Pedro Lemebel. Toda la voz de América en mi piel. Autor: Juan Botana

Pedro Lemebel. Toda la voz de América en mi piel. Autor: Juan Botana

Capítulo 1: Las condiciones de producción de su escritura

1.1 Una producción con condiciones: De la imagen escrita a una oralidad alterada por la voz

Porque las condiciones de producción de sus crónicas [1] son tan complejas, que fue necesario ponerlas en contexto y subrayarlas para avanzar en el análisis, para contar una realidad ausente, sumergida por el cambiante acontecer de la paranoia urbana. Pero teniendo en cuenta qué, como dice Lemebel:

Llegue a la escritura sin quererlo, iba para otro lado, quería ser cantora, trapecista o una india pájara tirándole al ocaso. Pero la lengua se me enroscó de impotencia y en vez de claridad y emoción letrada produje una jungla de ruidos. No fui musiquera, ni le canté al oído de la trascendencia para que me recordaran a la diestra del paraíso neoliberal. Mi padre me preguntaba porque a mí me pagaban por escribir y a él nadie le remuneró ese esfuerzo. Aprendí a la fuerza, aprendí de grande, como dice Paquita La del Barrio; la letra no me fue fácil. Yo quería cantar y me daban palos ortográficos. Aprendí a arañazos la onamatopeya, la diéresis, la melopea y la retona ortografía. Pero olvidé todo enseguida, me hacía mal tanta regla, tanto crucigrama del pensar escrito. Aprendía por hambre, por necesidad, por laburo, de cafiola, pero comenzaba a estar triste (2008:12).

Y sigue:

Pude haber escrito como la gente y tener una letra preciosa, clarita, clarita como el agua que corre por los ríos del sur. Pero la urbe me hizo mal, la calle me maltrató, y el sexo con hache me escupió el esfínter. Digo podría, pero sé bien que no pude, me faltó rigurosidad y me ganó la farra, el embrujo sórdido del amor mentido” (2008:12-13).

Y el texto vuelve hacia atrás: “Podría guardarme la ira y la rabia emplumada de mis imágenes (porque la imagen o las imágenes vuelven a repetirse a menudo a través del tiempo -pero la imagen no es la crónica, aunque actúe como metáfora en la escritura- y lo acompañe desde entonces, como “perro que no lo deja ni se calla”. Si comparte acaso las mismas condiciones de producción y  el rumbo trunco que taconeaba Perlongher por las calles y el deseo y la filiación al modernismo), la violencia devuelta a la violencia y dormir tranquilo con mi novelería cursi. Pero no me llamo así, me inventé un nombre con arrastre de tango maricueca, bolero rockerazo o vedette travestonga” (2008:11-12).

Y para qué este ensayo, buscando condiciones de producción, imágenes escritas, oralidades y filiaciones en su escritura, porque Lemebel no encuentra las crónicas: las busca, las fabrica, las recrea, las roba, las olvida; las adorna, las adjetiva, las inventa, las convierte, las pide prestadas, las recuerda, las miente; para devolverlas, entrañablemente, travestidas después. Porque como dice, bien podría escribir sin tantos recovecos, pero no lo hace. ¿Y por qué debía hacerlo? Si la misma pregunta al igual que otras veces vuela por el aire, se queda sin alas y cae. ¿Y saben por qué cae? Porque tiene miedo que en la tarde, su risa flote, como los cadáveres [2].

¿Qué le aportó Lemebel a la crónica?

Desde su exceso irrespetuoso, beligerante, obsceno, desde una retórica que hace del margen y de la errancia su centro vital, la obra de Pedro Lemebel se ha convertido en los últimos años en un caso ejemplar de nomadismo escriturario, así lo afirma Susana Rosano (2010).

Una obra que no solo desmantela las fronteras (morales) de lo sexual, con un travestismo errante que hace estallar la mirada falocéntrica de la literatura, sino que además dinamita otras fronteras, no menos importantes en la historia cultural, las que separan el periodismo de la literatura, la ficción de la dureza testimonial, la alta literatura de los géneros “menores”, literatura menor como la crónica, no como género o forma literaria como ya dijimos, sino como espacio discursivo secundario, como espacio de reflexión, de ideas y propuestas abierto a la contaminación de discursos que pugnan por imponer su coherencia, que se relacionan con el antiguo arte de la narración oral [3]; de la imagen a lo oral y de lo oral a lo escritopara volverse otra vez oral en la lectura de los textos, en los que a la moral en alguna esquina se les perdió la m. Porque la crónica no se lee, se escucha / se habla, se recita, se susurra / se tararea, se canta, se pide /como canción que acompaña en los intentos de querer cantar su devenir canción / sin compases ni prejuicios, ni fonética  que la silencie-.

Cronista popular, militante neobarroco, que como afirma Rosano (2010), desde sus afeites retóricos, Lemebel logró hacer de la cursilería un guiño (cruel), cómplice, amigo, “hermano”, compañero, desde donde sostener una poética de la (diversidad) sexual. Pero esta diversidad contamina también los géneros: escritura, visualidad, activismo, oralidad, lectura, performance, y porque no, música (canciones con sus letras), fuera de su campo específico, a partir de los o las cuales Lemebel logra expresar su rabia, su rebeldía, su transgresión, su mala onda (porque es él quien se autodefine así en el tan nombrado manifiesto por la diferencia cuando declama: “Súper-buena-onda / Yo no soy buena onda / Yo acepto al mundo / Sin pedirle esa buena onda”, 1996:95), su fastidio, su cansancio, y construir, como con acierto señala Carlos Monsivais (2001), critico de su obra y autor de los comentarios de las contratapas de La esquina es mi corazón (1995) y del más reciente Hablame de amores (2013) una “literatura de la ira reivindicativa”.

