Escritor y gestor cultural, autor de los libros “Estocada”, “700 kilómetros”, “El lado oculto”, “Sabores de una vida” y “Sin culpas”.
¿Cómo y cuándo empezó tu amor por el arte y por gestionar la cultura?
Creo que no hay un momento o una fecha exacta para decirte, todo se fue dando paulatinamente. Comencé a gestionar mis primeras presentaciones de libros, donde había diferentes expresiones culturales y eso fue despertando interés y curiosidad, más que nada por la pintura. Luego se fue presentando la oportunidad de coordinar encuentros literarios y organizar algunas colectas de libros para bibliotecas escolares que lo requerían, de ese modo fui descubriendo que la gestión cultural es muy interesante, es algo que disfruto desde el momento en que comienzo a trabajar en ello.
Además, sos narrador de historias … ¿Querés contarme de qué se trata?
Lo de narrar historias de vida surgió luego de que publicara la mía, allí note que escribir recuerdos y vivencias que marcaron de un modo especial a las personas es lo que me atrae. Charlar, escuchar y transcribir sentimientos es reconfortante, el desafío real es que el lector logre percibir esos sentimientos vividos por el biografiado.
¿Por donde llega a vos esta veta artística?
El arte de escribir comienza como te decía con mi primer libro, allí narro partes de mis vivencias con respecto a mi identidad y esa búsqueda tardía tal vez, pero satisfactoria. Ese es el primer acercamiento y participación con el arte. Antes de eso solo era un lector, ahora me defino como un lector audaz que se anima a escribir.
Contame de tus libros
En cuanto a mis libros, el primero es Estocada, diría que es una suerte de nave insignia, fue el génesis de esta etapa en mi vida ligado a la escritura. Luego llegó 700 Kilómetros, que es la continuación del primero donde cuento los hechos acaecidos luego de conocer mi identidad. El tercero y el cuarto libro son: El lado oscuro y Sin Culpas, ambas son pequeñas novelas históricas ambientadas en la Rosario de 1940. Luego de eso retomé las historias de vida y edito Sabores de una vida, la biografía de una personalidad de la provincia de Tucumán. Allí el libro fue declarado de interés provincial y de interés cultural por la intendencia de Famaillá, donde es oriunda la protagonista. En estos momentos está próximo a editarse otra historia de vida de una persona de la localidad de Maschwitz.
¿Dónde naciste y de dónde vivís actualmente?
Nací en Tafí Viejo, Tucumán. Vine desde muy pequeño a la ciudad de Buenos Aires, y actualmente vivo, hace más de quince años en Capilla del Señor.
¿Qué lugar ocupa la esgrima en tu vida?
La esgrima ocupa un lugar central en mi vida, soy instructor de esgrima y esa es mi verdadera pasión, algo que sin dudas heredé de mi padre biológico.
´¿Si alguna persona quiere escribir su historia de vida, donde puede contactarse?
Si alguien desea consultar, escribir o conocer acerca de las historias de vida o de relatos de vivencias, se puede comunicar al 1133038666 o el instagram personal @vic.medra, o @narradordehistorias
El mensajero, un cuento de Víctor Medrano
Los rayos de sol del atardecer bañaban de cobre las aguas del Bermejo. Allí donde zigzagueaba caprichoso dividiendo en dos la yunga salteña, como un preciso estilete que rasgaba la verde obra de arte pintada por la Pachamama.Sobre sus márgenes se alternaban las mansas playas arenosas, con las encumbradas barracas de imponentes vistas. A escasos metros de la orilla la exuberancia explotaba de verdor. De día, la vista se extasíaba con la extensa selva y los sonidos agregaban su encanto de misterio al entorno; de noche, la mística oscuridad parecía rememorar la historia ancestral de aquellos antiguos habitantes originarios.
Omohe Wara, vivía en soledad a pocos metros del bondadoso río, el mismo que le proveía vida y sustento desde hacía cientos de años a aquel lugar.
