“El hombrecito del mar” en la obra de León y el rol clave de Luis Gurevich y Gustavo Santaolalla
Una nueva etapa, un disco que llega más de una década después de la última grabación de estudio, con algunas cosas que pasaron en el medio: un corte artístico y personal, la decisión de no seguir con la intensidad de las giras y de disolver la banda propia, también una pandemia y todo lo que dejó, entre otras cosas la natural incorporación de tecnología para grabar y hacer canciones, en el más estricto sentido de su cocina, de otra manera. Una búsqueda y un sonido nuevos, la apuesta por lo creativo, siempre en primer plano. Pero también bellas y amorosas continuidades, entre las primeras que saltan a la vista y al oído, la de parcerías de años, socios creativos a los que hasta se les dedica una canción que destaca que lo que finalmente hay de por medio es una gran amistad. En ese juego de extremos se disfruta El hombrecito del mar, el disco con el que León Gieco vuelve a sorprender.
Desde el primer tema, el potente “Todo se quema”, el nuevo disco de León suena con una contundencia nueva. Es un “León maduro”, dirá él y quienes hicieron con el cantautor el disco. Pero también suenan las conexiones con su obra y en especial con sus últimos discos (El desembarco, de 2011; Bandidos rurales, que nació en 2005; Por favor, perdón y gracias, de 2001). Es un “León pulido”, podría decirse también. Por el nivel de detalle y preciosismo que se puso al hacer cada canción, yendo a buscar ropaje por ropaje (de eso León habla con entusiasmo en la extensa entrevista que le hizo Eduardo Fabregat, en esta misma edición). Y sobre todo porque despliega en tiempo presente todas las que han sido, a lo largo de sus años de carrera, sus grandes marcas personales: El poder de la canción como artefacto en el caben el rock y todos los folklores. La crítica social de sus letras, sobre diversos temas, con toques de ironía y humor permitidos. Y en esas letras, también, el tiempo vital de una mirada personal que siempre habla de un presente colectivo. Los homenajes en forma de versiones a las figuras admiradas de la música (en este caso, Víctor Jara y Silvio Rodríguez), que marcan también un territorio, un suelo en el que se pisa y desde el que se dice.
Si hay otra continuidad / renovación manifiesta, es la de quienes hacen junto a él sus canciones. Está Gustavo Santaolalla compartiendo desde Los Angeles la voz, el video y las risas de “La amistad”, y poniendo a sonar el ronroco que los acompaña desde De Ushuaia a La Quiaca. “La amistad es un corazón que bombea con pasado al ritmo de una canción”, dice León en la canción. La lanzó el 19 de noviembre del año pasado, cuando cumplió 70 años. A Santaolalla lo conoció en 1971, recién llegado a Buenos Aires, cuando trabajaba de teletexista en Entel y fue a tomar clases con el guitarrista, cantante y compositor de Arco Iris, la banda del hit que tanto le gustaba, “Mañanas campestres”. “Abrió la puerta del estudio y cuando pronunció León Gieco se rio, nos reímos los dos, casi como si nos conociéramos de toda la vida, como dos viejos compinches. Lo que más me impactó fue que me trató como si yo fuera un músico y no un alumno. Me preguntó qué quería aprender, pero yono sabía exactamente qué buscaba ahí. Le dije que tenía cinco o seis temas propios, “María del Campo”, “Todos los caballos blancos”, “Campesinos del norte”, “Hombres de hierro”, “En el país de la libertad”, que fueron los primeros que compuse en mi vida”, recuerda León en su biografía, Crónica de un sueño, escrita con Oscar Finkelstein.
Y está también Luis Gurevich, el gran ladero de Gieco, el autor de melodías tan bellas como la de “Todos los días un poco”, la primera que compartieron, a fines de los 80; la que estrenó Mercedes Sosa en el Luna Park, porque la supo elegir como “especial”, entre varias de un cassette que le llevó. Y ahora, de gemas a la altura como “Dios naturaleza”, “Por hoy”, “Las ausencias”. Desde Mensajes del alma para acá, Gieco y Gurevich han formado lo que puede pensarse como una de las duplas creativas más feliz y duradera de la música argentina. En la composición y en la producción, ese sonido que lograron juntos permaneció, atravesó épocas y circunstancias, y se expandió.
Por eso este disco sorprende porque “va para adelante”, pero al mismo tiempo es un buen resumen de los últimos discos, de la búsqueda creativa que los guió. Más allá de que cambien los modos y las tecnologías, las formas de arribar a ese punto de llegada que es la canción. Y acá entra en escena otra pata duradera del equipo creativo alrededor de la obra de León, el ingeniero de sonido Gustavo Borner, ahora manejando la producción musical y ejecutiva en conexión por Zoom desde su estudio en Los Angeles con distintos lugares del planeta. Así ahora, en plena pandemia, pero antes, en El desembarco, por ejemplo, uniendo a Gieco y Gurevich con Jacques Morelenbaum desde Brasil, y con los músicos de la Sinfónica de Praga.
“Para mí escuchar un disco terminado es como repasar un álbum de fotos: me acuerdo dónde estaba cuando se grabó tal cosa, cómo se pensó tal otra, lo que fuimos poniendo, sacando…”, cuenta Gurevich. “León es un tipo de una gran intuición y una gran seguridad. Si me dice que vaya por ahí, yo voy tranquilo porque sé que es por donde vamos a encontrar lo mejor. Hacer canciones, ir descubriéndolas juntos, es un trabajo de mucha comunión. Es el mejor trabajo”, asegura.
“Guro es mi par, desde hace mucho tiempo. Gracias a él mi carrera creció, él vino a potenciar mis canciones”, lo define a su vez León. “Fue así desde el 90 y ahora, en este primer escalón de mis últimas dos décadas”, dice también. Vaya a saber cómo piensa las escaleras este hombre que tiene 71 y al que es difícil seguirle el tranco de la cantidad de cosas que hace. Dice que se imagina saludando a todas y todos a los 90 para después irse a tocar con Pappo y Spinetta. Mientras tanto, saca este disco como un nuevo y venturoso inicio. El de la madurez de un joven impenitente.
Fuente: Página 12