Capítulo 1: Las condiciones de producción de sus crónicas.
1.2 La crónica: un género fronterizo (baldío). De los modernistas a Perlongher y de Perlongher a Lemebel
“Bajo las matas / En los pajonales / Sobre los puentes / En los canales / Hay cadáveres. (…) Precisamente ahí, y en esa dicha / de la que deshilacha, y / en ese soslayo de la que no conviene que se diga, y / en el desdén de la que no se diga que no piensa, acaso / en la que no se dice que no se sepa… / Hay cadáveres. (…) En ese golpe bajo, en la bajez / de esa mofleta, en el disfraz / ambiguo de ese buitre, la zeta de / esas azaleas, encendidas, en esa obscuridad / Hay cadáveres. (…) En la provincia donde no se dice la verdad (en la ciudad) / En los locales donde no se cuenta una mentira / -Esto no sale de acá- Hay cadáveres“ (Perlongher, 2012:79-80-84).
Cadáveres enterrados a plena luz del día en las crónicas de los escritores modernistas hasta este texto de Perlongher. Cadáveres reescritos por las noches en el melodrama cotidiano de alguna que otra calle abandonada, en alguna que otra esquina desolada, en algún parque oscuro, atrás de los árboles para que no los vean, detrás de los postes, esperando ser leídos, en algún que otro relato.
Si Rossana Reguillo lo dice refiriéndose al melodrama, pero el sombrero de ala ancha que esconde la navaja callada de un “escritor cuchillo” bien se acomoda a la crónica. Si en Latinoamérica la crónica como forma expandida de relato ha servido entre otras cosas para contar al mundo, para visitarlo, para sacarlo de la mudez en la que vive, para ponerlo en forma, para relocalizarlo, para darle un sentido al sin sentido (Reguillo, 2011).
Quizás porque los saberes populares, a menudo, se mueven más rápido para detectar las contradicciones de la modernidad (y la desilusión del no poder y el desengaño y los sueños que reprimimos soñar) y construyeron en la crónica latinoamericana, como ya dijimos, una solución de continuidad entre la realidad y la ficción, como una manera de anclar en el relato una memoria y una matriz cultural que se resiste, o simplemente, no se deja contar de otra manera (Reguillo, 2011). Como práctica híbrida, que como sostiene García Canclini (2001) reconvierte lo popular/folklórico en una práctica moderna, donde componentes y formas de expresión olvidados y despreciados por la modernidad, como la narración oral, se re-insertan, se dimensionan y se potencian de modo que favorecen el surgimiento de un género (o forma) re-novado(a), con toda su caracterización estructural, pragmática y sociocultural; es decir, con toda una dinámica de supervivencia que garantiza la existencia de lo popular en medio de condiciones económicas y culturales más modernas.
Y la crónica se convirtió (de a poco) en el reflejo de una época y de una sensibilidad que cada tanto se propone volver como deseo irrefrenable, al tiempo que gran parte de los sectores marginales latinoamericanos fueron inventados por la crónica al nombrarlos, al contarlos, al sacarlos del silencio con sus dichos. Y esta forma particular de relato logró abolir la frontera entre lo real y lo representado para que grandes sectores de la población que interpretaron y fueron interpretados por esta nueva forma de narrativa-evolutiva-síntesis se convirtiera más que en un género en una matriz cultural (Reguillo, 2011).
Se trata, entonces, de un lenguaje que se constituyó en una época en América latina, pero que cada tanto, como ya dijimos, decide volver aún con más fuerza en sincronía con aquel pasado, que sirvió para contar, acaso de otra manera, los grandes procesos migratorios del campo a las ciudades, la urbanización de los modos de vida, el desarraigo y la nostalgia, las transformaciones en el amor desde el 1800 hasta la actualidad y las diferentes maneras en que las sociedades latinoamericanas hicieron, como pudieron, frente al despegue de una modernidad que no fue capaz de incorporar la diferencia, la cultura profunda, que encontró en la crónica la posibilidad de expresión que la modernidad le negaba. Por eso la crónica sobrevive aún (y a pesar por su peso) de maneras complejas y contradictorias. Sin embargo, al gestarse las transformaciones en las formas de sensibilidad, en buena medida operadas por los crecientes procesos de globalización, se ha producido una evolución en los múltiples modos de contar al mundo (Reguillo, 2011). Y en el ciclo de urgencias en que parece haberse convertido la escena social, la crónica fue ocupando los lugares que dejaron otros, de rebote, casi por obligación, por qué alguien tenía que hacerse cargo, por qué alguien tiene que decirlo.
Antecedentes de la crónica (y su despertar)
Como señalan Juan Cantavella (2004), entre otros, es preciso señalar que cuando el género despertó, la crónica ya estaba allí, y no era precisamente periodística. “La crónica no nace con el periodismo, sino que este aprovecha una tradición literaria e histórica de largo y espléndido desarrollo para adaptarla a las páginas de prensa” (2004:395).
Cientos de años antes de “migrar” a la prensa, a fines del siglo XIX, adaptándose al nuevo formato que esta le imponía, el mundo conoció los relatos de los “Cronistas de Indias”, que iban desde las cartas de relación de Cristóbal Colón y Américo Vespucio a las crónicas de la “conquista” de América de Hernán Cortés, Fray Bartolomé de las Casas o Bernal Díaz del Castillo, entre otros. De ahí, que se piense a la crónica como un género eminentemente latinoamericano. En estos relatos sobre la conformación del imaginario del “Nuevo Mundo” podemos situar a la crónica como un artefacto literario utilizado por una persona con competencia literaria para relatar a un determinado público lo que sucedió en un lugar específico en el que este autor ha estado o de un hecho en el que ha tomado parte.
Para Esquivada, las Crónicas de Indias se trataban de “una relación de hechos en las que cabrían la historia y la mirada del autor muchas veces estimulado por imaginaciones” (2007:114), y en las cuales convivía un afán literario con el deseo de obtención de reconocimientos, títulos y propiedades. En la época colonial, la crónica se dedicaba a relatar grandes hazañas, desarrollando principalmente las características épicas y poniendo énfasis en la presencia del narrador en los sucesos relatados.
Si bien la crónica había tenido un desarrollo previo, especialmente entre los siglos IX y XIV, período durante el cual funcionó como instrumento de propaganda, como bien afirma Gil González: “Tener cronista y que la crónica defienda con vehemencia una causa [la de la “clase alta”], de familia noble o doctrina eclesiástica era un hecho común en toda la Europa Medieval” (2004:3), (que si bien los autores descartan este hecho como antecedente principal, no es descabellado pensar que esta práctica continuó de algún modo en su formato periodístico en los relatos de muchos cronistas modernistas y posteriores al modernismo).
Otros antecedentes de la crónica para Susana Rotker siguiendo a Julio Ramos (2003) son los cuadros de costumbres y las crónicas periodísticas francesas de mediados del siglo XIX. Los primeros tenían como función “ordenar el espacio de representación nacional” (2005:106). Los cuadros costumbristas, con toda su dosis “congelante” de la realidad y su mimesis aparentemente regionalista describen reiterando costumbres como rituales cívicos. Era Ricardo Palma uno de sus principales exponentes, quien creía que había que reeducar al pueblo con su propia historia y aunque ubique lo raigal en la Colonia se dedicó en gran medida a representar al Otro (y por eso nos interesa como antecedente), y el otro es un perro, es un pícaro, es el extranjero que termina suicidándose. Las segundas, es decir, las crónicas periodísticas francesas o chroniqueur eran “el lugar de las variedades, de los hechos curiosos y sin la relevancia suficiente como para aparecer en las secciones “serias” del periódico (2005:106).
Los precursores de la crónica en América latina (y su invención)
Los precursores de la crónica en América Latina para Susana Rotker (2005) son: Manuel González Nájera (en El Nacional de México, 1880) y José Martí (en La Opinión Nacional de Caracas, 1881-1882 y La Nación de Buenos Aires 1882-1895, pero también éste último en La Opinión Pública de Montevideo, La República de Tegucigalpa, El Partido Liberal de México y Las Américas de Nueva York), quienes no se conformaron con la escritura como mero entretenimiento sino que le imprimieron al espacio de la crónica un vuelco literario. Martí más ligado al nuevo periodismo: utiliza recursos narrativos para llamar la atención y hacer vivida la noticia. Crónicas sobre los barrios bajos (que hayan sido de Nueva York cuando fue corresponsal para el diario La Nación, esperamos que no sea contradictorio para buscar continuidades entre él, Perlongher y Lemebel). “Qué mejor enseñanza que estar donde las cosas suceden”, decía.