Su nomadismo coincide con el cambio de nombre que realiza a fines de los años ochenta, después de haber publicado en 1986 un primer libro de cuentos, Incontables, bajo la firma de Pedro Mardones, decide abandonar el apellido paterno, y colocarse el de su madre, en un gesto de continuidad y alianza con lo femenino, inscribiendo el apellido materno y reconociendo a su madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti; que es mujer, pobre y además, hija natural (Rosano, 2010). Tres subalternidades, en continuidad o en devenir con las de maricón “devenir mujer”, pobre “devenir pobre”, en un juego de identificación solidaria y melancólica con el lector; y además, cronista de un género como la crónica, hija bastarda de un mismo padre que después de contar lo incontable ya no quiso llevar su nombre.

Cambio de nombre, del anuncio de las Yeguas del Apocalipsis a las perfomances actuales, aquellos ojos verdes del Subcomandante Marcos y un repaso del lugar de la crónica en América Latina

Vuelto a nacer, ya como Pedro Lemebel, sus próximos pasos fueron formar parte junto a Francisco Casas del colectivo de arte las Yeguas del Apocalipsis, donde el arte se fundía con la intervención política-social antipinochetista. Bajo la certeza que la ficción literaria se estaba escribiendo en Chile “con la sábana blanca de la amnesia” (Blanco / Gelpí, 1997:93), la mudanza de identidad, “devenir mujer”. En sus palabras, irá de la mano de la adopción de un género que le permite (en sintonía con los barrios pobres, los cordones periféricos, los travestis callejeros, los seres desgraciados que amaba Julián del Casal), practicar el devenir.

En mis crónicas la recompensa de ese derivar tal vez sea el regocijo del ojo en la lentejuela travesti que consumió su brillo por una succión remunerada. Tal vez mi crónica es el excedente de ese recorrido, los desperdicios iletrados de la teoría deleuziana del devenir, sostiene al respecto Lemebel en una entrevista (Blanco / Gelpí, 1997).

Y precisamente en una crónica de Loco afàn, de Lemebel (1996) destinada al Subcomandante Marcos (ver anexo al final del ensayo), a los ojos verdes que no tiene ni tuvo y que a esta altura quien sabe si tendrá y a su corazón fugitivo atrincherado en Chiapas, queriendo darle todo a todos, creyendo que habíamos llegado  y no; sin decirnos, ¿qué hacer? ni guiarnos a ninguna parte, pidiéndonos humildemente, respetuosamente a todos ayuda, sin mostrarse y mostrándose entre tanto color de la tierra que lo ampara. Porque nadie dio nunca con su cara, con su verdadero rostro, con sus ojos que se volvieron verdes con la escritura. Porque la revolución probablemente no deba tener un rostro, cuestión que cobra sentido si se considera la crítica que Lemebel hace a la izquierda en términos de marginación a los homosexuales, sino a lo sumo un imaginario posible, un paisaje, que se complete con el rostro amado, una imagen, en alguna que otra crónica.

Por eso es preciso, sin “raya” que lo contenga, reflexionar sobre esta inestabilidad genérica. Lemebel homenajea al Subcomandante Marcos, reconociendo la admiración que una loca amiga siente hacia él desde que éste le envió un saludo al Frente Homosexual de Cataluña. Este pequeño gesto resulta inédito para Lemebel frente a la marginación general de los homosexuales de la revolución, y critica a la izquierda por esa indiferencia, pese a la adhesión manifiesta por muchos homosexuales.

Pero Lemebel lo que rescata es la persistencia de Marcos de abogar por otro México, el “México indio y pobre”, como el aboga por otro Chile también “indio y pobre”, y destaca la forma en que ha logrado “escabullir los mecanismos de poder”. Describe la forma en que Marcos ha burlado dichos mecanismos, a través de su anonimato, cuestión que ha producido un sin número de especulaciones en cuanto a su identidad en pos de su captura. Marcos sabiamente ha permitido que le inventen un sinfín de personajes a su figura.

Porque más allá de una defensa del mundo homosexual, Lemebel enfrenta a aquel poder que continuamente busca controlar a gestos trasgresores, que sin nombres logran evadir los mecanismos de control predominantes.

Lemebel está siempre revelando esos intentos, sospechando de incorporaciones repentinas, de aceptaciones benéficas (Tocornal Oróstegui, 2007), las que permiten la aparición de discursos históricamente reprimidos, como el de las locas, y explicar (reivindicando la narración de alguna experiencia, incluso y sobre todo autobiográfica) que por tener algo valioso de ser contado perdura en el relato, como memoria alternativa, entendida ésta como resistencia y transgresión al olvido institucionalizado, en relación a algún poder que siguiendo las leyes de la metonimia combina significantes en la cadena: machismo, piel blanca, heterosexualidad, cordura, moralidad, felicidad, clase alta, estado y dictadura.

Para eso, repasaremos qué lugar ocupa la crónica en el contexto de la literatura de América Latina y qué posibilidades tiene de narrar, como planteaba Reguillo (2011) cierta heterogeneidad. Para detenernos después, melódicamente, musicalmente y oralmente en el libro De Perlas y cicatrices de Lemebel (2010), para rastrear la relación desigual que existe entre el género (la crónica como literatura menor, tal como la entendió Deleuze y adherimos) y el poder o los distintos poderes, desde donde se puede leer la obra de Lemebel entre tantas otras lecturas posibles.

La crónica pensada como un género híbrido capaz de dar cuenta en sus múltiples apropiaciones de la irrupción de la ciudad moderna a través de sus distintas representaciones, sus conflictos y las diferentes marginalidades que provoca (Rosano, 2010), que como bien advierte García Canclini (1995) sobre la posibilidad que tiene la crónica, en tanto práctica híbrida, de ajustarse a las nuevas condiciones de producción literaria en Latinoamèrica, convencido de que la ciudad actual ya no puede ser narrada, descripta o explicada como a principios del siglo XX, sobrescribiendo al género para reconocerlo acaso en la más actual de sus autopercepciones .

En este sentido y no otro, es necesario recordar que la crónica es un género de larga genealogía en la historia de la cultura y la literatura latinoamericana. Y repasémosla rápidamente antes de entrar de lleno en Lemebel. Su origen entonces nos remite a la época de la Colonia, con sus distintas versiones sobre los hechos del Descubrimiento, Conquista y Colonización de América, y es Walter Mignolo (2012) quien divide a los textos referidos a la Conquista y al Descubrimiento en Cartas, Crónicas y Relaciones, y sostiene que estos tres tipos de discursos guardan relación con la crónica actual, pero su descendencia atravesó varios siglos para llegar a esto, con momentos fascinantes como el de los cronistas viajeros de los siglos XVIII y XIX, o el de los modernistas a finales del siglo XIX.