Su rústica y precaria casilla era su cobijo, se había separado de su gente y abandonado su vida nómada, algo que era característico de la comunidad Wichi. Tomó la decisión y se marchó, para radicarse en aquel paraje donde vivía actualmente; a aquellos que decidían vivir de esa manera se les llamaban ”Montaraces”.
En su juventud, Omohe había sido pescador, cazador y conocedor del mundo de arriba donde vivían los antepasados en forma de estrellas, y del que existía bajo tierra, que era la morada de los muertos. También sabía de los cuatro ciclos naturales de la luna: el ciclo de las flores; de las algarrobas; de las cosechas y de las heladas. Para los Wichis la naturaleza era la dadora fundamental de todo aquello y estaba protegida de los seres vivos por los dioses: el señor de los peces; el dueño del Monte y el padre de los pájaros, eran ellos quienes castigaban a los que depredaban o casaban en exceso . Con el correr de los años estuvo al frente de la comunidad como cacique, se casó con Iyali, formó una familia y tuvo dos hijos. En su cultura las mujeres habían descendido del cielo mediante una larga soga hecha con las hojas del chaguar, las mismas que hilaban para luego realizar sus atractivos tejidos.
Cierto día, estando su marido ausente cazando junto a otros miembros de la comunidad, ella enfermó gravemente. Su estado de salud empeoró de manera inexplicable y súbitamente a los pocos días falleció. Cuando él regresó, su dolor no tuvo consuelo, la angustia fue aún mayor al no haber podido despedirse de su esposa. Hwala el chamán de la aldea, era quien percibía las dimensiones ocultas de la realidad, el se comunicaba y aliaba con los espíritus, era el puente entre la comunidad y lo sobrenatural. En aquella ocasión no pudo ayudar a su Cacique para que acompañará el paso de Iyali al mundo de los muertos. Desde entonces Omohe, a pesar de que su gente lo necesitaba, embargado de tristeza decidió abandonar la comunidad para retirarse a vivir solo como un “montaraz”.
La yunga además de tener una amplia y variada vegetación, posee una fauna diversa, allí existe un animal que representa la energía de la naturaleza y considerado el protector de la selva, es el jaguar o Tiog en voz Wichi.
Aquella lloviznosa tarde, mientras Omohe reparaba unas de sus redes sobre la húmeda arena del río, el rugido que escuchó lo hizo sobresaltar. Al dirigir la vista hacia donde provenía el sonido, pudo ver a unos trescientos metros sobre el barranco como dos Tiog luchaban frenéticamente. El más longevo de ellos, intentaba mantenerse alejado del otro que aparentaba ser más vital. Sorpresivamente este se abalanzó y alcanzó de un zarpazo el cuello del viejo Jaguar, quien emitió un rugido quejoso, al tratar de retroceder para evitar la embestida cayó inerte por el barranco. El sonido seco que produjo el cuerpo magullado del animal al impactar contra el suelo estremeció al cacique.
Con cautela se acercó al jadeante animal que sangraba profusamente por el cuello desgarrado. El dorado de la arena bajo su cuerpo mutó a un rojo oscuro y el agua se tiñó y espesó en cada vaivén de las olas que alcanzaban a acariciar al maribundo animal.
El improvisado camastro de ramas y lianas que cargaba el cuerpo resistió hasta llegar cerca de la choza de Omohe. Allí, mantuvo a la fiera amarrada mientras curaba con hierbas y hojas maceradas la profunda herida. Ya con la noche como compañía envolviendo todo con su embrujo, terminó de realizar las curaciones y antes de marcharse dejó sobre la tierra polvorienta algunos trozos de carne de quirquincho, que había cazado el día anterior. Finalmente liberó las ataduras de sus patas y lentamente se alejó al ver que el animal intentaba reaccionar. En la plenitud de la noche, cuando los sonidos de la selva se apoderaron del aire, desde su choza y aguzando el oído podía escuchar la respiración entrecortada del maltrecho Tiog. Antes de dormir aseguro con algunos palos y ramas la entrada de la casilla, para estar más tranquilo. Recordó a su esposa Iyali como todas las noches, dijo algunas palabras inteligibles y luego procuró dormir intentando aferrarse a ella a través de sus sueños.