Pero es a partir del “descubrimiento” de América y los relatos que dan cuenta del mismo que la crónica alcanza su forma más acabada. Ya en esta etapa inicial se observan dos características propias del género: la presencia del sujeto-autor, en calidad de testigo o partícipe de los hechos que narra y el relato de acontecimientos que se dan por ciertos (pero cuya verificación no está sujeta a ningún tipo de prueba documental, sino a una verdad de tipo contractual entre autor y lector) y que son narrados a partir de la utilización de todo tipo de recursos literarios. Como sucede en las cartas de relación de Hernán Cortés que para Gil González es:
Testigo privilegiado de los hechos, que, con independencia de los fines ideológicos que defienda, se encarga de estructurar los sucesos según dictamina su creatividad, siempre y cuando obedezca a una serie de características impuesta por la historiografía. Además, sobre él recae la crucial labor de seleccionar los hechos, interpretarlos, acomodarlos a sus receptores… en definitiva, labores propias, no sólo del historiador sino también, en buena medida, del ámbito del periodismo (2004:4).
Con lo que la “Crónica de Indias” conforma un tipo especial de relato, al mismo tiempo protohistórico y protoperiodístico, que para Michel De Certau (2006), como ya vimos en la Introducción, estaría vinculado a una voluntad de dominación sobre el otro, –la del europeo-, incidiendo el acto de apropiar y territorializar una presencia inédita en tales parajes, haciendo suyo el espacio a través del acto de nombrar al “otro”, de contar al “otro”, de la manera de cómo contarlo, y esa mirada inaugural del y al “otro”, en el oteo a una realidad que deslumbra, nace la crónica en América Latina como “visión del mundo”, como imagen erótica y guerrera, produciendo un género intermedio que ficcionalizaba lo histórico, integrando narrativa con biografía, descripción científica y ensayo con poética y sensibilidad con memoria (Maracara Martínez, 2001).
La fundación de los imaginarios nacionales (y la profesionalización de los escritores)
Para Julio Ramos (2003), como ya dijimos, la crónica (también) habría aportado de alguna manera a la fundación de los imaginarios nacionales en América latina, cuando al capturar en su formato oral todas esas voces y relatos de “los otros” –indios, gauchos, negros- (con Perlongher y Lemebel se van a sumar otros tantos “otros”: prostitutas, “locas”, putos, pobres, travestis, enfermos de sida, marginales, desaparecidos, asesinados, abandonados, que seducían y amenazaban, los escritores hispanoamericanos pudieron incluirlos en libros que muchas veces funcionaron como “depósito” de cuentos y anécdotas, como paisajes antes que crónicas.
Y siguiendo a Ramos (2003) en el análisis de la modernidad en América latina y sus desencuentros, sostiene que la emergencia de grandes periódicos en varias ciudades del continente en las últimas décadas del siglo XIX abrió la puerta a la intervención de escritores en vías de profesionalización más por necesidad laboral que por necesidad literaria (ya que como vimos con anterioridad –casi todos- trabajaban para diarios), formalizando a través del género-crónica el interés de lectores ávidos de novedades sobre la modernidad norteamericana o la moda en París o las nuevas configuraciones urbanas producidas por la inmigración y las tensiones sociales. La modernización de la América de habla hispana, con su desarrollo desigual, sus frágiles formas estatales y sus cambiantes fisonomías socioculturales, tuvo su expresión en la escritura de los modernistas: José Martí, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, José Asunción Silva, Leopoldo Lugones, Enrique González Martínez, Manuel Díaz Rodríguez, Ricardo Jaime Freyre, José Enrique Rodó, entre otros-, conocidos primero como poetas, algunos como cuentistas, y ahora como cronistas. Porque lo que hoy decimos que es crónica ayer no lo era. Porque lo que ayer decíamos que era crónica hoy decimos que no lo es, publicaron sus crónicas en los nuevos periódicos (La Nación, El Imparcial, El Partido Liberal, La Opinión Nacional, etc.), y muchos quedaron atrapados en ese medio por falta de mejores lugares para publicar su obra, porque en Latinoamérica el mercado del libro recién se establece durante el siglo XX y en ese interín muchas funciones de la crónica fueron colonizadas por el modelo del periódico norteamericano. Por qué según Ariela Schnirmajer:
La prensa moderna, se vincula al pragmatismo norteamericano, que impone la noticia objetiva, en oposición al chroniqueur de las letras francesas [que Rotker, como ya vimos, menciona como una de los antecedentes de la crónica aunque no sea el más importante]. A la figura del chroniqueur y a su marca de estilo se opone el reporter, que es quien trae la noticia rápida, a la hora de cierre (Schnirmajer, 2010).
Porque el espacio de la crónica, como nos recuerda Schnirmajer (2010) se había desarrollado antes de pasar al periódico, mediante su circulación a través de libros –pero fueron los menos-. Los modernistas, que a menudo se leían entre sí, publicaron sus crónicas en libros e incluso algunas de ellas fueron incluidas en antologías de cuentos, aunque los textos no fueron publicados como crónicas. En todos esos casos tenemos operaciones de autor sobre un mercado periodístico que, a fines del siglo XIX y principios del XX, necesitaba narraciones acerca de los veloces cambios del espacio urbano. Los autores modernistas, para diferenciarse del lenguaje objetivista de la información, acentuaron la subjetividad de su mirada, trabajaron como artesanos el estilo, sobrescribieron, se aproximaron al barroco, se alejaron de la noticia rápida, a la hora de cierre: una tarea de reportero, no de cronista. El reporter, aquel que Caparrós (2007) llamó el informador sería precisamente lo contrario del cronista (incluso del corresponsal), una figura más vinculada a los moldes literarios, como el escritor decimonónico que colaboró con la construcción de los imaginarios nacionales [que bien rescataba Ramos, 2003], esa figura que, una vez que ha abandonado su “rol de difusor del predicado estatal, encuentra en la crónica su propio espacio discursivo” (Schnirmajer, 2010).
Posibles continuidades entre los modernistas y Perlongher
Pero como en toda mudanza se pierden cosas y en otra cosa que no sea la búsqueda de continuidades de los modernistas a Perlongher y tomando como referencia a Rotker (2005) y ampliando, copiamos y “decimos”. Que Darío (modernista) definió el acto poético como el campo propio del discurso literario, continuaría con Perlongher. Que el modernismo es entendido como un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza, continuaría con Perlongher.Que la recuperación de las crónicas modernistas para el cuerpo literario hispanoamericano tiene que ver, entonces, con la revisión de los estudios de la literatura tomándola como parte de la multiplicidad de la práctica cultural, continuaría con Perlongher. Que ser moderno significaba, un medio ambiente novedoso, centros urbanos que cambiaban la conformación de la sociedad y la distribución de las tradicionales clases sociales, continuaría con Perlongher. Que el modernismo no es otra cosa que el conjunto de formas literarias que traducen las diferentes maneras de la incorporación de América Latina a la modernidad, que imperaba la percepción del cambio, la transformación y la mutabilidad constante del espacio, continuaría en Perlongher.
Si para Rotker (2005) los testimonios de un desajuste (en la sociedad, en la gente, en sus necesidades, en sus posibilidades) abundan y constituyen moneda corriente en la poesía modernista, y esos desajustes se replican en la crónica y también en el ensayo, como “cabeza contra la pared” modernista y esa idea de decepción hacia la vida humana y hacia el modernismo y sus promesas aparece en variadas obras modernistas: desde Las almas huérfanas de Manuel González Nájera a Nihilismo de Julián del Casal, desde Lo fatal de Rubén Darío a Ismaelillo o Versos libres de José Martí, con la diferencia que éste respecto de los anteriores formuló además un espacio de resolución (no se quedo en la queja) para el antagonismo decepción/futuro, y esa resolución fue el espacio de la lucha.