Como género marginal, la crónica habitualmente opera en el límite entre la pura referencialidad y la ficción, siempre encabalgada entre las fronteras del género, ya sea en el momento del descubrimiento de América como ahora respecto de acontecimientos y situaciones vividas en los barrios pobres, marginales, en el travestismo callejero, en la prostitución, en la drogadicción, en el dolor de los que no les queda otra que aguantarse el dolor, porque las crónicas muchas veces a través de sus relatos fueron la primera fuente de información de hechos nuevos, por citar algunos ejemplos urbanos y no tanto; o en palabras de Susana Rotker, la crónica frente a la hipocresía de la literatura como desconfianza de la representación literaria. Y es en esa inestable relación entre el periodismo y la literatura, subsidiaria de ambos géneros, donde la crónica se puede leer como una forma fragmentaria, como un espacio escriturario amenazado siempre por la contaminación.

Y es por eso que esta narrativa se ha establecido con frecuencia dentro de un corpus textual latinoamericano como sostiene Deleuze / Guattari (1975), Perlongher (2013), este ensayo, y Julio Ramos, como: “una instancia menor (débil) de la literatura” (2003:112), un lugar discursivo heterogéneo que posibilitó ejercicios de sobre-escritura de los intelectuales en los periódicos de los siglos XIX y XX. Porque al igual que los modernistas que publicaron sus crónicas primero en los diarios de la época al estilo de novelas por entregas o series que luego se publicaron en libros, como prosa y no como curiosidad periodística, el periodismo así fue la forma en la que fueron construyendo su propia obra literaria.

Lo propio le pasó a Perlongher que publicó sus artículos en Argentina post dictadura militar en revistas de la época como “Alfonsina” (1984) y en “El Porteño” dentro del suplemento “Cerdos & Peces” (1985) y posteriormente en recopilaciones en formato libro; y por supuesto, Lemebel que recién empezó a escribir y publicar sus crónicas a partir de los años 90, es decir, cuando ya la dictadura militar chilena había finalizado y el Gobierno de la Concertación había empezado a dar sus primeros pasos en el proceso de transición democrática y  publicó sus crónicas en Chile en la revista Página abierta (1992), en el diario La Nación (1994), en la revista Lamdla (1996),y en su programa radialCancionero” en Radio Tierra (1996), en la revista Punto final y The Clinic (desde 1998), antes de la edición de sus crónicas en formato libro. Posteriormente aparecen las primeras traducciones de sus libros al inglés en las revistas Grand Street y Nacla Report.

De esta manera, ante la aparición de nuevos sujetos colectivos, nuevas formas de producción cultural y movimientos sociales que no siempre son registrados de la misma manera por la literatura mayor, el espacio de la crónica se constituye como mixto: a veces su circulación se da en las formas de la comunicación masiva, como el diario o la radio, lo que deja a las claras que dichas crónicas fueron escritas con otro fin que no fue el de ser publicadas en librosy que incluso el autor tuvo que fabricar su propio público para después poder venderles el producto completo que en Lemebel incluye la modalidad performercomo figura protagónica de un show-leído umpluggedmente, de la lectura de sus crónicas radiales, escritas en primera instancia para ser leídas, dictadas por el tiempo y la voz suscinta de la radio, como si se tratara de un recital poético, casi cantadas, recitadas con música de fondo, y todo eso en la Radio Tierra, y que posteriormente Lemebel recoge y publica en su libro De Perlas y cicatrices (1998) -aunque la edición que nosotros trabajamos es la del 2010-, a veces son coptadas por la literatura mayor, a partir del formato libro, (o a destiempo en auditorios como el del museo Malba en el 5to Festival de Literatura Buenos Aires-Santiago bajo la Perfomance Lemebel Presenta a las 22.30 hs, el jueves veintiséis de septiembre de 2013 a la que asistí e hice crónica –en el Anexo de este ensayo-).

El porqué de las ciudades latinoamericanas polifónicas y violentas, del acceso de nuevos sujetos a la escritura al anuncio sobre la producción literaria de un mundo “hiperexpresivo”, la inclusión fotográfica y un repaso sobre las crónicas modernistas

Pero más allá de su formato (periódico, radio, libro, perfomance), formas de expresarla (lectura-recital crónico-poético), a tiempo o a destiempo, fines perseguidos e intenciones comerciales persiste en la crónica su función de registro de inestabilidad y la violencia que viven a diario las ciudades y los sujetos latinoamericanos (aclaremos que la ciudad de Santiago de Chile como la mayoría de las ciudades latinoamericanas fueron el resultado de la violencia imperial de España desde el proceso de colonización y no solamente desde la imposición de un orden por la fuerza sino también desde la destrucción material de las localidades étnicas existentes (Rama, 1985), y esa violencia –como ya mencionamos: persiste en sus distintas formas en la larga noche de los 500 años, ayer como demanda y hoy como exigencia.

Es así, como afirma Rosano, como los relatos de la megaciudad polifónica (como los llama Néstor García Canclini): “son especies de relámpagos fragmentarios que intentan poner un mismo orden, un cierto marco de inteligibilidad, al caos descentrado y discontinuo en que se han convertido las urbes latinoamericanas” (2001:194), en palabras de Carlos Monsivais (1995), las grandes ciudades modernas como lugar donde diariamente se celebran “los rituales del caos”.

