“Cuando los sueños de ingreso al Nacional Buenos Aires y sus aulas majestuosas y piscina subterránea se estrellaron por un puñado de puntos y porque los revisores de más de 1000 exámenes decidieron no considerar mis respuestas al dorso de la hoja, mi viejo me llevó corriendo a buscar un secundario de urgencia. Y encontramos uno con cupo en Primera Junta. Desde afuera era una casona fea pero sincera, de pisos de madera desvencijados, pero con personalidad. Al principio fue una pesadilla para un nerd pequeño como yo, en un mundo de tipos bravos y muchos repetidores. Pero no había nada que hacer, solo sobrevivir. Me asocié a los tranquilos, que parecían más inofensivos, y nos sentamos en la hilera del medio, sin saber (o no nos quedaba otra) que las hileras de bancos laterales se trenzarían en batallas interminables arrojándose reglas, cartucheras, zapatos, pedazos de bancos, monedas pesadas de 100 que, aunque destinadas a atravesar el aula, caían en gran proporción y con fuerza sobre la hilera del medio que cuerpo a tierra se fusionaba bajo los pupitres de madera antediluviana. Y yo, pequeño y equivocado, me metía frecuentemente en problemas, queriendo defender a otros indefensos. Por Juan Botana me agarré con la bestia de Sargenti. Por Rosenkranz me agarré con el descomunal González. Por boludo me agarré con el turco Fernández. Pero fue una época increíble, 5 años en un templo en Katmandú no me hubieran enseñado tanto. No lo extraño, no. Fue magnífico pero el mundo del día después fue enorme también para mí. Sin embargo, sí me gusta encontrarme con los otros sobrevivientes de aquel naufragio y recordar los tiempos de lucha, desidia y renacimiento. ¡Gracias Nacional 17 semillita de maldad!”