Modernidad como malestar, como enfrentamiento, en Gutiérrez Girardot, que dice apoyándose en Martín Heidegger, que José Martí fue un “revolucionario”. Y este espíritu “revolucionario” y educador, (“racionalizador”, “civilizador” que estaba en la mayoría de los modernistas donde Martí sostenía que la prensa periódica tenía “altísimas misiones” tales como explicar, fortalecer y aconsejar, y no “informar ligera y frívolamente sobre los hechos que acontecen”, continuaría con devenires en Perlongher en un espacioantimoralizante como opuesto a cierta “moral” educadora, una especie de civilización y de “moral” a la inversa. Porque con la secularización que impone la época, aparece la metáfora de la muerte o la ausencia de Dios, por lo que los escritores debieron buscar un sentido a sus vidas, trabajar el lenguaje, influenciados por el romanticismo europeo (aunque en ellos haya sido como resistencia), por la poesía de Valéry, de Mallarmé, de Baudelaire, por la necesidad de trascendencia ante el desencanto. Y la poesía antes que la crónica adquirió la flexibilidad de crear, y ese espíritu creativo con que los modernistas adornaron sus crónicas continuó en la poesía y en los ensayos de Perlongher, en su escritura y en su línea argumentativa, describiendo una sensación, a la sensación misma. La escritura como tensión y punto de encuentro entre los antagonismos: espíritu/materia, literatura/periodismo, prosa/poesía, lo importado/lo propio, el yo/y lo colectivo, arte/sistema de producción, naturaleza/artificio, hombre/animal, conformidad/denuncia (Rotker, 2005), continuidad entre los modernistas / Martí-Perlongher, después Perlongher- Lemebel.
La crónica (también como ensayo) se constituye en un espacio de condensación por excelencia, condensación (modernista) porque en ella se encuentran todas las mezclas, siendo ella la mixtura misma convertida en unidad singular y autónoma. Porque el ámbito de los modernistas es el de las grandes ciudades, y esa es la función social de la crónica modernista: Martí:Caracas, Nueva York –ahí tal vez la contradicción civilizadora-, continuaría Perlongher, San Pablo, y más tarde Lemebel, Santiago. A través del crecimiento de las grandes ciudades latinoamericanas, la concentración económica y demográfica que rompió si se quiere el equilibrio tradicional. Lo rentable y lo poético para bien y para mal lo suponían divorciado y por eso fue que se refugiaron en lo estético, en la percepción de la belleza, en la contemplación del texto, desde Darío pasando por Martí, Perlongher y Lemebel persiguieron una forma.
Si los modernistas no hubieran escrito sus crónicas en los periódicos de la época se habrían limitado a producir escritos para una elite (como los escritores-cronistas de la Europa Medieval, como ya vimos, como instrumento de propaganda, aunque algunos lo hicieron), porque no existía aún un público (o un mercado) para sus textos. Los modernistas, entonces, se dirigieron hacia el internacionalismo como “legado divino” (como reemplazo de la secularización, que diera un sentido a sus vidas) con el propósito de integrar el discurso cultural “universal” (“evangelizador” y “colonialista”, primero; “imperialista”, luego; y “globalizante” y “neoliberal” después) de occidente y la nueva realidad urbana de América latina, apuntando hacia un futuro donde estos “países rudimentarios” pudieran tener una cultura más moderna, y casi sin querer algunos y por consecuencia de la observación otros, reflejaron el dolor de las transformaciones, un anhelo frustrado por crear espacios de condensación donde todo parecía fragmentado y había que encontrar otras formas de contar lo incontable. En la escritura de muchos de ellos se descubren auténticas confesiones como las de Julián del Casal que aparece al principio del ensayo:
Yo no amo más a los seres desgraciados. Las gentes felices, es decir, los satisfechos de la vida, me enervan, me entristecen, me causan asco moral. Los abomino con toda mi alma. No comprendo cómo se puede vivir tranquilo teniendo tantas desgracias alrededor (1963:90).
Así, para comprender la “función ideologizante” (Rama, 1974) que por supuesto la hay en la escritura, es preferible referirse al concepto de Jacques Lacan, retomado por Susana Rotker para el análisis citando a Jamenson: “La ideología es el medio por el cual el sujeto intenta cerrar la brecha entre lo vivido privado y lo objetivamente colectivo” (1981:246). El mismo Jameson agrega que cada texto puede leerse como escritura de un subtexto ideológico o histórico previo y como un diálogo de antagonismos sociales. ¿Pero qué les impuso a una parte de ellos la faena periodística regular? Si no fueron capaces de ver que dicha faena les deparaba estructuras de mensaje literario e instrumentos de especialización distintos (como la crónica), pero por especialización de la escritura o por profesionalización (entendiendo por profesionalización a la retribución económica adecuada), o por lo que sea, lo hicieron y el aporte modernista fue central para la prosa moderna y para la redefinición cultural de hispanoamericana (Rotker, 2005), y lo continuaron tantos, y entre ellos: Perlongher y después Lemebel.
No es un detalle que los modernistas vieran ligado al cambio social la pretensión de renovar lingüística y sintácticamente el castellano, José Martí hizo explícito en su poética su antiacademicismo, continuaría en Perlongher, también en Lemebel; y Rotker nos recuerda que el propio Rubén Darío fue quien afirmó en Dilucidaciones (El canto errante) que el “clisé verbal” “encierra el clisé mental, y juntos perpetuan la anquilosis, la inmovilidad” (2005:86), continuaría en Perlongher.
El periodismo -casi a pesar de ellos mismos-, por las exigencias del medio lo sacaron del torremarfilismo con la obligación de referir y pensar el acontecer cotidiano, a través de la crónica, en la frontera entre lo cotidiano y lo irreal, aportándole su imaginación incitada, con la dosis de poesía, de humor (ironía, burla) y de filosofía (estudios culturales) que era necesaria (Rotker, 2005), continuaría en Perlongher.
Si como material periodístico las crónicas debían presentar un alto grado de referencialidad y actualidad (la noticia) como material literario han logrado sobrevivir en la historia una vez que los hechos narrados y su cercanía perdieron toda significación inmediata, para revelar el valor textual en toda su autonomía, como “raras joyas de duración intensa”(Perlongher, 2013:27), continuaría en Perlongher.
Para Roland Barthes (2007) la verdadera literatura tiene que ir acompañada de un índice de originalidad, de lo opuesto al clisé, como nueva forma de decir. Pero lo que importa no son las quejas modernistas, sino la realidad del nuevo modo de decir de sus crónicas, la concreta posición que ocuparon en su época. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro, la emoción noble y graciosa. El nuevo modo de decir ya no era solo un problema de estilo. La crónica aportaría no sólo una práctica de escritura a los modernistas, sino una conciencia concreta de su instrumento y nuevas formas de percepción. Porque sin querer queriendo terminó cambiando incluso la concepción de que temas podrían ser poetizables y cronicables y cuáles no: el hecho concreto, lo prosaico, la vida diaria, el instante, todo es capaz de convertirse en poesía (o crónica), pasado a través “del alma” del poeta (o cronista). Pero lo milagroso es que estas criaturas verbales, hechas para vivir una noche o una mañana, estén todavía vivas y como acabadas de salir de sus labios (Rotker, 2005). Como “Reinas de otro cielo” (Blanco / Gelpí, 2004), que su tinta indeleble no se borre en su frescura inmarchitable. Así la humilde “crónica” se convirtió en sus manos en un extraordinario vehículo artístico. Aunque Martí no fue el único escritor que convirtió la crónica en algo más que en un urgente trozo de periodismo, continuaría en Perlongher y Lemebel; pero fue, sin duda, uno de los mejores artífices, si lo que importan son los usos.
La crónica modernista, influencias, siguen las continuidades (y subieron la voz Martí y Lemebel)
Y siguiendo los planteos de Susana Rotker (2005) podemos decir, entonces, que la crónica modernista se distancia en parte de la “externidad” de las descripciones, defendiendo el yo del sujeto literario y el derecho a la subjetividad. La crónica como género entre lo factual y lo estético, como si lo estético y lo literario solo pudieran eludir a lo emocional e imaginario. Lo que sí era y es un requisito de la crónica es su alta referencialidad –aunque esté expresada por un sujeto literario por un lado- y por la temporalidad (actualidad) por otro, como si fueran siempre metonímicas al acontecimiento. ¿Pero qué es lo que hace que estos textos informativos, noticiosos, se conviertan en “obras de arte”. Y la respuesta a esta pregunta está en la voluntad de escritura. La definición del género crónica como lugar de encuentro del discurso literario y el periodístico, es tan central como los aportes a la renovación de la prosa hispanoamericana que hicieron los modernistas desde la prensa escrita.