Por su parte, De perlas y cicatrices reúne las crónicas radiales que en su momento dieron cuenta del panorama de una época gris que se resiste de algún modo a quedar en el olvido. En estas crónicas Lemebel a su activa militancia política y sexual le suma conmoción, sensibilidad, pero no por eso abandona toda forma de denuncia ante los atropellos del régimen militar. Al contrario, esos textos se erigen como testimonio de las atrocidades cometidas durante esos años, haciendo visibles los cuerpos torturados por la violencia dictatorial, pero también permitiendo oír las voces acalladas por la censura y la represión (si en el sufrir y el pensar, hay cadáveres). La colorida pluma de Lemebel lo que hace es rescatar, una vez más, a esos personajes del escuálido jet set chileno de los años ochenta y noventa que deambulaban por escenarios polvorientos intentando convertirse en estrellas. Así también, los semidioses de la farándula criolla son desacralizados con una mirada ácida y escéptica y se exponen en esas páginas junto a las víctimas, villanos y cómplices de la dictadura (si en el capítulo “Relicario” a diferencia de los otros capítulos de De Perlas y Cicatrices tales como: “Sombrío fosforecer”, “Dulce veleidad” y “Sufro al pensar”, no contiene crónicas sino fotografías que recuperan personajes y espacios diseminados a lo largo del libro, convirtiendo este apartado en un relato visual que refuerza lo narrado a través de la escritura como imagen escrita. Esta inclusión fotográfica, entendida desde su tematización como un registro visual que acompaña a la escritura, que supone a la imagen como una huella residual de un pasado, como prueba fehaciente de que lo retratado estuvo ahí, que alguna vez existió, que estuvo vivo), completando una triste galería de figuras que aún persisten en la memoria popular. Como son los casos de las crónicas urbanas relatadas en De perlas y cicatrices que muestran dos caras de Santiago de Chile, que “seguramente serán más tristes que bonitas”, porque es el mundo de “los de abajo”, el mundo de aquellos que no se han beneficiado lo suficiente del milagro económico chileno, el que Pedro Lemebel no se cansa de describir en un rescate de lo local, y de lo propio sobre lo ajeno, que subraya la geografía dual de Santiago, dos ciudades dentro del mismo paisaje urbano.

La ciudad de Santiago de Chile, aunque el cuadro del espacio de la ciudad por supuesto es más complejo, tradicionalmente está dividida en dos sectores claramente demarcados: el barrio alto, un área ubicada cerca de la Cordillera de los Andes y poblada principalmente por la clase media alta y la clase adinerada, y de Plaza Italia para abajo [4], una zona que se encuentra al oeste y que incluye el casco viejo de la ciudad, donde viven mayoritariamente pobres y miembros de la clase media baja. Entre los múltiples lugares a los que se refiere están: Maipú, Matucana, Estación Central, San Camilo, Lira y El Paseo Ahumada. Irónicamente quizá, en la crónica “Nevada de plumas para un tigre invernal”, afirma claramente que sólo la gente con dinero, los que viven más cerca de la Cordillera de los Andes en el barrio alto, están en condiciones de ver la nieve.

Pero hay dos crónicas especialmente en De perlas y cicatrices que delinean gráficamente la naturaleza esquizofrénica de lo que Lemebel denomina “la ciudad hipócrita” y es: “Flores plebeyas” y “El pueblecito se llamaba Las Condes”. Y si empleamos la terminología que Lucía Guerra Cunningham (2000) obtiene de otras crónicas de Lemebel, podría argumentarse que la primera crónica constituye un cuadro parcial de la “ciudad anal” [5] en contraposición con el de “la ciudad neoliberal” en su pleno apogeo, de la segunda crónica. Siguiendo a Agustín Pastén (2009) de modo críptico pero no menos optimista, otro crítico puntualiza que los textos de Lemebel en general “hilan una etnografía poética del margen chileno en la ciudad” (Blanco /  Gelpí, 2004:57). De manera interesante, el punto de comparación aquí no son los hábitos de consumo o la diferencia entre la “nación-mercado” (Cárcamo-Huechante, 2003:99) de Lemebel frente al centro comercial como la “máquina de amnesia” condenado por Beatriz Sarlo (2002) sino la naturaleza misma. El “paisaje desolado” y los “tierrales desérticos” de “Flores plebeyas” se contraponen directamente a los “jardincitos recortados” y el “vergel clasista” de “El pueblecito se llamaba Las Condes”, como una suerte de homenaje a la “ciudad callampa [6]” frente a la denuncia del desmedido orgullo de la “ciudad neoliberal”, Rosano se refiere a la crónica, en sintonía con Regullo (2010) y con este ensayo como:

Género de imprecisos perfiles, forma híbrida, escritura que podríamos presentar como de fronteras, la crónica revela su origen periodístico y postula la existencia de un sujeto productor sometido a los vaivenes de las reglas del mercado. Como forma no canónica, arrojada siempre a los márgenes de la literatura, la crónica permite una salida del campo del “arte” y la “literatura mayor”, e instaura un modo de narrativizar la fugitiva realidad desde un lugar siempre precario y huidizo, sometido permanentemente a los avatares de lo discontinuo, lo superfluo, lo cotidiano (2010:194).

Un subgénero, acechado por la necesidad de referencialidad y de actualidad que impregna sus condiciones de producción (Rosano, 2010), y que amarra sus anclas la mayoría de las veces en lo “marginal”. ¿Pero qué debe entenderse por “marginal”? Por un lado, aquello que, ya sea de manera voluntaria o involuntaria, permanece al margen de las normas establecidas y, por otro lado, aquello que se sitúa al costado de algo, generalmente como en el caso de las crónicas de Lemebel,  de los espacios urbanos. En este sentido, el cronista elige como protagonista de su relato a seres qué, por diversas razones, se encuentran marginados y, por esa misma razón, silenciados por los discursos hegemónicos. Casi a la manera de un testimonio, el cronista apuesta a este grupo excluido e ignorado por gran parte de la sociedad y les cede no solo la mirada, sino también la voz.

Desde esta perspectiva, son útiles los conceptos de Walter Benjamín (1987) sobre la liquidación del “aura” en la época de la reproductividad técnica, El periódico, con su consecuente fenómeno de masificación y el acceso de nuevos sujetos a la escritura, cancela precisamente ese lugar sagrado que inviste para la cultura de élite lo escriturario. En este sentido, Josefina Ludmer (2010) se viene preguntando hace un tiempo por los quiebres que las producciones literarias de “este mundo hiperexpresivo” (el término pertenece al crítico Reinaldo Ladagga) están produciendo movimientos hacia fuera de sus campos específicos, como fin de la autoreferencialidad mediante, como otro fin, como un fin “otro”, como otro.

