Presentación del libro Sin ojos que los miren del 29 de abril en el Jardín Botánico Carlos Thays
Hola a todos, todas. Estoy muy contento que estén acá. Que hayan podido venir. Lo que vamos a hacer hoy es presentar este libro que se llama Sin ojos que los miren.
Como verán en la foto de tapa hay un chico que podemos decir está pidiendo algo. Y ese chico puedo ser yo, otro o cualquiera de ustedes. El libro funciona como un reclamo a los padres, al Estado, a los que tiene más que otros, a los que no prestan atención a un montón de situaciones sociales injustas.
Sin ojos que los miren es un libro de crónicas. Entendiendo la crónica como un cuento que fue verdad. Pero no todo el cuento fue verdad. A veces cosas que no pasaron se hacen pasar por reales, llenando el texto de datos precisos, como esto pasó acá, en tal dirección, a tal hora, en este lugar, y eso no fue así. Y otras cosas que si pasaron se las ficciona tanto que dejan de ser verdad. Pero el relato funciona.
Podemos decir que hay dos tipos de crónicas. Una más ligada a la información, al dato duro, que la más conocida es la crónica policial. Y otra más romántica o literaria que es la que yo hago. Y para que conozcan el tipo de escritura voy a leer una que se llama Desencuentro. Después van a participar todas y todos los que vinieron porque la idea es mostrar mis textos pero también los de otros y otras. Para compartir lo que hacemos, porque la idea es acompañar.
Los que quieran comprar el libro sale $1500, pero eso no es lo más importante hoy, acá.
Desencuentro
La descubrí y me enamoré como un chico. Yo estaba casado. Ella no. Nos conocimos en el trabajo. Era dueña de una belleza enfurecida, ni alma ni diamante y de todas mis miradas. Su sonrisa, una emboscada; pero su ceño fruncido y su gesto de enojo fueron para mí mi sur. Sus ojos, un enigma, bellos, penetrantes, llenos de preguntas.
Pedían ayuda.
Nos acompañábamos a la hora de la siesta.
–Se lo dije.
Y ella pareció no oírme. ¡
¡Es que no se lo dije esa tarde! Se lo dije en un bar en San Telmo la noche previa a su cumpleaños número veinticinco. Le pregunte qué hacíamos con eso que nos pasaba y ella dijo… “nada”.
“Nada”, dijo, como resignada, como caminando por enésima vez su calle melancolía, en el número siete, recién mudada a Boedo. Pero no “me” dijo. Dijo. Y en ese decir dejó caer la llave de su puerta entreabierta, apenas entornada adelante mío. Para que yo lo notara. Por descuido tal vez, por lo visto segura de lo que iba a suceder porque era su única llave.
Dijo algunas otras cosas esa noche en el bar también, pero no muchas, Algunas otras cosas, pero más de forma que de fondo, por lo que no le di mayor importancia, “que se sentía conmocionada y que estábamos inmersos en un berenjenal” o algo así.
Pero no la escuché. Al menos no del todo.
No estoy seguro que la frase sea literal y mucho menos qué significaba berenjenal en ese momento si estábamos juntos.
Pensé: “Esto que pasa lo tengo que arreglar, pero necesito un poco de tiempo. Nada más que eso. Tengo la cabeza partida en dos y el alma en sus brazos y en esas condiciones hago lo mejor que puedo.
Se lo dije y creo que lo entendió.
Y nos besamos… como si en ese beso pusiéramos en juego el resto de nuestras vidas, en el suave rayo de luna que alumbra por los cuerpos una vez cada tanto. Nos besamos en un beso largo, prolongado, que hasta el día de hoy perdura, ni tan fresco ni tan joven como aquel, porque yo ya no era un chico y ella…
Y ella me creyó.
Pero yo no. Porque por lo general no me creo las cosas que digo.
Acaso dudé, como tantas otras veces. De mí. No de lo que iba a pasar.
Porque por lo general no me creo las cosas que digo, pero sí las que hago, y por eso cada tanto me asusto y me aíslo:
“Es que cuando me aíslo te estoy cuidando. Pero hay fantasmas y hay prisa.
Y en estas condiciones hago lo mejor que puedo.
El destino quiso que hoy estemos juntos y no dentro de dos años (como ella creía) ¡Y está muy bien! Pero para que nazca algo nuevo tiene que morir algo viejo (las dos eran incompatibles). Irremediablemente.
Y vos por miedo o por amor decidiste ir al velatorio conmigo. Como yo decidí hacer el amor con vos incondicionalmente”.
Si vos querés, yo quiero.
Si querés llorar, quiero.
Si querés reir, quiero.
Si querés esperar. Yo quiero.
Y si querés amar, por supuesto que quiero.