Vista así, la hibridez de la crónica no es peyorativa, sino la expresión más ajustada a una concepción poética. Como bien lo ha enunciado Medvedev / Bajtín (1978): “el género es la expresión total y no solo un aspecto más, porque condiciona el acabamiento temático (relato policial, ensayo científico, sección de chismes), el cronotopo o complejo espacio/temporal, los ejes semánticos (como muerte y sexo), la orientación externa (condicionamientos de percepción y realización del género) e interna (zonas de lo real que solo interesan al género)”.
Que la crónica modernista era un género en sí para los lectores de la época, distinto del periodismo puro, podría fácilmente demostrarse leyendo las marcas textuales que en la teoría de la recepción Jauss ha llamado “horizonte de la expectativa del lector” y Rotker, “pacto de lectura” (2005:225). Porque lo que nos interesa es sintetizar la crónica como un lugar de encuentro de dos discursos, teniendo en cuenta la más contemporánea frase de Richard Ohman: “el género no es políticamente neutral” (1980:243) y por lo tanto, la elección de la crónica como escritura está lejos del torremarfilismo y del aislamiento, y sienta posición al respecto. Y no es (casualmente) José Martí el que encuentra un modo de describirse como cronista, aunque al hacerlo sus palabras se hayan referido a Emerson: “Toda su prosa es verso. Y su verso es prosa, son como ecos. El veía detrás de sí al Espíritu creador que a través de él hablaba a la naturaleza. El se veía como pupila transparente que lo veía todo, lo reflejaba todo, y sólo era pupila. “Parece lo que escribe trozos de luz quebrada que daban en él” (Martí, 1991:69), continúa en Lemebel.
El Prólogo de José Martí al “Poema del Niágara” por Juan Antonio Pérez Bonalde: apunta a definir un sistema de representación propio que exprese la modernidad del hombre americano (latinoamericano, en Perlongher y Lemebel): un sistema capaz de aprehender con autenticidad el presente. No se trata ya del intento de conformar un ser nacional (aunque sea regional, local, barrial, de género, en Perlongher y Lemebel) a través de la literatura, sino de dar cuenta de la crisis y la esperanza finisecular, de redescubrir en el lenguaje y la experiencia cotidiana la nueva relación entre los hombres, la naturaleza y el interior de cada cual. Por lo que sigue y se justifica “el diario es el signo de los tiempos modernos: a una época de tal movilidad, le corresponde una escritura semejante” (Rotker, 2005:142). “Las pequeñas obras fúlgidas” de José Martí, por lo pronto, fueron poemas y a la vez fueron crónicas (fueron sin el ¿qué?),en la práctica, el nuevo modo de escribir en prosa en Hispanoamérica, un modo por fin independiente -en asunto y forma- de los moldes heredados de España y Europa en general (Rotker, 2005).
En los textos periodísticos modernistas se encuentran características de otras literaturas; por cierto, en un sincronismo tan peculiar que revela un lenguaje y una sensibilidad distintos. Hay en el estilo de Martí, huellas de la poesía francesa e inglesa, de la filosofía alemana y norteamericana, del conceptismo renacentista, de la pintura y la escultura del Occidente finisecular, de los diarios de Nueva York y de la retórica clásica; hay de Whitman, de Gracián o de Emerson y no es, en verdad, más que el mismo (Portuondo, 1982). Hay en el estilo de Perlongher, pisadas de la literatura barroca / neobarroca / neobarrosa rioplatense, de la sociología, de la antropología y de la “justicia social”, del anarquismo, de la liberación homosexual, de la prostitución masculina en San Pablo (y Buenos Aires) y del sida, del tango, de la cuestión de la identidad, del deseo deleuzano, de la religión de Santo Daimé, de la marginalidad, de las drogas como ritual, de los diarios y las revistas argentinas y de la metonimia, hay de Foucault, de Lezama Lima, de Góngora, de Osvaldo Lamborghini, de Martínez de Estrada, de Artaud, de Deleuze y Guattari, de Kafka y no es, en verdad, más que el mismo. Los modernistas buscaron la verdad en la analogía entre su interior, la vida social y la naturaleza. La ficcionalización de las crónicas modernistas partió de esta noción de la verdad y no solo de la vocación por diferenciar la literatura del periodismo. Los procedimientos como la poetización de lo real forman parte de la “literalidad” y de la condición de “devenir poesía” de las crónicas modernistas.
La nueva poética del devenir produjo también un género literario nuevo, entendiendo por género un método de conceptualización de la realidad, de composición y orientación externa e interna, que en este caso oscila entre el discurso literario y el periodístico conformando un espacio propio. Estos textos son, en tanto periodismo, un discurso representativo dependiente de la dimensión temporal –como la historia, las biografías-, y extraen de su cualidad literaria recursos como la ficcionalización, la analogía y el simbolismo. Estos recursos crean un espacio distinto del referencial: sus proposiciones –como en la poesía lírica- no son lógicas ni temporales, sino de semejanza o desemejanza. La mezcla entre la representación referencial y la creación de un orden que solo existe en el espacio del texto mismo es notable en las crónicas martinianas (Rotker, 2005:173).
Las crónicas de indudable valor referencial, tienen a la vez un efecto centrípeto y centrífugo, sus signos lingüísticos operan como denominación y contexto (significación) están al servicio del texto y a la vez pierden transparencia para tener peso específico e independiente, como ocurre en la poesía. La dualidad, la oscilación entre géneros y esferas, es característica de esta nueva escritura que no es ni poesía ni periodismo en su forma convencional, un producto en elaboración y crisis, que en la mayoría de los casos fue más una transición que un logro del todo acabado o equilibrado. Pero, en su medio camino entre una cosa y otra, se constituye en un género literario con derecho propio.
La condición de crónica modernista implica en tanto una postura ambigua aunque en general crítica hacia el poder institucional y la burguesía, una forma de renarración casi cotidiana de un orden real, un estilo que mezcla recursos estilísticos para lograr la expresión de cada idea en imágenes, que cuida la forma y pesa las palabras (en la repetición) incorporando para ello, regionalismos, localismos, modismos y simbolismo. Así fue como Emerson llegó a la síntesis, Martí, al barroco. Perlongher, al neobarroco y Lemebel, recibe esa herencia.
Martí se vuelca (suavemente) en una prosa fluorescente que a veces parece sobreabundante, hiperbólica: hay que leerla con detenimiento para darse cuenta de que nunca infla, de que no hay frases vacuas, de que las ampliaciones suelen ser una forma de precisar y de que la ruptura de la sintaxis rompe mecanicidades de lectura y, por ende, de percepción. Además su barroquismo es natural; no hay en sus líneas lugar para la escritura enjoyada, porque como decía en Versos libres: “mis versos son revueltos y encendidos / como mi corazón” (Martí, 2004:93).
Lemebel hace lo propio y acaso fuerza al barroco y avisa en el prólogo a modo de sinopsis de “Serenta cafiola” que “podría escribir sin tantos recovecos, sin tanto remolino inútil”, y sigue “las vocales me cantan en vez de educar” (2008:11). Pero decide no hacerlo y su estilo se entrevera por lo entrevesado con metáforas tan visuales que podría (hasta) despreciarlas Martí (por pasarse de barrocas). Aprender a ver con sus propios ojos era la consigna.