Por otra parte, sostiene Rosano (2010) que las crónicas se presentan como un fenómeno cultural privilegiado para leer los entrecruzamientos históricos, políticos e ideológicos. Y esto entendido, como ya vimos, lo planteó Deleuze / Guattari (1975), que un texto no es simplemente una imagen del mundo sino que “hace rizoma” con el mundo” a la manera de una máquina viva, que revive en la lectura.

Entonces, de la bibliografía existente sobre crónica –que es bastante dispersa y en general solo se refiere a algunos momentos en particular- son muy interesantes los trabajos de Susana Rotker (2005) y de Julio Ramos (2003), ambos centrados en la producción de la crónica modernista de fines del siglo XIX, a los que acordamos reconocer como la inventores de la misma.

Ramos lee las crónicas de José Martí, Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo como un “fenómeno residual” y reflexiona sobre el “límite” que representa el periodismo para la literatura en un doble sentido. Por un lado, destaca que el periodismo relativiza y subordina la autoridad del sujeto literario, pero así mismo es el límite el que puede leerse como condición de posibilidad de un “interior” literario. Por su parte, Susana Rotker, plantea a la crónica, como un “espacio de condensación”, un encuentro dialéctico no resuelto ni estático, y pone mucho énfasis al afirmar que este nuevo género que funda Martí y utilizan casi todos los escritores modernistas se convertirá en consecuencia en el laboratorio de ensayo del “estilo” modernista.

Al mismo tiempo que da al cronista la posibilidad de experimentar con el lenguaje, apelando para ello a la infinidad de recursos que le ofrece el discurso literario. Este cruce entre lo periodístico y lo literario es, precisamente lo que convierte a la crónica en un género particularmente atractivo.

Los críticos reconocen que ya comenzado el siglo XXI, el género cronístico ha sido testigo privilegiado de las transformaciones que sufren las ciudades latinoamericanas, su esfera pública y la función de sus intelectuales (Rosano, 2010). En los modernistas –acechados según plantea Graciela Montaldo (1994) por una “sensibilidad amenazada”– podíamos descubrir una prosa de rasgos artísticos donde la voz del paseante narrador todavía lograba imponer con su letra un cierto orden de la cartografía urbana. Pero ya sobre el otro fin de siglo, continúa Rosano (2010), el del XX, mucho más cercano a la actualidad, ya no se trata de los sentimientos contradictorios que produce en los escritores la reciente masificación social que deben enfrentar y su incipiente reconocimiento de la necesidad de la autonomización literaria, si no qué, transcurrido casi un siglo, la industria cultural y la creciente masificación transformaron ritos y costumbres. A partir de 1980, la apuesta brutal a las políticas neoliberales en Latinoamérica van dejando cada vez más en claro que los excluidos del sistema no tienen retorno.

La ciudad ahora es vista como una dispersión que no cesa, como un caos descentrado y fragmentado que necesita de nuevas narratividades para poder ser aprehendida y posteriormente contada. A la figura del flaneur urbano del siglo XIX, mundano y todavía con algunos resabios románticos, le sucede sobre fines del siglo XX una personalidad mucho más política de observador social (la crónica es política, ver anexo “15 arriesgos sobre la crónica al final del ensayo) que todo lo pone a prueba. Muchas veces el matiz de reflexión que vuelcan en sus textos las crónicas las acercan al ensayo, y desde allí estalla la denuncia y la crítica; otras, el desencanto.

Crónicas que en Lemebel indagan y se inmiscuyen en: 1) las secuelas de la dictadura y en la permanencia de algunos elementos de los aparatos represivos del Estado, como “La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular), “Crónicas de New York (El Bar Stonewall)”, “Gonzalo (El rubor maquillado de la memoria” (Lemebel, 1996), “Odio las fronteras” (Lemebel, 2008), “Corpus Christi”, “Las joyas del golpe”, “Las campanadas del once”, “El informe Rettig”, y las referidas a Karin Eitel, a Mariana Callejas, al cura de la tele, a la visita de la Thatcher, a Gloria Benavides, a Don Francisco, a Cecilia Bolocco, a Martita Primera, a Claudia Victoria Poblete Hlaczik, a Ronald Wood, a Dean Reed y a Bárbara Délamo (Lemebel, 2010); 2) en el sida, como “El último beso de Loba Lamar (Crespones de seda en mi despedida…por favor)”, “La Regine de Aluminio El Mono”, “La muerte de Madonna”, “Y ahora las luces (Spot: Póntelo-ponseló. Ponte-ponte-ponseló)”, “El proyecto nombres (Un mapa sentimental)”, “Lorenza (Las alas de la manca)”, “Los diamantes son eternos (frívolas, cadavéricas y ambulantes)”, (Lemebel, 1996); 3) en el travestismo prostibular, “Su ronca risa loca (El dulce engaño del travestismo prostibular)” (Lemebel, 1996); 4) en la violencia de género, como “Son quince, son veinte, son treinta” (Lemebel, 2008), “La leva” (2010), “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)” y “Berenice (La resucitada)” (Lemebel, 1996); 5) en los bajos fondos de Santiago de Chile como “Flores plebeyas (o el entierrado verdor del jardín proleta)”, “Camilo Escalona (Solo sé que al final olvidaste el percal)”, “El Paseo Ahumada”, “La inundación”, “Memorias del quiltraje urbano” (Lemebel, 2010); 6) en el permanente repudio al discurso neoliberal como “El pueblito se llamaba Las Condes”, “El Hospital del Trabajador” (Lemebel, 2010), con sus lógicas de violencia y exclusión.  

