En cada barrio hay un loquito. Y los hay variopintos según su barrio: los hay artistas, conversadores, borrachines, filósofos y también profetas.
El loquito de mi barrio no era ninguno de esos. Este más bien era uno siniestro porque caminaba por el barrio en silencio, cargando una pesada bolsa negra. Los vecinos le decían “el viejo de la bolsa”.
Salía de su casa tres veces al día, una a la mañana, otra a la tarde y una última a la noche. Salía siempre cargando su enorme y pesada bolsa negra. Su poco trato con los vecinos generó todo tipo de sospechas sobre su persona. Y las especulaciones se convirtieron en rumores, y los rumores llegaron a alarmar a más de uno cuando a alguien se le ocurrió imaginar que dentro de esa bolsa llevaba un cadáver.
Desde ese día nadie se le quería acercar. Los padres en las plazas aprovechaban que aquel hombre daba una de sus tantas vueltas por el barrio para amenazar a sus hijos: “si se siguen portando mal el viejo de la bolsa se los va a llevar”. Confieso que fui el culpable de la bochornosa situación que sucedió después con el viejo de la bolsa. Me dejé llevar por los rumores a tal punto de que mi curiosidad no me dejaba dormir por las noches.
Fue así que una vez me lo crucé por el barrio caminando por la misma vereda que yo. Fingí tropezarme y lo choqué con mi cuerpo. El hombre trastabilló y soltó la bolsa, que era tan pesada que reventó en el suelo. Los vecinos sorprendidos no dudaron en acercarse a las corridas. El hombre se tapó la cara de la vergüenza. Pero resulta que en la bolsa no había mas que cartas. Miles y miles de cartas dedicadas a ninguna persona en particular. Y todas las cartas comenzaban igual: perdón.