto de bronce y de carne, un deseo de movimiento detenido en la eternidad del instante.
Doy un paso, como su estatua, pero no hacia el vacío: hacia el amor, hacia ese territorio sin mapas donde los cuerpos titubean y los corazones aprenden la gramática del otro. Doy un paso y en él me reconozco, con la misma fragilidad estirada al viento, con el mismo anhelo de atravesar el tiempo sin perderme.
Giacometti sabía que caminar es amar: lanzarse a lo incierto con la fe de que habrá un suelo que sostenga, una mirada que acoja. Su estatua avanza y yo con ella, sabiendo que el amor es eso: un paso, un temblor, un vértigo hermoso que nos convierte en obra de arte.
El acero descarnado del artista avanza con la obstinación de quien ha sido despojado de todo menos del deseo de ir más allá. No hay carne en sus figuras, solo el temblor de un cuerpo que persiste aun cuando el viento lo atraviesa.
Su paso es un desafío al peso del mundo, una rebelión silenciosa contra la inmovilidad. Un pie delante del otro, y ya no es estatua: es hombre que duda y aun así, avanza.
Pero mi pie no se hunde en el bronce, sino en la carne del instante, en el umbral del amor que me llama.
Porque amar es eso: atreverse al vacío, atravesar la intemperie del miedo con el cuerpo expuesto, ser como el acero del escultor, vulnerable y eterno en un mismo gesto.