Fui tierra callada,
cráter sellado por mil siglos,
donde el fuego de mi voz,
brasa ardiente,
se apagó en mis labios.
El silencio me devora
desde antes de mi ser.
Las palabras, pétalos del alma,
se evaporan como rocío
sobre un campo de amapolas.
Mi garganta, enraizada
en la médula del origen,
ya no alberga
el latido ancestral
que me acecha en el umbral.
En mi pecho,
los vocablos son rocas,
dormidas en un lecho de sal.
Pesan como montañas antiguas,
donde el viento no osa penetrar.
Soy cristal cautivo
bajo el manto de nieve.
Mas el hielo cruje lento
y la escarcha se rinde
al suave roce lunar.
Soy sol encadenado
que rompe
con su espada
el yugo de la noche oscura
y tiñe de oro el horizonte.
Las palabras nacen
como relámpagos,
y yo, sombra en exilio,
ahora soy aurora
que despierta en la madrugada.
Ya no soy silencio que engulle,
sino grito que se libera
de sus fauces.
Ya no soy lengua cautiva,
sino verbo, en cielos abiertos.