Los modernistas creyentes en el orden y el progreso, racionalizaron de un modo convincente ofreciéndole al Otro ese proyecto de progreso, que se volvió “rumbo trunco” (Perlongher, 2013:7) Por eso en las crónicas de Martí, la gravitación del dato referencial concreto no es esencial. En la estrategia textual de Martí, también en Lemebel, el referente es apenas un pretexto. El eje en ambos es el mismo y se constituye desde un “nosotros” que habla de progreso, pero de un progreso que se volvió trunco. En la segunda parte del Capítulo 2 veremos en detalle cómo se conforma el “nosotros” en contraposición con un “ellos” que propone Lemebel a través de sus crónicas. Martí escritor-mediador-al menos para justificarse (¿A la manera borgeana?), Perlongher escritor-mediador- para liberarse, pero lo vive con culpa, insatisfecho, en busca de un deseo que huye, cambiante, inalcanzable. Lemebel escritor-mediador- para reírse del mismo, para llorar por amor, para mentir que lo quieren, para hacer justicia. Porque por lo visto no era tan fácil racionalizar a América Latina con los moldes extranjeros, como veremos cuando analicemos la crónica de Lemebel “El proyecto nombres (Un mapa sentimental)”.
Martí advirtió que había llegado el momento de que el continente mestizo, sincrético, acrisolado, empezara a fluir con su propia voz: una voz cuya identidad se alimentaba naturalmente de la apropiación de las culturas, de los pasados, y que se legitimaba –como el mestizaje- al pasar esos lenguajes por el tamiz de la propia experiencia, de la propia historia y de la naturaleza originaria, aunque sea errando. Y esa realidad fugaz, en constante proceso de elaboración sólo podía captarse con un lenguaje que tuviera su mismo ritmo, su misma fugacidad, mutabilidad, inmediatez, y que al mismo tiempo expresara la potencia de los cambios con una poética igualmente inventiva, en tensión, en estado de búsqueda, continuamente insatisfecha de sí misma. Ese lenguaje encontró su nueva épica en la crónica periodística, y la convirtió, como las viejas sagas, en un campo de batalla y creación literaria sembrado de victorias y derrotas.
De Perlongher a Lemebel (intimidades de la lengua)
“Y creí como una tonta, como una perra lacia me dejé embaucar por alegorías barrocas y palabreríos que sonaban tan relindos” (en el prólogo de “Serenata cafiola”, Lemebel, 2008:13). Porque no se puede escribir sobre el cuerpo y el neo barroso por estos lares, derivado adulterado del neo barroco, y éste del barroco, sin dialogar con Perlongher, aunque Lemebel sea uno de los grandes continuadores de su obra y deudor moroso de su línea argumental, de sus complejidades políticas, de su lenguaje completo y complejo y rico en fisuras, no solo por su escritura entrevesada y por la temática homosexual de sus escritos (provocativa en un país tan conservador como Chile), sino por su forma de intervenir en el cuerpo literario.
Para Susana Inés Souilla (2009) tanto Néstor Perlongher como Pedro Lemebel son “escritores que se resisten a ser ubicados en taxonomías, pese a que ambos se presentan (o los presentan) bajo el rótulo de “neobarrocos”. Tienen en común una militancia política, social y homosexual, pero sobre todo, y sin dejar de tener en cuenta las evidentes diferencias entre ambos, una singular relación con el lenguaje en sus textos en prosa, que se desborda de todo discurso previsible, desestabiliza, a partir de un modo poético en el sentido de la poiesis, de invención de un decir que, si bien reconoce sus raíces en la crónica –y cuyas fuentes en la tradición modernista hispanoamericana, [como ya hemos dejado en claro], son insoslayables y con ésta en la poesía propiamente dicha- constituye, al mismo tiempo, una particular discursividad.
En esta segunda parte del Capítulo 1 nos acercaremos a algunos textos de Prosa plebeya de Perlongher (2013) y de Loco afán. Crónicas del Sidario, de Lemebel (1996), con algunos aportes de Serenta cafiola, de Lemebel (2008) y de Poemas completos, de Perlongher (2012), con el propósito de seleccionar algunos escritos de sus obras para relacionarlos y hacerlos dialogar entre sí.
Pero si en la mudanza es donde se pierden las cosas, entonces, de los modernistas a Perlongher en el traslado se perdió parte del modernismo y con él aquella ilusión de progreso, de logros, de imaginario nacional importado-extranjero, de pretensión de pensamiento único que cada tanto vuelve con el neoliberalismo y la globalización, pero nos quedó al menos la intención de belleza, su estética, como “pájaros que flotan en el aire del deseo” (Perlongher, 2013) y los nidos con sus crías para cuidar la polifonía y el no tener porque haber estado ahí, en el lugar de los hechos para contarlo (Rotker, 2005) ni contarlo necesariamente como fue o pasó, la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato político, el dispositivo colectivo de la enunciación, el devenir, el punto de vista, el estilo, “la construcción del in situ”, la primera persona y el barroco.
Buscaremos, eso sí, qué puentes hay que pasar para conectar los autores, cuál es el mapa del rizoma –libro-raíz-(Deleuze / Guattari, 1977) y cómo comienza a modificarse el territorio con el aporte que Lemebel le hace al género.
¿Cómo entrar en la obra de Lemebel sin pasar por Perlongher? ¿Y cómo entrar en las estrategias de la crónica si no es mezclándolas en sus fronteras corridas, revolviendo géneros en algún baldío?
El “barroco-neobarroco-neobarroso” (y el tema de la desterritorialización de la lengua, del estilo, el no tener porqué haber estado ahí para narrar un hecho ni contarlo tal cual fue, algo del devenir, a lo que sumamos la escritura “queer” y empieza la polifonía
“Invasión de pliegues, orlas iridiscentes o drapeados magníficos, el neobarroco cunde en las letras latinoamericanas; la “lepra creadora” lezamesca mina o corroe -minoritaria más eficazmente- los estilos oficiales del bien decir”, escribía Perlongher (2013:199), en su artículo sobre el neobarroco “Caribe Transplatino”. El neobarroco o “nuevo barroco”, que para Severo Sarduy (1982) no puede ser sino latinoamericano, es un movimiento “furioso e impugnador” que se diferencia de aquel barroco fundador del siglo XVII porque no apunta a ningún concepto de índole didáctica, no pretende enseñar cuán vano es todo lo que brilla, sino “desarrollar ante la mirada, cómo se despliega y se repliega sobre sí mismo el cuerpo asimilado a una superficie pura, sin espesor, la apariencia de la figura humana y su irrisión” (1982:79). El manierismo sería un arte maniático de una demencia incontenible que en su simulación es análoga al travestismo por la desmesura de los afeites que no imita a la mujer sino que va más allá de ella, que enarbola lo femenino por sobre la división hombre-mujer, femenino que analizaremos en la primera y segunda parte del Capítulo 2, al que Perlongher, primero, y Lemebel después, le dan manierismo a la escritura en su “devenir mujer”, sobrepasa el límite, más allá del camuflaje y de la parodia en una actitud de torsión que no cesa. Porque el neobarroco es “materia fonética en expansión accidentada (…) Una expansión irregular cuyo principio se ha perdido y cuya ley es informulable” (Moure, 2005:132).
Moure se basa en Sarduy para aludir a los rasgos neobarrocos de Perlongher cuya marca es la desterritorialización como deseo desplazado en el tiempo que lo levanta en vez de hundirlo, como proceso y no como forma, que no tiene centro y justamente esa huída que produce se realiza en el mismo lugar (Deleuze / Guattari, 1977), y el devenir como captura, como posesión, como plusvalía, nunca una reproducción o una imitación, se deviene en algo gracias a la voz, al sonido, a un estilo (Deleuze / Guattari, 1975).
¿Pero de dónde procede esta disposición excéntrica del barroco europeo y también, hispanoamericano? Se trata de esa desterritorialización fabulosa. Lezama Lima decía que no precisaba salir de su casa para “revivir la corte de Luis XV” o el mismo Martí que no necesitaba haber estado en Charleston para contar el terremoto y le bastó sobrescribir sobre recortes de diarios.Porque, como ya dijimos, no hace falta estar en el lugar de los hechos para narrar lo que pasó, ni siquiera hay que contarlos tal cual fueron, pero sin perder la capacidad referencial.
Poética de la desterritorialización que se efectúa por decuplicación metafórica que como en Góngora se remetaforiza, para que el barroco siempre choque y corra el límite preconcebido y sujetante. Al desujetar, desubjetiva. No es un texto del yo, sino del mí, o mejor dicho del “a mí” como veremos hacia el final del ensayo.