Crónicas que leen los nuevos rituales de una sociedad de masas donde un manifiesto que habla por la diferencia se traspapela con una carta amarilla escrita a Liz Taylor entre las cajas vacías del AZT y la estampita de la Virgen se mezcla en una mesa de luz con la revista Ritmo, un libro de Proust y el recuerdo en la memoria de un niño santo y del sexo apurado por el espacio público al que solo le quedó el recuerdo de un condón tirado en la esquina, o las formas de la música popular, cueca, bolero, valsecito peruano, marcha militar y de la otra, baladas de rock homosexual que se entremezclan con las floristas de la Pérgola o los coros de voces con guitarras, festivales, programas de radio y coreografías que resuenan en la formación de una sensibilidad libertaria única, cuyo canto es también una memoria popular y pública de un Chile que también pervive en su música. De los Rolling Stones a Fernando Ubergo, de Joselito a Willy Oddo, de Violeta Parra a Madonna o a Joan Manuel Serrat. Lemebel saca del olvido en sus crónicas a desolados, prostitutas, gays, travestis, mujeres que lucharon incansablemente contra la represión militar durante la dictadura y cuanto grupo marginado se le cruce por la carretera, le haga dedo, él le guiñe un ojo y lo alcance a algún lado, en un mismo “colectivo”, en una misma Serenata, en una misma Perla, en una misma Cicatriz, en un Loco afán, aunque no siempre sea el mismo  Y siguiendo a Rosano:

La crónica de los últimos años del siglo XX y principios del XXI impone por tanto un estilo heterogéneo que descentra la voz narradora y sus estrategias organizativas, en un intento por tratar de representar el caos creciente de las cartografías urbanas. Pero los públicos también han cambiado en ese espacio de cien años: Darío, Martí, Julián del Casal escribieron para aquellos lectores anónimos que no tenían acceso a la modernidad que ellos estaban viviendo, pero también lo hacían –y tal vez este era su principal destinatario- para el público que sí conocía los escenarios europeos o norteamericanos, y le interesaba estar al tanto de las “novedades” de los grandes centros (2010:196).

 .

Los cronistas de fines del siglo XX escriben para un nuevo tipo de lector, el de los sectores medios, menos literario, más formado en la transitoriedad del periódico, acostumbrado a la fragmentación continua a la que lo someten los medios audiovisuales; lectores más dispuestos a reconocerse en el temperamento de un escritor-periodista-artista-performer, como es el caso de Lemebel, en forma precaria y fronteriza, a veces incluso un poco promiscua. Pero también para un público progre, más literario y ávido de nuevas problemáticas y de “nuevos mundos” conocidos o por descubrir en la manera de ser contados. Desde la Utopía de Tomás Moro (1516), allá por el siglo XVI en adelante, la relación entre forma geométrica y organización social fue de las marcas identidarias de las ciudades modernas, y dio imagen a un tipo de sociedad que en su búsqueda de perfección escondía muchas veces un orden coercitivo, basado en rígidas nociones de autoridad y jerarquía. Lo cierto es que el desencanto post modernidad mostró las costuras de ese orden qué, como bien dijo Ángel Rama (1985) en América Latina surgió como una sobreimpresión de la razón sobre las realidades locales. Este “parto de la inteligencia” vino así de la mano de una violencia dominadora que ya desde los actos fundacionales imprimió una supremacía patriarcal y masculina de las ciudades latinoamericanas.

En este sentido, las crónicas de Pedro Lemebel desmantelan el espacio de desecho que ocupaban los sujetos homosexuales en las narrativas nacionales y a partir del travestismo de su discurso (Mateo del Pino, 2004) se regodean en la satisfacción de instintos que hasta ese momento habían sido catalogados como ilegítimos.

Es desde aquí donde se torna interesante la lectura de las crónicas de Lemebel, De perlas y cicatrices (2010), en donde más allá de las continuidades evidentes con los planteos de sus otros libros de crónicas, se marca una inflexión. La mirada de Lemebel parece descentrase aquí del orden de lo estrictamente homosexual para profundizar en otra de sus grandes obsesiones: la crítica sin tapujos de la dictadura y de la transición democrática en Chile y la necesidad de poder realizar un trabajo de duelo ante tanta pérdida. En el que ha sido leído como uno de sus libros más referenciales, Lemebel realiza un verdadero acto de memoria, repasando con deleite detalles casi olvidados por la fiesta oficial de la transición democrática. La atención flotante de las crónicas logra captar aquí otra transición, mucho más sutil, donde homosexuales, travestis y lesbianas pasan de desafiar los modelos fijos de la sexualidad y del género, y de actuar de una manera semiclandestina, a formar parte del espectáculo democrático, cuya forma de vida, como atinadamente señala Jean Franco (1996) es capturada y administrada por la propia sociedad. Como si el ojo vigilante de la dictadura se desplazara a la sociedad civil en la transición democrática.

De perlas y cicatrices, desde las perfomances de las Yeguas del Apocalipsis a la escritura como lugar de melancolía, resistencia, ternura kisch y travestismo, como forma de incorporar a los desaparecidos de la dictadura y a los excluidos de la lógica neoliberal

Siguiendo a Rosano, se podría decir que De perlas y cicatrices extiende las escenas de luto de Loco afán más allá del mundo de las locas, en un intento de conmover la inmutabilidad del olvido que parece teñir la vida de la post-dictadura chilena.

Cuerpos en ruina son no sólo los de los enfermos del sida sino también los de aquellos maricones desnutridos por la pobreza, desechos que parecen remitir a otros desechos, el de los cuerpos torturados y desaparecidos por los militares en una lógica de la exclusión que se extiende a todo el cuerpo social. Ya desde las primeras apariciones públicas en la década del 80, y en las actuaciones de las Yeguas del Apocalipsis –el grupo performático que integraba con Francisco Casas, durante y poco después de la dictadura-, Lemebel afirma la centralidad de la homosexualidad en la lucha contra las pestilencias de la “cueca democrática”, desde su condición de “pobre y maricón”, insistiendo en que no es posible separar la búsqueda por la igualdad sexual de las condiciones represoras de un estado militar (2010:197-198).