La suerte está de nuestro lado, pero te pide que elijas.
“Yo no tengo suerte”, decías.
Pero no te escuché.
De todos modos estoy haciendo trampa porque yo ya te elegí. Y pienso insistir una y mil veces.
“Y yo sí tengo suerte”, murmuré.
Esta vez sí.
Porque el amor no pasa. Te atraviesa. Te desbasta. Te envuelve. Te ilusiona.
Ya no hay fantasmas ni hay prisa, y si los hay: ¿qué?
Nos acompañábamos a la hora de la siesta.
Nos besamos… como si en ese beso pusiéramos en juego el resto de nuestras vidas, en el suave rayo de sol que alumbra los cuerpos una vez cada tanto. Nos besamos en un beso largo, prolongado, que hasta el día de hoy perdura, ni tan fresco ni tan joven, como aquel, porque yo ya no era un chico y ella…
Por segunda vez o tercera, o cuarta o quinta vez.
En el departamento de Boedo donde ella vivía. Subiendo al séptimo piso. Calle Colombres. Ella se sacó la camisa y yo también, cuando la vida se desabrocha un botón y después otro delante de tus ojos y te muestra la manzana prohibida que adivina la intención y deseamos locamente no mirar para otro lado. No esta vez. Fuimos del dormitorio por el pasillo a la cama. Desnudos, no tan despacio ni de prisa. Entonces el sol de la tarde entraba por la ventana de su cuarto, clandestino. Dos cuerpos temblorosos se encontraron por primera vez de aquel modo. Y un amor retenido, agazapado, esperando.
El de ella era tímido, el mío seguro.
El de ella apurado, el mío quería ir despacio.
El de ella algo esquivo (como detenido), el mío incansable. De ojos abiertos.
El de ella titilante y de ojos bien cerrados.
No había tenido novios (o eso le escuché repetir alguna vez). Tal vez lo fantaseé, como tantas otras cosas imaginando este encuentro.
Su amor era simple y complicado, complejo tal vez.
El mío rebelde, de gritos callados.
Los dos tenían cicatrices que no habían cerrado.
Sería mentira decir que ese día empezó todo. O decir que fue el día de su cumpleaños una semana atrás. O seis meses antes. O cuando tomábamos el colectivo después del trabajo. O cuando caminamos por Av. Entre Ríos buscando zapatos. O cuando simplemente caminábamos para desandar un sendero que no estaba marcado.
“Nos amamos hace una vida. Hace un momento. Nos amamos sin certeza del principio. Por eso no sabemos si este amor terminará alguna vez”, decía ella.
Ella era virgen y no.
Yo no era virgen y sí.
Ella temblaba, yo no. Ya no.
Dejé de temblar al hacer el amor (a veces al dormir) gracias a su compañía. Dejé de maltratar mi cuerpo. De descuidarlo, de temblar doliendo.
Ella me pasó una receta, quizás por eso, que yo guardo celoso en un cajón: “Te amo y en ese te, incluyo tu cuerpo. Sos tu cuerpo. Sos en tu cuerpo. Por eso amo tú cuerpo. Por eso desespero cuando te dejás doliendo. Por eso desespero ante el abandono. Hay algo más allá de lo mecánico de tus actos que te reclama, que te convoca. No te vayas”. Lo decía casi como súplica, como pidiendo ayuda, reclamándome que me ayudara, que confiara en mí, que todo iba a salir bien en la vida a pesar de…
Siempre tuve tendencia al aislamiento. Pero sus caricias fueron la llave, las mismas que dejó caer aquella vez como olvidadas. Siempre expresé con el cuerpo las voces que callan. Puede parecer que estoy y no. Los movimientos y las palabras son las mismas y no. Porque yo no estoy ahí, al menos no del todo, pero siento. Lo que siento sí está ahí. Y es tan real que tengo que irme cada tanto para soportarlo, porque no puedo, porque no puedo; pero vuelvo, siempre vuelvo. Porque yo estoy donde están mis sentimientos y nunca mis sentimientos se mostraron tan fuertes en toda mi vida.
Dejé de dejarme querer para querer como nunca antes había querido.
Dejé mis miedos de lado y los de ella.
Dejé a mi ex. Y estaba dispuesto a dejarla a ella también planeando el desencuentro.
–Me miró con lágrimas en los ojos y con el mismo amor y paciencia de siempre me contó la historia de un muchacho que estaba decidido a dejar a su amada. Había pensado cómo decírselo una y otra vez, lo planeó, lo practicó frente al espejo, memorizó las palabras y se lo iba a decir.
Cuando se encuentra con ella el silencio lo salva y en lugar de dejarla –el amor lo traiciona– y le dice que la ama.
A lo que ella le contestó con más lágrimas en los ojos:
“Yo también”.