Paseo esquizo del señor barroco, nomadismo en la fijeza. Son los viajes más espléndidos, cierta disposición al disparate, un deseo por lo rebuscado, por lo extravagante, un gusto por el enmarañamiento que suena kitsch o detestable para las pasarelas de las modas clásicas, no es un error o un desvío sino que parece algo constitutivo, en filigrana, de cierta intervención textual que afecta texturas latinoamericanas; texturas porque el barroco teje, más que un texto significante, un entretejido de alusiones y contradicciones rizomáticas, que transforman la lengua en texturas, “sábana bordada que reposa en la materialidad de su peso”.
Porque digamos que con Perlongher el barroco se “monta” sobre los estilos anteriores por una especie de “inflación de significantes”: un dispositivo de proliferación. Se trata –escribe Sarduy- de “obtener el significante de un sentido dado pero no reemplazándolo por otro, sino por una cadena de significantes que progresa metonímicamente y que termina circunscribiendo el significante ausente, trazando una órbita alrededor de él…Saturación, en fin, del lenguaje “comunicativo”. El lenguaje “abandona” o relega su función de comunicación para desplegarse como pura superficie, espesa e irisada, que “brilla en sí”: “literatura del lenguaje” que traiciona la función puramente instrumental, utilitaria de la lengua para regodearse en los meandros de los juegos de sones y sonidos, “función poética” plena, erótica, elíptica. Es el mismo Sarduy, quien lanza en circulación, en un artículo de 1982, el término neobarroco: como disipación, superabundancia del exceso, “nódulo geológico, construcción móvil y fangosa, de barro…”.
Hablemos, entonces, de neobarroco y neobarroso. ¿Por qué neobarroso?
Estas torsiones de jade en el jadeo sonarían rebuscadas y fútiles (brillo, hueco que tan solo empaña la intranscendencia superficial) en los salones de letras rioplatenses desconfiadas de todo. Así, a diferencia del barroco del Siglo de Oro –que describe audaces piruetas sobre una base clásica- el barroco contemporáneo carece de un suelo literario homogéneo donde montar el entretejido de sus minas. Por lo qué, en su expresión rioplatense, la poética neobarroca enfrenta una tradición literaria hostil, anclada en la pretensión de un realismo de profundidad que suele acabar chapoteando en las aguas lodosas del río. De ahí el apelativo paródico de neobarroso para denominar esta nueva emergencia barroca[1].
La línea “barroco-neobarroco-barroso” que establece Perlongher forma, para Moure, un rizoma en el cual el neobarroco es una línea móvil sin principio ni final, que comparte con el barroco la tendencia al pliegue como en Mallarmé según Deleuze, a cierto manierismo que deriva en fuga como expresión de una mirada crítica que deconstruye lo dado. Y esto es posible, porque el barroco para González Echavarría (1976) es un arte furiosamente, escandalosamente dirá Perlongher derivado del propio Occidente, anti-occidental, listo a aliarse, a entrar en mixturas “bastardas” con culturas no occidentales, sin embargo cierto flujo barroco quedaría en el interior de las lenguas dejándole un sabor esquizo, salado, en la lengua de Lemebel. Porque para Souilla:
El “neobarroso” de Perlongher, se constituiría así, en este rizoma, en un gesto que se resiste a los gritos a las definiciones taxativas. Frente a las connotaciones esplendentes de lo barroco, lo neobarroso apuntaría a aquello que se deshace más de lo que brilla, o que se deshace en su mismo brillar, a lo blando, a lo informe que puede, de un modo proteico, ser diferente y lo mismo, sin fraguar, y también, por qué no, lo tradicionalmente concebido como lo rastrero y lo popular (2009:2) -continúa el significante: plebeyo, bastardo-.
Tanto en la poesía como en la prosa perlongherianas conviven, como ya vimos, el brillo y el barro, Góngora y el tango o el dicho callejero. Y en Lemebel, los visones y los armiños (en referencia a la crónica “La noche de los visones” de Loco afán, 1996) conviven con las lentejuelas, con pinturas y coqueterías baratas, con los tacos torcidos de las locas que patinan en el barro o en un ataúd que chorrea las hinchazones del cadáver de una loca muerta de sida, que intentaba emular a Madonna (en referencia a la crónica “La muerte de Madonna” de Loco afán, 1996).
Tanto la poesía y la prosa de Perlongher, como las crónicas de Lemebel, exhiben plegamientos del lenguaje –en el sentido deleuziano- pero no a la manera de un adorno ocioso sino como la respiración de las fuerzas del sentido:
El poeta-cronista habla en la mezcla, los cruces, pliegues y desdoblamientos de las tablas, tanto las que vienen sonando desde hace tiempo como las que siguen sonando cerca, tanto las que han sido clasificadas como “cultas”, como las consideradas “populares” (plebeyas). En las crónicas [o ensayos] de Perlongher, este barroquismo –que el autor ha llamado “neobarroso”- es muy insistente en el uso de las citas que incluyen en forma envolvente otras citas de diferente procedencia, en un juego que no les deja lugar a los bordes sentimentales ni nostálgicos y que se mantiene siempre en un tono de claves (de lectura) más cerebrales. Cada una de sus crónicas es un texto que argumenta, pero no oponiendo una idea a otra en un juego binario o dialéctico, sino jugando con los matices más inesperados en crescendos de intensidades que delatan una obsesión. Los movimientos en capas de cebolla, espiralados o helicoidales obran en Lemebel más en el plano de los contenidos que a modo de iridiscencias de la superficie. Si en Perlongher tenemos un concepto que es trabajado a través de movimientos lingüísticos barroquizantes (Souilla, 2009:4).
Así, Lemebel describe las reverberaciones de lo prohibido en lo permitido exactamente en momento en que los absolutos se desintegran:
La ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo del amor erecto amapola su vicio. El plano de la city puede ser su página, su bitácora ardiente que en el callejear acezante se hace texto, testimonio documental, apunte iletrado que el tráfago consume (1996:87).
Pero igual de metonímica y envuelta en adjetivos, Lemebel va haciendo viajar una modesta anécdota desde lo fortuito y casual, a sus connotaciones políticas y sociales para derivar en lo personal y también en lo melancólico, en un movimiento helicoidal que va de los brillos exteriores y a veces risueños, a lo más profundo, nostálgico en donde muy frecuentemente asoma el eco biográfico-personal que no trasciende los brillos iniciales, sino que los resemantiza de un modo complejo, llevándolos al sitio o sitial de símbolos, como lo explica Souilla:
Los visones de su crónica de “La noche de los visones” de Loco afán (1996) no son -como habrían sido en el barroco- una vanidosa superficie, un sueño que sólo albergaba desencanto sino el gesto de devenir mujer, puesto que siempre se trata de evocaciones. Un mismo evento es recordado con la lente del sarcasmo, la burla feroz o la burla tierna, yendo desde la risa y el tratamiento aparentemente pintoresco y kitsch a lo afectivo e íntimo, en un juego sutil que va involucrando al lector a través de una persuasión seductora. El movimiento envolvente no consiste, como en Perlongher, en la proliferación de citas que se pliegan y repliegan unas sobre otras y que van reforzando un argumento inicial sino en un movimiento que envuelve afectivamente a la voz que narra y al lector (2009:5), -haciendo a la lengua algo íntimo y sensual-.
Moure en su intento de aproximación a lo neobarroco-barroso, y sobre todo en referencia a la poesía de Perlongher, niega toda identificación con un movimiento de ruptura, de operación típica, pragmática o metódica, y si bien admite que se trata de una escritura marcada por una poética anterior, su marca no sería ya el desencanto o el absurdo de la vida sino lo inasible, la “desustancialización de las certezas: su sentido no está velado sino perdido” (2005:145). Y como bien lo subraya Souilla (2009), este rasgo también está presente en varias de las crónicas/ensayos de Perlongher, en donde predomina el gesto itinerante del rizoma, la mezcla con otras formas discursivas, la argumentación documentada que se fuga en disparate muchas veces con el fin de mostrar cuán extraña es la cultura clasificatoria, gesto que le cuadra tanto al género en tanto parámetro de escritura como al género referido a la sexualidad. Y sigue:
Un manierismo que sin ser contemplativo –lo cual implicaría un puesto fijo de observador, un ojo inamovible y moderno-, sobrevuela sin asir. Si la actitud contemplativa es lejana a Perlongher, lo es más respecto de Lemebel, quien bucea en recuerdos. Rizomáticas e itinerantes ambas, las escrituras de Lemebel y Perlongher son no contemplativas y no modernas de distinto modo. En este sentido ambas escrituras son queer [2] no solamente por su mirada sobre la homosexualidad sino por su resistencia a todo lo que es definición de esencias (2009:5-6).
