-Necesito hablar con vos a solas, como antes-dice, inclinada sobre el escritorio, busca intimidad.
-Ya nos dijimos todo. Sabes mi situación, por favor, volvé a tu lugar-También despacio él, buscando con palabras, fumigar el diálogo.
Se acercan más estudiantes al escritorio y el Profesor muda la atención, generaliza las respuestas. Ella lo mira fijo, se muerde el labio, contiene las lágrimas.
-Por favor, te lo ruego-dice y suspira, saben los dos el peso de cada palabra.
-Te lo suplico-dice nuevamente y las palabras se desvanecen con el murmullo de los otros. alumnos y ella tiembla, cada palabra la empuja al vacío. Hace un duelo hondo, visceral y agrega: -Por favor, ¿me dejas ir al baño?
-Sí, anda -sorprendido, aliviado.
-Gracias-se agarra el pecho, claramente decepcionada. El profesor la ignora y ella se pierde en el anonimato.
Era principio de año, la profesora de Filosofía se jubilaba y quedaba la cátedra vacante. Varias semanas se desperdiciaron sin profesor. Una mañana, mientras los alumnos mataban el tiempo entre los juegos de cartas y los perfiles de Facebook, ingresó el Director acompañado. Sin rodeos, dijo: “Es el nuevo Profesor de Filosofía, traten de que aguante hasta fin de año”, sonrió y se fue.
Ella leía mientras el resto hablaba, se recogía el pelo y con la yema de los dedos recorría su boca, era parte de esos laberintos, de esos íntimos puñales y quizás sintió el mar helado sobre sus talones más de una vez. El profesor se acercó en silencio y dijo: “Soledad que me cuidas, que me nutres, que me aíslas” Ella reconoció el poema y de memoria siguió recitándolo, hasta que las miradas se chocaron y las palabras se diluyeron en un mensaje mudo.
Era alto, delgado, una barba salvaje envolvía su rostro y, en cada movimiento, aparecían nuevos tatuajes. Hablaba e hipnotizaba: tenía algo de poeta, de actor, de brujo. Ella lo miraba y cuando él acercaba su mirada se ponía nerviosa. Entonces se refugiaba en sus libros, pero ya estaba en cada párrafo, latía en su dedo al voltear cada página.
Un mediodía llovía y, como hacía varios meses, esperaba que se fueran todos para poder hablar con él. “Al final no era tan malo Nietzsche y aparte amaba a la hermana”, dijo ella sonriendo. Él rio y contestó: “Hasta los asesinos tienen su parte de ternura. Nos vemos en la próxima clase”, después se fue y ella lo siguió, pero lo perdió antes de llegar a la puerta.
Llovía, ella se cubría la cabeza con la mochila y corría hacia la parada del colectivo; en la confusión, un auto frenó al límite de sus rodillas. Era él: el agua caía sobre el parabrisas e indefinía su rostro. Se miraron un rato, como en presencia de un milagro. Abrió la puerta y le hizo un gesto para que suba. Entró. Estaba mojada, miraba fijo hacia el piso, parecía tensa. “¿Para dónde vas?, preguntó y ella, concentrada mirando el piso, lo dijo: “Donde vos quieras” Él simuló fastidió, incomprensión. Ella no se animaba a levantar la mirada.
Cuando atravesaban el bajo nivel sus manos se buscaron y ella imaginó su rostro en la oscuridad. Se veían antes de entrar al colegio y a la salida. El auto se perdía en terrenos baldíos y hacían el amor con pasión primitiva. Luego ella acercaba su rostro al parabrisas y estampaba su beso, con labial rojo. Con los dedos recorría su perímetro y flotaba en el camino hacia su casa. Lo limpiaba por deber y el húmedo recuerdo entre sus dedos lo ayudaba a pasar las noches. Faltó un par de días a la cita, hasta que volvió. Estaba serio, detuvo el auto antes de los baldíos.
Ella lo miraba mientras se enredaba con las palabras. Quiso besarlo, él la detuvo. “¿Qué te pasa?”, preguntó mientras vio nacer una decisión en su rostro. “Mi mujer sabe lo nuestro. Tenemos que parar” Ella lo interpretó y dijo: “O sea me dejas, chau, nunca nos conocimos”, después lo miro esperando una respuesta. “Tengo dos hijos y muchísimo que perder” Ella lloró y salió del auto. Él la miraba por el retrovisor despedirse de su vida. Buscó la silueta de sus labios en el parabrisas, las estampas de su amor.
-Lo hizo, estoy segura-dice una alumna y después otra y otra, hasta convertirse en un eco
rugiente.
-¿Qué? ¿De qué hablan? -pregunta aturdido el profesor y la pregunta se replica en todo el
salón, es un eco y aturde.
Siguen murmurando, se acerca y los alumnos se separan. Queda una chica clavada frente a su mirada y se lo dice:
-Oriana fue al baño a hacerse un aborto.
Corre y los alumnos de todos los salones se pliegan a él. Entra al baño y la encuentra desvanecida sobre un inodoro. La levanta, está llena de sangre. La recuesta en el piso y le toma el pulso: entiende que ya es eterna, inmortal. Llora y sus lágrimas caen en el ombligo pálido de ella. Divaga: repite que lo perdone. El resto de los alumnos miran y no entienden de qué está hablando.