Ahora bien, aunque las crónicas lemebelianas aparecieron con el inicio de la transición democrática, como ya dijimos, la militancia político-artística de Lemebel ya había comenzado a hacerse visible durante los años 80 cuando la literatura había sido marginada por lo aparatos de la dictadura (un período que según Carmen Berenguer hace volver a la palabra oral, al recital, a los nuevos recintos de una comunicación posible. Y es en esa época cuando Pedro Lemebel y Francisco Casas, fundan el colectivo de arte las Yeguas del Apocalípsis (1987) y realizan una actividad que fue a la vez paródica y sediciosa. “Estos escritores” convertidos en actores de su propio texto, en agentes de una textualidad, en devenir (ni dada ni por hacerse, pura transición burlesca), desencadenaron desde los márgenes (desde la homosexualidad pero también desde el bochorno irreverente) una interrupción de los discursos institucionales, un breve escándalo público en el umbral de la política y las artes de lo nuevo. Su trabajo cruzó la perfomance, el travestismo, la fotografía, el video y la instalación, pero también los reclamos de la memoria, los derechos humanos y la sexualidad, así como la demanda de un lugar en el diálogo por la democracia.

“Quizás esa primera experimentación con la plástica, la acción de arte… fue decisiva en la mudanza del cuento [como ya dijimos, género que incursionó en sus comienzos] a la crónica. Es posible que esa exposición corporal en un marco político fuera evaporando la receta genérica del cuento… el intemporal cuento se hizo urgencia crónica…”, recuenta Lemebel (Blanco, 1991).

Y al respecto, Fernando Blanco, también por 1991 expresa que las Yeguas por casi una década se mantendrían en el ojo del huracán como activistas insobornables en la resistencia estético-urbana de la ciudad sitiada/sidada de la dictadura, transformada progresivamente a través de los 17 años del régimen en filial macabra del capital trasnacional. Por lo que ambas instancias, la visual y la escritural, terminaron por fundirse finalmente en las crónicas, muchas de las cuales recuperarían en sus páginas las múltiples intervenciones realizadas por las Yeguas del Apocalípsis. Es interesante analizar en este sentido una de las intervenciones más originales que realizó Lemebel con las Yeguas a fines de los ochenta. Con la intención de poner a la homosexualidad en escena, lo que no estaba previsto en el programa del gobierno democrático que se avecinaba en Chile. Lemebel y Francisco Casas irrumpieron en un enorme acto a favor de la democracia, donde habían sido invitados la mayoría de los artistas chilenos del momento. Con abrigos largos hasta el suelo vestidos de negro, plumas y lentejuelas, los dos artistas visuales lograron desplegar un enorme lienzo que rezaba “Homosexuales por la democracia”. Poco después el tándem bailó una cueca ante la Comisión Chilena de Derechos Humanos, Santiago (1989), la misma cueca que bailaban las mujeres de los detenidos desaparecidos. De esta manera, ejecutaron descalzos el baile nacional chileno sobre vidrios de botellas de coca cola rotas, mezclando su sangre mutuamente sobre un mapa extendido de América Latina. Y bailaron todas las figuras, el ocho, el semicírculo, las vueltas, y en cada figura las Yeguas se desangraron un poco más. Solo se escuchaba el golpe de los pies bailando sobre vidrios (ellas llevaban un walkman pegado al pecho desnudo) mientras el mapa se teñía de rojo y las Yeguas gritaban: “Compañero Mario alias La Rucia caído en San Camilo”. ¡Presente! (Rosano, 2010).

“Este trabajo si nos gustó, porque no fue tenso. Zapateábamos con fuerza y no nos cortábamos. Nos criticaron porque supuestamente teníamos que reivindicar la homosexualidad y los desaparecidos supuestamente no tenían nada que ver con nosotros. Pero pensábamos que la condición homosexual se reivindicaría en algún momento, mientras que entonces lo más importante y doloroso eran las víctimas de las violaciones a los derechos humanos, y nosotros poníamos el corazón donde nos dolía”, recuerda Lemebel en una entrevista que le hizo Martín Lojo para La Nación, 2010.

Y es también en 1989 que las Yeguas responden a una entrevista de la revista Cauce: ¿Por qué Yeguas?, le preguntaron. Nosotros somos chamanas sexuales, iniciadoras de hombres. ¿Quiénes son? Dos maricas. ¿Qué quieren? Uff, imagínate; una torre de Babel, un holocausto. ¿Que proponen? Una patria sin semáforos, una bandera, una ventana para el niño homo; la gente nos ve como dos viejos degenerados, se olvidan que fuimos niños. ¿Cuántos son? Dos, porque dos es el destino. Es a partir de esta convicción que adquiere sentido y continuidad el itinerario que Lemebel traza en estas ácidas crónicas radiales pensadas, cuando ya se habían cumplido treinta años del golpe contra Allende. Y en este sentido, ya en el prólogo de De perlas y cicatrices plantea explícitamente que el libro proviene de un “proceso, juicio político y gargajeado Nuremberg a personajes compinches del horror” (Lebemel, 2010:12). Y sigue Rosano con un tono que conserva los registros orales:

Con un fondo más musical que histórico, cada una de estas crónicas ofrece un ritmo propio que sintoniza con la respiración de lo que se va contando, al compás de boleros, valses peruanos y vieneses, rock and roll, twist, mambos, cumbias, cuecas, marchas militares, que reponen a la vista del lector toda una galería de personajes del mundo de la canción, del espectáculo y de la televisión, en sus múltiples derivas y complicidades en relación con la dictadura. Personajes, paisajes y canciones que reponen melancólicamente y muchas veces con nostalgia un mundo en su gran mayoría desaparecido (2010:198).

Lemebel lo dice claramente en su crónica “El informe Rettig” (o “recado de amor al oído insobornable de la memoria”:

Y aún así, a pesar del viento frío que entra sin permiso por la puerta de par en par abierta, nos gusta dormirnos acunados por la tibieza terciopelo de su recuerdo. Nos gusta saber que cada noche los exhumaremos de ese pantano sin dirección, ni número, ni sur, ni nombre. No podría ser de otra manera, no podríamos vivir sin tocar en cada sueño la seda escarchada de sus cejas. No podríamos nunca mirar de frente si dejamos evaporar el perfume sagrado de su aliento. Por eso aprendimos a sobrevivir bailando la triste cueca de Chile con nuestros muertos (2010:133).