Bien temprano, al amanecer y antes de comenzar con sus tareas, tomó el resto del quirquincho que había reservado y lo llevó hasta donde estaba su huésped. Al acercarse, el animal emitió un corto rugido débil e intentó levantarse, Omohe dejó la carne una vez más en el suelo y sin darle la espalda retrocedió hasta perderse en el bosque.
Durante dos días realizó aquel ritual. El tercero, se levantó sorprendido al notar que el animal ya no estaba, por un instante una mezcla de alegría y angustia le invadió el pecho. Aquel viejo Toig sin saberlo había sido una silenciosa compañía durante aquellos días, ahora la soledad se apoderaba nuevamente de su vida.
Dos días más tarde regresaba con paso presuroso, llevando un pequeño yacaré colgando de su hombro. Procurando que la noche no lo alcanzara, ya que el sol rasgaba con su último fulgor las ramas frondosas de los árboles y el frío comenzaba a instalarse entre las sombras de la selva. La noche lo acechaba amenazante invitandolo a apresurarse. El ruido imperceptible de una rama al cortarse lo hizo detenerse, al voltearse notó como una tenue figura se escurría detrás de un arbusto, lo ignoró siguiendo a paso firme. Una vez más el suave crujido de la hojarasca al ser pisada le llamó la atención, pero esta vez aún más cerca. Conocía quién estaba rondando y acompañando su andar, como así también sabía que los jaguares jamás atacaban al hombre. Esa noche dejó algo de pescado cerca de la casa, recordó a Iyali e imaginó una vez más aquella inexistente despedida entre los dos como último gesto de amor. Antes de cerrar los ojos, por medio de una pequeña rendija en la pared de barro, alcanzó a divisar un par de pequeñas esferas brillantes, inmóviles en la abismal oscuridad de la selva. Está vez estaba tranquilo, no hizo falta asegurar la entrada, intuía que algo quería comunicarle aquel animal, sabía que por alguna razón estaba allí.
Apenas el sol rasgó las penumbras del bosque despertó y corrió el cuero que colgaba de la abertura y hacía de improvisada puerta. Sorprendido, se encontró con la penetrante mirada del Toig que le transmitía una inmensa paz, sin saberlo aquella sería la última vez que se verían,. Pero el protector de la naturaleza no estaba solo, Omohe percibía un sutil zumbido, primero a su izquierda ,luego a su derecha, hasta que al fin lo pudo ver. El pequeño colibrí volaba ajetreadamente cambiando de dirección en torno al jaguar. Los prístinos rayos de sol que ahora brillaban con más fuerza, reflejaban su delicado plumaje tornasolado. Azules, verdes y violáceos reflejos destellaban e hipnotizaban la mirada de Omohe. De pronto Toig giró sobre sus patas, dio dos pasos de manera agraciada y saltando delicadamente sobre la hierba empapada, y a modo de saludo, esparció transparentes perlas de rocío que resplandecieron con la luz matinal. Luego desapareció entre la verde y espesa vegetación de su bosque.
El Cacique retrocedió sin quitar la vista del ave y cayendo sentado sobre su catre, creía saber lo que sucedería.
Su mirada esperanzadora se pobló de lágrimas. Su corazón henchido de ansias parecía no caber en su pecho, en medio de aquel amanecer, sus latidos y el sutil aleteo del ave parecían estremecer cada rincón de la yunga. Permaneció inmóvil, pensando en ella, en Ilayi, y aguardando a que el mensajero finalmente volará hasta él para regocijar su alma.