Sigmund Freud afirmaba que educar, gobernar y curar son oficios imposibles. En una época en la que el Otro no existe y el Nombre del Padre ha caído, su afirmación cobra aún más sentido.
Mucho se ha escrito y dicho sobre esta realidad distópica. Las series de las distintas plataformas de streaming y numerosos expertos en los medios de comunicación intentan abordarla desde diversas perspectivas. Como psicoanalistas, sin embargo, nuestra tarea es otra: escuchar los síntomas de la época y estar a la altura del horizonte de subjetividad que nos toca transitar.
En lo que respecta a la adolescencia, comprendemos que es una etapa marcada por la fragilidad de las identificaciones, en la que la mirada del otro cobra una consistencia determinante. Es imprescindible, entonces, que más allá de las opiniones y quejas que circulan, reflexionemos sobre nuestra responsabilidad como adultos. Como padres, también experimentamos cierta orfandad en un contexto donde la posverdad—esa combinación de manipulación mediática y mentira—y la crisis de los ideales y las instituciones hacen que sostener la autoridad se vuelva cada vez más difícil.
Las razones de esta crisis son múltiples y no pueden reducirse únicamente al impacto de las pantallas. Las nuevas tecnologías pueden ser herramientas al servicio de las personas, pero cuando esto no ocurre, debemos preguntarnos qué nos está pasando a nosotros como adultos, a los niños y a los adolescentes.
Si, como señala Bauman, las instituciones de la posmodernidad—la familia, el matrimonio, la escuela, el Estado, la justicia—son “líquidas”, es comprensible que la autoridad para educar y gobernar se vea debilitada. Sin embargo, no podemos resignarnos. Hoy más que nunca, debemos sostener los lazos sociales, no como un mandato externo, sino como una necesidad profundamente humana.
Dos libros resuenan en mí en este contexto. Uno es El primer año de vida, de René A. Spitz, que relata cómo, durante la Segunda Guerra Mundial, los bebés de los orfanatos recibían todas sus necesidades básicas, pero al carecer de una mirada singular que los reconociera—debido a la rotación constante de sus cuidadoras—terminaban enfermando, e incluso muriendo. La mirada del Otro primordial era lo que los sostenía.
El otro es Hablo a las paredes, de Jacques Lacan, donde se lee:
“Lo que distingue al discurso capitalista es la Verwerfung, el rechazo hacia afuera de todos los campos de lo simbólico. El rechazo de la castración. Todo orden, todo discurso que se emparente con el capitalismo deja de lado lo que llamaremos simplemente las cosas del amor. Ya ven, no es poca cosa.”
Es una afirmación gravísima, y en ella encontramos una clave para leer los síntomas actuales. Hoy se teme más al amor que al odio. La cultura vigente forcluye el amor y la responsabilidad subjetiva, aquella que nos hace responsables de nuestro propio deseo. En su lugar, muchos optan por identificarse con un amo perverso que promueve el odio y la obediencia ciega.
El sistema actual nos dice que todo es posible con suficiente voluntad y sigue sosteniendo la idea de que la felicidad se alcanza a través del tener. El ser, en cambio, parece haber quedado relegado a otra época.
Por más que existan voces inteligentes que plantean discursos alternativos, el Discurso del Amo sigue dominando nuestra manera de estar en el mundo, impulsando no solo el odio, sino también el exceso. Así, las patologías contemporáneas se manifiestan en adicciones de todo tipo: a sustancias legales e ilegales, al juego, al consumo, al sexo, a la comida. Cualquier actividad placentera, cuando responde al imperativo del goce y no al deseo, termina siendo dolorosa.
Freud ya lo advertía en Más allá del principio del placer (1920), y Lacan lo reafirmó: la pulsión es de muerte. Lo único que frena ese goce mortífero es el deseo. Pero si no aceptamos que somos sujetos en falta, lo que emerge no es el deseo, sino el exceso, y nos volvemos incapaces de desear. Para el psicoanálisis, el deseo es inconsciente; lo demás es anhelo o voluntad.
Cuando la tecnociencia que rige nuestra cultura nos dice que todo es posible, nos enferma con una felicidad inalcanzable y nos arrastra a una maquinaria siniestra. No hacen falta inteligencias artificiales o robots para percibirlo: basta con escuchar a ciertos líderes para notar que hace tiempo han perdido su humanidad, esa sensibilidad ante el sufrimiento ajeno y la preocupación por la destrucción de la naturaleza.
Si nos guiamos únicamente por nuestros anhelos conscientes, podemos olvidar lo esencial. El saber es inconsciente; el conocimiento, en cambio, es otra cosa: se asocia con el yo, con las identificaciones, los mandatos y los deseos superficiales.
Recuperar la humanidad a través del lazo social y la responsabilidad subjetiva es una tarea ineludible. Hoy, más que nunca, debemos repensar nuestra posición en el mundo y asumir el desafío que implica estar verdaderamente presentes en los vínculos que construimos.
Lic. Patricia Gorocito
Docente UBA – PSI