Adrián Cangi, en cambio, se detiene en la imprecisión, lo neutro y la aceptación de la impureza como rasgos primordiales de la escritura de Perlongher: “Perlongher acepta como axioma que el ser puede expresarse de manera infinita y prueba vitalmente esta afirmación creando para sí una metamorfosis del pensamiento y la expresión en el tiempo de la experiencia” (2004:11).
Los temas, su tratamiento (y el tema del deseo más que de la identidad y del devenir)
“Saliste Sola / Con el fresquito de la Noche / Cuando te Sorprendieron los Relámpagos / No llevaste un Saquito / Y / Hay Cadáveres” (Perlongher, 2012:88-89). Y Perlongher los conoce bien, al igual que Lemebel. Sus ensayos-crónicas, entonces, escritos bajo el signo de la amenaza se fueron transformando primero en la Argentina y más tarde en Brasil en el campamento precario de los seres de pensamiento atípico. No tantos son (o fueron) los temas abarcados por Perlongher, pero casi todos coinciden con Lemebel: los mecanismos de representación y (represión) estatales sobre los cuerpos, la violencia sexual y la prostitución, pero en todos ellos irrumpen la pasión, la opinión intranquilizadora y el riesgo: la escritura neo barroca y su genealogía y afluentes: la política del deseo que subordina ante todo la investigación al avatar del encuentro. La puesta en escena del propio cuerpo en la calle. La calle como lugar de tránsito, de encuentro.
Cuentan que una vez, en medio de una charla de militantes de izquierda, alguien quiso ser sarcástico en su comentario respecto a un chico de apariencia equívoca: “¿pero, ese es un hombre, una mujer o qué? Parece que Perlongher se le anticipó y respondió por él: “Es qué”. En ese “no sabe qué” está contenido el relieve amorfo y mutante de esa bestia negra que ha sido objeto de las periódicas campañas de moralización que los estados (en este caso argentino, pero puede ser brasilero o chileno) descargan sobre la población (Perlongher, 2013:9). Parece que Lemebel continuó en esa línea, diciendo algo parecido en su “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)” publicado en Loco afán:
Mi hombría me la enseñó la noche / (…) Mi hombría no la recibí del partido. Porque me echaron con risitas. Muchas veces. Mi hombría la aprendí participando. En la dura de esos años. Y se rieron de mi voz amariconada. Gritando: Y va a caer, y va a caer” (1996:96).
Justo hoy que salí sola con el fresquito de la noche. Destino común, desencuentro, incomprensión, ornitorrinco tal vez. Arenga en un uno, manifiesto en el otro y pedido colectivo en ambos cuando en “El sexo de las locas” de Prosa plebeya, Perlongher aclara:
No queremos que nos persigan, ni que nos prendan, ni que nos discriminen, ni que nos maten, ni que nos curen, ni que nos analicen, ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos comprendan, lo que queremos es que nos deseen (2013:42).
Cuando en el final del texto de Lemebel en el que habla por su diferencia (o mejor dicho, por todas las diferencias) esboza un deseo: “Hay tantos niños que van a nacer. Con una alita rota. Y yo quiero que vuelvan compañero. Que su revolución [hablándole a la izquierda marxista]. Les dé un pedazo de cielo rojo. Para que puedan volar” (1996:97). Lo cierto es que el tema de la identidad es una cuestión de peso a lo largo de la vida y de la obra de Perlongher (y por lo visto de Lemebel también) que con el tiempo por la vigencia aún de algunos temas (todavía irresueltos) a sus textos debería prestárseles mayor atención.
El deseo era para Perlongher “un cruzado (o un trazado) que vulnera las fronteras de la forma” (2013:10), porque parte de la premisa que el deseo no asume una figura sólida, homo o heterosexual, sino que se impulsa como fuerza que hace estallar las clasificaciones. Pero un deseo entendido no como deseo psicoanalítico (como carencia) sino como deseo deleuziano (como producción, exceso, desborde, y también el deseo que impone la sumisión, la propaga, el deseo que juzga y que condena). “Por lo que no se puede hurgar en zonas erógenas sin sufrir las consecuencias” (2013:11), “no hay un viaje abstracto en teoría sino una vivencia que afecta al viajero en un trayecto que es tan literario como personal” (2013:13).
¿Por qué una crónica será leída como un texto que trata sobre acontecimientos reales tramados con recursos propios de la ficción sin que esos recursos se deslicen al referente y éste sea leído (luego) como ficcional? Porque no pensar que también pueden ser un poco ficción. Y en esa misma lógica, porque no pensar cuan afectado quedó el viajero con el viaje, (como veremos más adelante en la segunda parte del Capítulo 2). Proponiendo a la discusión pública temas que en los primeros años de la década de 1980 eran considerados novedosos: territorios-desterritorios marginales, nomadismo, subjetividad, deseo. La producción deseante del neobarroco rioplatense (que en este ensayo lo extendemos a Chile), no solo como poética sino como pensamiento del sur, ontología desprolija, incómoda, desordenada que encaja y escalla en esta acumulación blanda, sucia, culta y coloquial, en esa mixtura bastarda del negro, del indio, del gaucho, del mestizo, del español, del italiano, del marginal, de la loca, del puto. La obra de Perlongher fue un largo ensayo sobre el deseo, enérgico mas no violento, amoroso aunque ese amor en Lebemel fuera mentido (tantas veces imaginado) y en Perlongher deseado.
Podemos ver ciertos tratamientos de estos temas, siguiendo el análisis de Souilla (2009) de la primera crónica de Prosa plebeya, “Nena, llevate un saquito” (2013:33-35) y de la segunda, “El sexo de las locas” (2013:36-42) de Perlongher y la primera de Loco afán “La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular)” de Lemebel (1996:11-23) y veremos que tienen en común la crítica al control del Estado dictatorial sobre los cuerpos y también la alusión recurrente a lo que los recubre y descubre, las ropas y ropajes, los trapos y las pieles, el mezquino “saquito” que debe preservar el “decoro”, cubrir y disimular el deseo, moralizar, uniformar la diferencia, que ambos se esforzaron por marcar y hablar por ella como ya vimos más arriba, y los visones de Lemebel que ponen en escena la solidaridad entre las locas, pero también la competencia femenina por el brillo, y la conmovedora necesidad de sobrevivir anímicamente al sida, arropando, enmascarando, disimulando y mintiendo, pero al mismo tiempo defendiendo como identidad más plena, un desesperado glamour sobre los estragos de una enfermedad que se yergue como metáfora de la dictadura.
Los textos devienen polifónicos en un incesante torbellino que muestra y al mismo tiempo deconstruye el modo represor y clasificatorio de la cultura que aflora en el lenguaje, pero que, sin embargo, no puede evitar que asome el deseo. Todas estas voces, algunas en su sentido literal, otras tergiversadas o tomadas irónicamente, son como mojones diversos de una cultura a los cuales tanto Perlongher como Lemebel le oponen la alternativa deseante, el “devenir mujer”, el desear como un gesto denegatorio de las clasificaciones y estigmatizaciones.
Y ese “devenir mujer” lo toma de Guattari, coautor del Anti Edipo (1985), y es el que abre, como ya vimos en la Introducción, las otras puertas a todos los demás devenires. Siguiéndolo, podemos pensar las homo o la heterosexualidad, no como identidades, sino como devenires. Como mutaciones, como estados que nos atraviesan. Devenir mujer, devenir loca, devenir travesti, pero también, devenir cronista, devenir Perlongher, devenir Lemebel. Para que los devenires minoritarios borren las diferencias. Porque devenir animal no es ser animal. Porque esos devenires moleculares, minoritarios, “todos los devenires comienzan y pasan por el devenir mujer” ¿Por qué? Porque las mujeres –únicos depositarios autorizados para devenir cuerpo sexuado, como una posición minoritaria con relación al paradigma del hombre mayoritario –machista, blanco, heterosexual, cuerdo, padre de familia, habitantes de las ciudades, literatura mayor, clase alta, Estado, poder, dictadura, para que el sida (ni los edictos) ordenen los cuerpos y las crónicas ya no sean del sidario por su loco afán, para que desaparezca la homosexualidad y la heterosexualidad y las identidades y ya no sea necesario tanto barroco.
