El jardín que hoy duerme. Por María Soledad Gutiérrez Eguia

El jardín que hoy duerme. Por María Soledad Gutiérrez Eguia

“No han de morir las voces, las sombras, los sucesos”.

Hablaba de la infancia, es decir, el hogar sonoro que acerca la añoranza a la ventana. Y una vaga música como de agua; se agolpan las visiones, las aprisiona el viento que las nombra.

Hay las tardes de otoño; hace sol los domingos de la infancia. Hay el sosiego sereno y musitado. Hay la velada dulce hilando la memoria de las manos.

Así vuelve, calladamente, lo mismo en otoño que en primavera, el contorno del tiempo ajustándose a lo que fuimos.

Hay meses como cántaros donde volcar el llanto; hay la hierba con su trino de pájaros; hay grandes árboles frutales inclinándose, no sé si nace o muere el mediodía; hay el arrebato y la sonrisa adormilada en torno a “la casa”.

Se entrometen los ecos segadores; los juegos, bajo la resina del nogal; los gestos del crepúsculo; las voces que descienden; los seres que hemos sido.

Y bajo el jardín que hoy duerme: la hamaca mojada de rocío, la higuera a trasluz, las moras amoratando mis labios, el latido del íntimo secreto.

Y así, un poquito de cielo, se pierde en los ojos, como si dentro una lluvia; como si grave, apresurada, golpeara.

Y hay todo aquello que escapa a la antigua mirada.

Con estos “instrumentos rotos —las palabras—“, intento deshilvanar el tiempo de la infancia.

No sopla igual el viento ahora.

Mi insistente sombra invade las paredes con los brazos extendidos, como un llamamiento al abrazo; algo hizo callar los ruidos.

¡Parece ser real, oh silencio, te haces atrás!; vagas por las plazas y las calles como por sobre grandes ruedas de herrumbre. Huéspedes infantes, a los saltos nos perseguíamos, como ladrando.

A una cierta distancia, ante mí, hay las casas con sus techos y chimeneas salientes, por las que se desliza el aire dentro; hay ojos alzados, bajo la lumbre de las lámparas, bajo el ardor del asombro.

Hoy y aquí, intimida el recuerdo velado; el espíritu con los labios sellados; rumores últimos; matices de caminos convalecientes; la atmósfera invisible de las tardes muertas de agosto.

La aurora habrá sido, el huerto y la lluvia; y mis pupilas, oh silencio, encallando en la hermandad del estío.

Resulta que ahora es todo quietud, como si los pájaros comprendieran la honda fragancia de la infancia. Como si esas horas hubieran sido la voz de un solo día.

Como si el ocaso sin brújula hubiera olvidado su nombre y su porqué. Como si la noche no pudiera henchir las pupilas.

¿Qué tempestad entró con el invierno, como nunca; acometedor, imperioso y se llevó las nervaduras de aquel tiempo de albatros?

Albergo en la memoria el grato tiempo ido; las horas de la infancia, donde fuimos niños.

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