En la decadencia de mi vida confieso que soy mujer de escasos referentes. Cada mañana me siento delante del teclado como si fuese una concertista primeriza, con la intención de poner palabras, intención y orden a todo lo que acontece en el interior de las tragedias, pongo rigor a los ojos hasta que consigo exprimir el llanto de lo que mi cabeza máquina. Pero en muchas ocasiones me quedo en el intento y ahí muero hasta la mañana siguiente. En estos días en los que los cimientos del mundo se han alfombrado de incertidumbre cuesta mucho alejarse a la colina ciega y observar por donde vienen los declives. Paso los días en medio de una confusión, crisis y ausencia y me resguardo en lo nimio, observo desde la ventana el movimiento de las hojas de las palmeras, los escasos transeúntes desconcertados paseando con sus dudas escapando de ellos mismos, engañándose al caminar cincuenta metros pensando que han caminado sus nueve kilómetros diarios, la algarabía que forma el cielo que no entiende la ausencia de maltrato al que se hizo adicta. Percibo de lejos los ecos de alguna noticia desalentadora que contribuye a distribuir al que menos tiene y empodera al que se llena las manos a costa del que de un día para el otrolo ha perdido todo.
Y dentro de todo este ruido, trato de poner orden a ese entender social, al compendio y momento que por circunstancias vitales me ha hecho ser participe del entramado. Poniendo nuevamente mis escasos referentes a servicio de mi experiencia, agradezco a estos mínimos la capacidad e independencia a la hora de plasmar mi propio argumentario de como veo a la condición humana.
Pongo el acento en esta, la sociedad de los excesos, con cuatro puntos cardinales que han conseguido desequilibrar la esencia verdadera de la condición humana; el exceso de positividad, en el que no se nos permite abocarnos ni un segundo al pesimismo, y si caes, te conviertes en un proscrito social, un parasito que camina por un fango que poco a poco se va descomponiendo. El exceso de rendimiento, de especial relevancia porque parte de nuestro gran deterioro moral parte de que estamos exhaustos y hemos perdido poco a poco la capacidad de ocuparnos del yo para enfocarnos en huir de ese centro, perdemos eje porque la fatiga a la que nos han expuesto nos tiene atrapados en un carril donde corremos y corremos, sin meta, sin premio, sin aliento y sin esperanza, sin dorsal y con una venda en los ojos. El exceso de la producción, que nos hace enfermar y acortar la distancia ante el cansancio, cuanto más produces más generas, cuanto más tiempo ocupas en producir menos tiempo resultas parasitario. En un tiempo creímos que nuestra producción equivalía a riqueza para nosotros y los nuestros, sin reparar en que el exceso de producción solo beneficiaba a un porcentaje ínfimo de la población mundial. Cuanto más tiempo estemos inmersos en producir, más invisibles seremos para los que se nutren de nosotros. El exceso de comunicación, uno de los excesos más maquiavélicos, porque nos presentan la diversidad, innovación, RRSS como si fuesen la gran factoría Disney para el ser humano y es la gran condena del pensamiento libre. Este exceso provoca el gran aislamiento en el que vivimos y que pocos presienten. Creemos que el exceso de información nos aporta más conocimiento, pero en realidad lo que hace es dejarnos más somnolientos ante las realidades y cercanías. Creíamos que las redes sociales eran un acercamiento al otro, un compartir experiencias de manera ilusoria, conocer o fabular un entramado de contactos, tribus o virtudes y lo real es que nos ha hecho más egocéntricos, más solitarios, más soberbios y mucho más tiranos.
Los modelos sociales no funcionan, se aproximan al ocaso del fracaso, con un desgaste que pone en peligro a la propia sociedad.
Nos hemos acostumbrado a vivir dentro de mentiras que vienen originadas al ponernos de perfil ante cualquier situación, somos incapaces de llegar a razonar por nosotros mismos, nos cuesta apartarnos de la tribu, nos asusta la diferencia y lo peor de todo es que entre los unos y los otros nos hemos encargado de dividirnos, cultivando y defendiendo la individualidad por encima de los otros, la vehemencia invertida ha hecho el resto. Eso que llaman solidaridad es un invento que muere constantemente en la distancia corta, nos han aniquilado el ser solidario, aquí nadie se muere por nadie, lo que impera es eso de “para que llore mi madre, que llore la tuya”.
Ante las tragedias ambientales, las pérdidas humanas en los mares, solo hay negocio, no hay tiempo ni para llorar ni para remediar, hay que seguir aislado, ajeno a la devastación, porque no es la nuestra, porque lo lejano nos resulta anécdota, porque lo que nos importa es que el metro cuadrado en el que vivimos este a salvo. Nadie se pregunta a dónde va el dinero que se recauda por muchas organizaciones para paliar la hambruna o reforestar un bosque, realizamos la donación porque creemos que con eso contribuimos al fin, pero en realidad, tratamos de anestesiar a nuestra conciencia y rápidamente pasamos a otra cosa, sin realizar mayor seguimiento. En un porcentaje mínimo, las ayudas destinadas llegan, en el resto, se pierden. Con esta acción se consiguen dos cosas, apaciguar lo que nos han vendido con eso del “ser solidario” y seguir alimentando las distintas tragedias que asilan a este debilitado mundo. Si realmente hubiese la conciencia y la voluntad de querer erradicar muchas de las corruptelas humanas, se haría, pero dejaría de ser negocio y medicina para el ego. Hay que producir tragedias y conflictos en exceso, para mantenernos distraídos, para seguir expandiendo mentiras, para seguir enfermando a las sociedades.
Carezco de remedios, pero sí que creo fundamental que, en nuestra propia voluntad a la hora de contaminarnos, podamos optar por pensar en generar memoria y autocrítica, solo esas dos cosas podrán mantenernos alejados por más tiempo de la sinrazón de los tiempos que nos ha tocado vivir.
Los modelos sociales evolucionan, pero los siglos van trasformando las sociedades bajo algún fenómeno o catástrofe, a lo largo de la civilización se han gestado cambios profundos, pero lamentablemente no hemos aprendido nada, porque los excesos, han ensombrecido a la memoria. No hay que remontarse a siglos pasados para observar la evolución de los declives, cada año se suceden múltiples incendios en repetidos países, en cuanto se apagan se olvidan, y al siguiente verano, volvemos a sorprendernos con la misma tragedia, la memoria, nos falla en lo inmediato y sucesivo, la carencia hace que incurramos en errores que cada vez se tornan más imperdonables.
La autocrítica es impopular, porque nadie quiere enfrentarse al error, ni para aprender ni para subsanar, eso causa dolor y dar un paso al frente nos vuelve más vulnerables ante el otro, no queremos exponernos, preferimos señalar al otro, no asumimos que quizás en nosotros está lo insano. El exceso de ego impide que la generosidad trascienda, en la apariencia de la alegría se esconde la osadía del dolor. Si dedicásemos diez minutos al día en cultivar la autocrítica, posiblemente en un mes, tendríamos algunas de nuestras propias heridas curadas. Si dedicásemos otros diez minutos más a trabajar la memoria en un tiempo, pondríamos remedio a lo venidero, y al final, seríamos un poco mejores y más libres, al menos en conciencia.
Las migas de pan invaden la mesa, dispersas como en un mar agitado.