Sin embargo, y desde su perfil performativo, para Judith Butler (1997) la escritura de Lemebel puede ser pensada más allá de esta apropiación melancólica de los cuerpos desaparecidos por la dictadura chilena, en lo que puede plantearse como una verdadera topología del margen que desestabiliza no sólo las identidades sexuales sino también los lugares de resistencia frente al poder. Butler sostiene que en la cultura occidental existe una matriz heterosexual que penetra en la construcción del género, a partir de la cual se determinan las posiciones de lo masculino y de lo femenino. De esta manera, en su lectura la identidad heterosexual se consigue por medio de una incorporación melancólica del objeto que se rechaza. Estos planteos pueden ser no sólo corroborados sino también profundizados a partir de la lectura de Perlas y cicatrices. Siguiendo esta argumentación, podríamos decir que para Butller es posible leer en la melancolía el funcionamiento del género, ya que en ésta el mundo aparece como contingentemente organizado, mediante ciertos tipos de exclusión, el Chile de la postdictadura, ese “Chile anestesiado por el cancionero fácil” (Blanco / Gelpí, 1997:55), solo puede sanarse a partir del reconocimiento melancólico de “esos cuerpos androides de risa acrílica y peluca sintética” (Blanco / Gelpí, 1997:71). En el oficio doméstico de los matrimonios obreros, en los sueños de las “chicas” pobla [7] que quieren ser madonnas “con el bolsillo lleno y el corazón contento”, en su ternura kisch que contrasta con la frialdad del lujo arribista, se traza la única posibilidad de un Chile que verdaderamente pueda reconciliarse con su pasado.

Y es desde esa convicción que sostenemos en concordancia con Rosano (2010) y a los efectos de este ensayo, que una de las partes más interesantes del libro de Perlas y cicatrices es la que lleva por subtítulo “Quiltra lunera”, y que se abre con un epígrafe de una crónica de José Joaquín Blanco que aplaude gozosa la existencia de “esas locas preciosísimas”. Como apunta Mateo del Pino (2004), Lemebel se distancia aquí de los afanes de clase media del cronista mexicano y no tiene pudor en registrar el submundo de las locas pobres, que incluye también a los homosexuales de barrio, jodidos por el desempleo, el subsalario, la desnutrición y las drogas. De esta manera, en la crónica que lleva por nombre “Memorias del quiltraje urbano”, el escritor se burla de la obsesión por las razas, los colores y pelajes de los distintos animales domésticos de la burguesía (esas verdaderas “mascotas de sangre azul”) y los compara con el perraje suelto que vaga por las calles.

Perros que hurguetean la basura y comen lo que encuentran, adaptándose fácilmente al calor humilde del ranchar obrero. Porque la pobreza y los perros son inseparables, entre más pobres hay más perros. Como si en la precariedad siempre hubiera un rincón donde amparar otro quiltro. Uno más, como el Moisés, que llegó cojeando, medio pelado de arrestín y con la oreja ensangrentada por alguna macha canina (Lemebel, 2010:213).

Una verdadera metáfora; los perros, igual que los seres humanos están irremediablemente condenados, de acuerdo a la relación que establezcan con el poder. Todo un mundo simbólico que hermana a los “quiltros” (esa deliciosa voz mapuche que nombra a los perros de la calle), con los rotos y los habitantes de las “poblas” suburbanas. Bailar la triste cueca de Chile, parece decir Lemebel una vez más, sólo es posible desde una mirada travesti, que incorpore melancólicamente no solo a los desaparecidos de la dictadura sino también a todos los excluidos por la lógica neoliberal.


[1] Crónica: pero como bien advierte Ariel Idez (2011) en coincidencia con Leila Guerreiro (2006), no hay una “fórmula” o una definición que permita saber cuando un texto es crónica y cuando no, excepto por el fuerte aparato para-textual que propone en la búsqueda-encuentro-fuga, un contrato de lectura propio en el cual los textos construyen en el intercambio la posibilidad de un verosímil también propio, vinculado tanto con la referencialidad de su discurso como con la construcción de la “mirada” subjetiva del autor –que sería algo así como decir, por más que se utilicen recursos de ficción todo lo que se cuenta sucedió-.

[2] Cadáveres: ¿Por qué? Porque en realidad todo poeta es un autor de cadáveres, el poema es letra muerta, cadáveres, hasta que el lector los revive –para que tras la lectura, cerrado el libro, el poema vuelva a ser cadáver, a la espera de otro lector que emprenda la resucitación- (Perlongher, 2012). –Acto que también puede aplicarse a la crónica-.

[3] Narración oral: como la definió descriptivamente Walter Benjamín: el campesino, el marino mercante son figuras de la narración de boca en boca, artesanos del discurso que manejan las herramientas de la voz y del gesto corporal, que coordinan el ojo con la mano, que trabajan a partir de la experiencia de vida (propia o trasmitida) pero que no se agota en los detalles de la novedad y tiende a permanecer en la memoria en alguno de sus múltiples sentidos.

[4] Plaza Italia para abajo: donde viven mayoritariamente pobres y miembros de la clase media baja, aunque el cuadro del espacio en Santiago es mucho más complejo, ya que en el corazón mismo del barrio alto existen grupos aislados de gente pobre para quienes se hace cada vez más difícil sobrevivir pero quienes siempre han vivido ahí; así también, el número de viviendas para la clase media localizadas cerca de la cordillera sigue aumentando. De igual modo, en los últimos años el gobierno ha puesto en práctica un plan para recuperar el casco viejo. Y finalmente, el hecho de que muchas familias adineradas que en el pasado vivían en el barrio alto han comenzado últimamente a construir sus casas en las afueras de Santiago sobre terrenos que hasta hace no mucho eran áreas cultivables (Pastén, 2009:15-16).

[5] Ciudad anal: que para Guerra Cunningham es la ciudad que vive en los márgenes y en los límites de la “ciudad neoliberal”.

[6] “Callampa”: “vales callampa” = “no vales nada”. Término chileno muy utilizado para referirse al “pene”.

[7] Pobla: término utilizado para referirse a la población o villa.

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