La primera persona y el dispositivo colectivo de la enunciación (y la articulación de lo individual a lo inmediato político y el punto de vista y la “construcción del insitu” y para concluir)
El empleo de la primera persona del plural que en Perlongher alude a un colectivo en el que él se incluye tiene un contenido más concreto y biográfico en las crónicas de Lemebel en “El último beso de Loba Lamar (crespones de seda en mi despedida, por favor” también de Loco afán:
A la Lobita nunca la vimos triste, pero igual una nube turbia le entró en el mate. Por eso guardó el examen y respiró hondo hasta consumir el aire viciado de la pieza. Se tragó de un suspiro todo el mal olor hasta alterar la gravedad de la noticia. (…) Para nosotras, las que compartíamos la pieza, la Loba tenía pacto con Satanás. ¿Cómo va a durar tanto? La Lobita, después del examen, nunca quiso que la lleváramos al doctor. Son parientes de los sepultureros, decía (1996:47-48).
Si las bases textuales de Perlongher son más argumentativas, las de Lemebel son descriptivas y narrativas. En “La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular)” el autor chileno evoca los últimos momentos del socialismo chileno a partir de las muertes por sida de tres locas en un crescendo que va de la mezquindad de la loca rica a la generosidad de la loca proletaria. La historia arranca con la ruptura de dos colizas que anticipan la fractura social que Chile va a atravesar con la llegada de la dictadura de Pinochet. A lo largo del texto la circularidad neobarroca se da no solo a partir de la mención del visón al principio y al final sino sobre todo con la repetición anafórica “No es buena la foto”, que aparece tres veces con ecos de “la última cena” y la fusión de contrarios que pintan claroscuros: celebración de la vida/muerte, goce/dolor, generosidad/mezquindad, apariencia de glamour/destrucción del cuerpo por el sida que presagia la calavera sobre la mesa de la última fiesta, fraguada en esa foto imperfecta que activa el recuerdo. De esta foto “sepiada” y borrosa saltan evocaciones personales de vidas privadas, reyertas femeninas entre locas, pequeñas miserias y gestos de grandeza: “Teníamos que turnarnos para cuidarla, para lavarle el poto como a una guaga”, que finalmente no son otra cosa que el tránsito de las utopías sociales al neoliberalismo actual, dictadura mediante.
Otro rasgo que se observa y observa Souilla (2009) en las crónicas tanto de Perlongher en “Nena, llevate el saquito” como de Lemebel en “El último beso de Loba Lamar”, es el diferente nivel de concreción que alcanzan las imágenes que sirven de puntos de partida y de puntos de vista donde el cronista elabora descripciones que desbordan la función referencial y lo que Barthes (1972) llama el “efecto de realidad”, de construcción de miradas, de puntos de mira que establecen en este caso las crónicas, y entonces:
El saquito de Perlongher es, de entrada, fuertemente simbólico e instala inmediatamente el juego irónico y conceptual con que van a ser tratados los edictos policiales y el verso del tango y reenvía al sujeto a su posición con respecto a los hechos que narra. En cambio Lemebel parte de un recuerdo planteado como algo vivo y personal, nombrando a las locas por apodos (la Pilola, la Palma y la Chumilou) que saltan del recuerdo a partir de una foto vieja y plantean una asimetría cuyo eje se va desplazando: si en el principio Lemebel habla de las locas (como enunciación colectiva), como personas concretas, cercanas y conocidas por él, haciendo sentir al lector que está espiando un recuerdo ajeno, al final, luego de participarle, como si le mostrara una foto, las miserias humanas, las luchas, las alegrías, la enfermedad, los egoísmos y las generosidades, en un contexto de pasaje a la dictadura que marcó un antes y un después que no puede ser ajeno al lector, éste es acercado, invitado a mirar la foto y a compartir experiencias de límite, seducido y casi envuelto en una historia de vida (Souilla, 2009:9).
En la “construcción de un in situ” en virtud de la cual no alcanza con la presuposición de que el autor presenció los acontecimientos que narra, sino que esta presencia forma parte dando cuenta que la experiencia vivida es una forma también de conocimiento que captura la voz del otro y la propia en sus modulaciones, inflexiones y sensibilidades. Dispositivo colectivo de la enunciación, primero en Perlongher y Lemebel; primera persona, después en Lemebel: posición del sujeto en el discurso, fuerte impronta de la narración de una experiencia por la que el autor-narrador ha atravesado, la articulación de lo individual en lo inmediato político (en Perlongher y Lemebel) sobre un material testimonial.
Y como concluye Souilla (2009), semejantes en su militancia homosexual que enarbola el deseo travesti como gesto político contra la uniformidad del orden dictatorial y sus ecos en la moral pacata del habitus burgués, Perlongher y Lemebel tienen modos muy distintos de expresarla en sus crónicas. Perlongher enfoca las derrotas y aplastamientos que sufre el deseo a manos de los edictos policiales, la medicalización, las legislaciones, la precariedad del sistema sanitario, las razias y los discursos sociales que se mueven en un arco que va del progresista consejo de un sexo seguro y lavado a la represión, y asocian la enfermedad con la culpa. Lemebel, en cambio, en sus “historias funerarias”, como las llama Carlos Monsiváis (2004) se demora en los gestos de resistencia de las locas, su lucha por la vitalidad, su aferrarse a la identidad coliza: “La Lobita nunca se dejó estropear por el demacre de la plaga, entre más amarillenta, más colorete, entre más ojera, más tornasol de ojos. Nunca se dejó estar, ni siquiera los últimos meses”: esta frase de “El último beso de Loba Lamar” de Loco afán (1996), sintetiza la mirada de Lemebel sobre las “locas”: una mirada afectiva, que recalca y homenajea la vitalidad.
Si, en términos de De Certeau (1996), Perlongher, se interesa por desmontar -a partir de una suerte de puesta en absurdo- las estrategias oficiales que, con el pretexto del sida o la moral, están diseñadas para mantener el cuerpo domesticado, Lemebel se demora en las tácticas, en aquellos gestos de las locas que luchan contra el sida y contra los pacos, incluso a partir de la mentira: esconder los genitales, disimular las lesiones que deja la peste con ese maquillaje que también subraya la identidad travesti, refugiarse en el placer para no sentir las bombas, todos gestos muchas veces precarios pero auténticos más allá de su mentir, que el autor narra y describe con un tono que no por melancólico y tierno, deja de ser combativo y político para elevar la vida cotidiana de él y de los que cree suyos al rango de un paisaje menos desolado en algún campo de batalla.
Para concluir, en este sentido, las crónicas de Lemebel desmantelan el espacio de desecho que ocupaban los sujetos homosexuales en las narrativas nacionales y a partir del travestismo de su discurso se regodea en la satisfacción de instintos que hasta ese momento habían sido calificados de ilegítimos. En sintonía con las crónicas-ensayo de Néstor Perlongher, la calle se transforma en un lugar de errancia sexual y de esta manera la “ciudad anal” [3] (Guerra Cunningham, 2000) deconstruye las lógicas de la exclusión y pone al descubierto un territorio otro, el de la pobreza de los suburbios, donde la “pobla” chilena en el caso de Lemebel muestra su rostro en nombre propio.
[1] Barroco: perla irregular, nódulo de barro que irrumpe, en el corazón del “Paradiso” lezamesco, un carnaval pagano, casi orgiástico, de cuerpos que se entrelazan, mezcla rara y divertida de travesti de la calle (Perlongher, 2013), carnaval polifónico, donde se escuchan voces de otra realidad, diría Bajtín (1987).
[2] Queer: como expresa Annmarie Jacose (1996) en Queer Theory. An introduction, todo lo que es queer está vinculado con lo ambiguo, lo relacional y sobre todo un espacio para la expresión del “no” (anti-, contra-).
[3] “Ciudad anal”: que para Guerra Cunningham es la ciudad que vive en los márgenes y en los límites de la “ciudad neoliberal”.