Decir lo siento, lo escuché varias veces.
No volverá a suceder otra cientos.
Pedir perdón, gesticulando también.
Pero sólo bastó una oportunidad para acallar todas las voces en un instante.
El tiempo preciso, el momento, el encuentro.
¡Listo! No hay más disculpas ni juramentos.
Me inclino a ver por la mirilla de la puerta, hombres uniformados azules fuerzan por entrar.
¿Entrar? ¿A dónde? ¿Acá? ¿Por qué?. .
Abrí despacio y pregunté, no hubo respuesta, solo esposas en las manos y una furgoneta.
No entendí. Simplemente callé las voces que aturden mis oídos con disculpas, que se disipaban en el primer acto de conciencia fatídica.
No hubo caso, no me escucharon. Prefirieron callar mi voz. No no me escucharon. Ahora la que pedía clemencia era yo. Pero no la oyeron.
Me pusieron detrás de las rejas. Después de todo no quería más disculpas detrás de una paliza, y lo he logrado. Lástima que tuve que entregar mi cuerpo a los cuervos, para poder reencontrarme con mi libertad.